Prohibido criticar a Podemos

Cualquiera que no le haga la ola a Podemos es asimilado en juicio sumarísimo de una décima de segundo a Marhuenda, Inda, Tertsch, Federico, o el resto de los latigadores cavernarios. La menor insinuación sobre que quizá esta o aquella cosa implican una contradicción en el discurso o merecería el esfuerzo de un matiz convierte a quien la hace en esbirro del capital, colaboracionista del sistema y, al final de la escapada dialéctica, en casta. Diría, arriesgándome a ser objeto de lo que acabo de enunciar, que esos modos y esas maneras son, vaya por Marx, los que han caracterizado la política rancia que se supone que la formación de los círculos viene a superar y combatir. Esa refracción a la crítica, esa comunión obligatoria, esa intolerancia a la discrepancia, esa disposición a tragar con lo que sea, han venido siendo los usos y costumbres de las siglas convencionales. ¿Dónde está lo nuevo? Supongo que por inventar.

Todavía creo que lo que ha aportado la irrupción de una fuerza que ha alborotado el balneario como no se esperaba tiene más valor que las fallas que enumero. Estoy lejos de los profetas interesados que anuncian prematuramente el descenso de la riada o que, amplificando las supuestas divergencias entre los fundadores, pronostican con ansiedad un final de jaula de grillos. Aunque mi bola de cristal es de todo a cien, estaría por asegurar que Podemos va a seguir provocando quebraderos de cabeza y temblores de piernas durante un rato largo. Lo que ya no tengo tan claro es que, andando no mucho tiempo, no nos vaya a parecer un partido tan corriente y moliente como cualquiera de los demás.

El fin del sistema

Como el abuelo de Víctor Manuel, me he sentado en el quicio de la puerta —en mi caso, con el pitillo encendido entre los labios— a ver pasar el cadáver del bipartidismo, y creo que tres cuartos de hora después, el del sistema político español en pleno, incluyendo la monarquía de reestreno. Lo están aireando a todo trapo en los dos canales de teleprogre, entre anuncios de coches, colonias para machotes y el ultimísimo grito en cachivaches tecnológicos. Debe de ser que los publicistas y las empresas que hay detrás son la recaraba de la estupidez y venden su mercancía entre los que los quieren tirar por el barranco de la Historia. O a lo peor es justo lo contrario, que son bastante más avispados que la media, y saben que ahora mismo los bolsillos más desahogados y los caracteres más antojadizos se concentran en la audiencia de esos programas. El tiempo nos dirá si se están haciendo el harakiri o, como ha venido siendo desde que existe el capitalismo, si están cubriendo el jugoso nicho de mercado de los antitodo de pitiminí. “Moda punk en Galerías”, cantaba ya hace treinta años Evaristo, bañado a lapos por un público que hoy solo esputa (con perdón) cuando se lo manda el médico para unos análisis.

¿Por dónde iba antes de perderme en digresiones inútiles? ¡Ah, sí! Peroraba sobre la inminente vuelta a la tortilla de la que seremos testigos privilegiados y felices, según los que leen el porvenir en los posos del gintonic. A la casta, sea eso lo que sea, apenas le queda teleberri y medio. Será sustituida por un ejército de seres angelicales que nos inundarán de pan, amor y fantasía. Qué maravilla.

La casta

De cinco letras. Palabra más pronunciada y escrita desde que el diablo cargó las urnas provocando un roto —ya veremos si superficial o no— al llamado sistema. Tic, tac, tic, tac… Efectivamente, la misma que titula estas líneas: casta. Como habrán comprobado, es el vocablo fetiche de los que festejan, me da a la nariz que con demasiado anticipo, el fin de los viejos tiempos. Se hace a imitación del encumbrado como guía espiritual de la neoinsurgencia, que por lo visto, usa el Macguffin en dos de cada tres frases que suelta en las mil y una tertulias televisivas que le han sido de tanto provecho.

Si le dan una vuelta, verán que no es un fenómeno muy diferente al de las muletillas popularizadas por otros grandes gurús catódicos como Bigote Arrocet, la Bombi o el dúo Sacapuntas en el rancio a la par que entrañable Un, dos, tres de cuando solo había dos canales. Se basa en mecanismos mentales similares, igual por parte de quien pone en circulación la cantinela que por la de quienes la recitan al por mayor. En el caso que nos ocupa, además, hay un algo del caca-culo-pedo-pis que marca la cándida rebeldía de la primera edad, quizá la sintomatología a la que el mismísimo Lenin se refirió, conociendo mejor que nadie el paño, como la enfermedad infantil del comunismo, que hoy traduciríamos como de la izquierda.

Disquisiciones aparte, resulta enternecedor asistir a la división simplista del mundo en lo que es casta y lo que no. Un ejercicio tramposo en el que se señala a los contrarios como portadores de la peste y se libra de mancha a los del bando propio, así sean igual de casta (o más) que el resto.