Fernándezgate

Nos equivocamos al pedir la dimisión del ministro Fernández. Lo que debemos exigir a voz en grito es su detención e ingreso en prisión a la espera de un juicio del que no cabe esperar sino una condena de una porrada de años. Y a poco que las cosas sean como parecen —benévolo que soy, concederé la presunción de inocencia—, Mariano Rajoy Brey debería correr exactamente la misma suerte, como conocedor (dejémoslo ahí) de la turbia maquinación contra los líderes del proceso soberanista de Catalunya.

No creo que exagere ni un gramo. Es posible que la torrentera de latrocinios y pisoteos de derechos que se han sucedido en los últimos tiempos nos haya endurecido la piel y la sensibilidad ante los atropellos. Es muy complicado, efectivamente, establecer un ránking de desmanes, pero no hay la menor duda de que estamos ante uno de los escándalos más graves de los cuatro decenios de postfranquismo que llevamos. Claro que tampoco es nuevo ni mucho menos, no nos engañemos.

Una vez más estamos ante la fetidez y la inmundicia de las cloacas del Estado —el español, por descontado— siguiendo al pie de la letra la peor versión de Maquiavelo, aquella que proclama, con aroma a Varon Dandy y copazo de Sol y Sombra, que el fin justifica los medios. De propina, con una mezcla de torpeza y vileza dignas de Nobel de la mendruguez. Hay que ser inepto a la par que malvado (o viceversa) para grabar una conversación llena de pelos y señales sobre propósitos claramente delictuosos. ¿Qué tenía en la cabeza esta manga de truhanes de tres al cuarto, paletos aprendices de Richard Nixon? Seguramente, la certidumbre de la impunidad.

¿Qué hay que celebrar?

Milagros de este procés aficionado a la ruleta rusa y a darle todo el rato tres cuartos al pregonero: de un minuto para otro pasas de corrupto indecente, recortador de derechos y cáncer para la causa a puñetero amo de la barraca. Y todo, por haber dado un paso al lado, estomagante eufemismo que en realidad quiere decir hacer exactamente lo que ni 48 horas antes habías asegurado que jamás harías. Hasta la incoherencia es digna de vítores, manda narices. Pero así parece que se está escribiendo lo que estaba destinado a ser una obra cumbre del género épico y cada día se parece más a un sketch involuntario de Faemino y Cansado.

Me dirán, remitiéndose a los hechos recientes, que a pesar de todo, la nave va. Ha sobrevivido a la enésima extremaunción, y vuelve a provocar cagüentales incendiarios y amenazas con el apocalipsis en la bandería unionista. Bien quisiera compartir el entusiasmo, pero si les soy franco, lo único que tengo para celebrar es que estoy viviendo el episodio como espectador a más de 600 kilómetros. Aquella envidia inicial se tornó en una suerte de escepticismo que al trote de los meses y de los incumplimientos de la cacareada hoja de ruta ha dejado lugar a la decepción.

Cierto, qué poco fuste, qué pobre ardor soberanista el mío, pero argumento en mi defensa que, por muy cedida que tenga la glotis, hay ruedas de molino que no me pasan. Que una cosa es hacerse media docena de trampichuelas al solitario, y otra, aceptar sin asomo de sonrojo que Artur Mas salga proclamando que el apaño con la CUP ha sido la corrección de lo que habían dispuesto las urnas. Joder con el derecho a decidir.

Catalunya, todavía nada

Entre el soniquete hipnótico de la lotería, la montaña —pongamos Montserrat— parió un ratón. El primer teletipo lo vendía como un acuerdo entre Junts Pel Sí y la CUP. Se aludía a una supuesta postura en común en materia social y, como si no fuera lo que de verdad importa, se mentaba de refilón algo de una fórmula para la investidura. La de Artur Mas, se entiende, que es lo que se dilucida. Entre el mercadillo, la confección de trajes de lagarterana y el taller de magia Borrás, se hablaba de una presidencia rotatoria al estilo de las comunidades de vecinos.

Pero ni eso, oigan. Las sucesivas noticias al respecto fueron aguando el de por sí liviano caldo de asilo. Una comparecencia vespertina de varios jocundos representantes de la CUP rebajó aun más la cosa entre jijís y jajás que a mi se me antojaron extemporáneos. Resulta que no era ni acuerdo, ni principio de acuerdo, ni preacuerdo, sino una propuesta monda y lironda que Junts Pel Sí lanza a la desesperada a las bases de la coalición anicapitalista para que la consideren en su asamblea de domingo. Casi nada entre dos platos. O menos.

A punto de cumplirse tres meses desde las elecciones, ni cenamos ni se muere padre. No se olvide que se viene de un retraso de más de un año en la tan campanudamente nombrada como Hoja de ruta. Aparte de una declaración que no hay modo de llevar a la práctica, lo único que se ha conseguido es que Convergencia se desangre impúdicamente ante los ojos de todo el mundo. Eso y que Jordi Évole haga bromas sobre lo mucho que se parecen una Catalunya y una España que en este minuto del partido se antojan ingobernables.

Hastío catalán

Tengan la bondad de despertarme cuando ocurra algo en Catalunya. Algo digno de mención, quiero decir. Y ahí no entran los amagos infinitos que siempre terminan en no dar. Ni las bravatas de pitiminí, ni las amenazas de repertorio, ni el enésimo ultimátum por boca de ganso que impepinablemente desemboca en la promulgación de uno nuevo que tampoco se cumplirá.

Quizá me digan que no es poca cosa unas elecciones plebiscitarias y una declaración que recoge la intención de desconectarse —término literal— de España. No lo negaré, pero sí matizaré que el resultado de la cita con las urnas fue, cuando menos, interpretable y, por mucho que se quiera vestir el muñeco, bien lejano a los pronósticos de la lechera. Respecto a la proclama rupturista, aparte de señalar que el papel lo aguanta todo, que el mismo Parlament que la aprobó la dulcificó, y que al unionismo español le está viniendo de cine, les diré que de poco vale alcanzar tal histórico acuerdo, si después no hay manera de llevarlo a la práctica porque las fuerzas que lo han apoyado se enredan en una cuestión que no va más allá del personalismo de aluvión.

Lo pistonudo, además, es que tanta razón o tanta falta de ella tienen los unos como los otros. Es igual de comprensible querer a Mas fuera del proceso a toda costa, que defender con uñas y dientes su derecho a liderarlo. Sin embargo, lo verdaderamente insensato es que una de las dos partes no haya sido capaz de ceder hasta la fecha, amén de que el asunto se ventile impúdicamente a la vista pública para enorme regocijo de quienes, aunque suban el tono de voz, intuyen que no hay de qué preocuparse.

Rajoy va ganando

Debe de estar pensando Mariano Rajoy que la requetecabrona legislatura se le acaba justo cuando empieza a divertirse. Es la leche lo de los renglones torcidos. Según la lógica política, un dirigente al que se le rebelara un territorio debería estar sudando tinta china y pasando las de Caín. Muy al contrario, al Tancredo de Pontevedra se le ve como nunca. Aquel guiñapo grogui ante las acometidas del paro galopante, la prima de riesgo desbocada y no digamos las toneladas de carne corrupta que le iban reventando alrededor es ahora poco menos que la reencarnación de Santiago cerrando España. Ahí lo tienen, devenido en algo parecido a un líder, templando, ordenando y mandando. Y multiplicándose, lo mismo para reunir en torno a sí a los cabezas (¿de ajo?) del resto de las formaciones españolizantes o los llamados agentes (ejem) sociales, que para echarse unas risas radiadas con Del Bosque o advertir desayuno, comida y cena a los disolventes catalanes que abandonen toda esperanza.

Qué tiempos cuando ocurría al revés, ¿verdad? Entonces era el centralismo cerril y mastuerzo el que operaba como inagotable generador de soberanistas. Pero alguien ha debido de reconstruir la kriptonita mediante ingeniería inversa, y en Moncloa y Génova se están dando un festín gracias, mucho me temo, a la impericia reincidente que se viene manifestando al otro lado. Quizá necesitarían los protagonistas verse desde fuera para caer en la cuenta del lastimoso espectáculo que están ofreciendo cuando son capaces de suscribir la declaración que abre el camino a la independencia, pero no de acordar un Govern que la lleve adelante.

Foto con TC de fondo

Como en la canción de Aute, miro el instante que ha fijado la fotografía, y trato de escoger entre la vergüenza ajena y la perplejidad asombrada. ¿De qué se ríen los tres delegados catalanes de los partidos unionistas españoles ante la fachada —en sus dos sentidos— del Tribunal Constitucional? Resulta que en este momento de gravedad suprema en que la patria está en peligro, lo que les pide el cuerpo a los mosqueteros de la unidad nacional es retratarse en actitud de jijí-jajá, exhibiendo con orgullo de turista el recuerdo que se llevan de la villa y corte: el resguardo del recurso contra la declaración en que la amplia mayoría representada en el Parlament da por comenzado el proceso de desconexión de España.

Se pregunta uno qué les hace tanta gracia, justo antes de caer en la cuenta de que se está refiriendo a Inés Arrimadas, Miquel Iceta y Xavier García-Albiol, cuyas tallas políticas, incluso sumadas, no alcanzan ni el bordillo de la acera en la que posan encantados de haberse conocido. Seguramente piensan que es la leche haber sido enviados por el frente rojigualdo a pedir sopitas a los supertacañones de las togas y las puñetas hispanas, todos y cada uno de ellos, elegidos por los partidos solicitantes. Eso también es un retrato: pretender obtener en los despachos aquello para lo que tus escaños se quedan cortos. Esa es la separación de poderes funcionando a pleno pulmón, y mucho cuidado, que todavía es precio de amigo. Ya escuchamos primero a Margallo que los motines se sofocan, y después a Fernández que hay picoletos y nacionales para parar un tren, aunque lo conduzca la voluntad popular.

Margallo y la diplomacia

Mi memoria de ministros españoles de Asuntos Exteriores empieza, siendo yo un mocoso, con ese brutal fascista travestido en (y enterrado como) demócrata de toda la vida que atendía por José María de Areilza. El antiguo perseguidor de rojos y nacionalistas en las cloacas de Bilbao fue el primer canciller al servicio de su campechana y hoy jubilada majestad Juan Carlos Palito, a quien le atizó un portazo en el borbónico napiamen cuando puso a Suárez en lugar de a él a pilotar la modélica, ejem, transición. Le sustituyó otro reconvertido que tal bailaba, Marcelino Oreja Aguirre, al que con el tiempo fueron sucediendo una patulea de individuos e individuas que, quizá con la salvedad de Fernando Morán el de los chistes, cabrían en la definición genérica de simpáticos caraduras con algo de mundo, un par de idiomas —a veces chapurreados—, bastante ego, facilitad para meter el cuezo e hígado castigado a base de tragos cortos, medianos y largos.

Paco Ordóñez, Abel Matutes, Jose(p) Piqué, Trinidad Jiménez, Ana Palacio, Miguel Ángel Moratinos… Repasen la lista y verán que todos dan el perfil de vividores, incluyendo al objeto último de estas líneas, el actual propietario de la cartera, José Manuel García Margallo. Después de cuatro años semioculto por la mediocridad y el pinturerismo de sus compañeros de gabinete, parece decidido a reivindicarse —a la vejez viruelas— como el notorio chiripitifláutico de la política que es. En esas, amén de escribir un autocomplaciente libro de memorias desmemoriadas, se ha venido arriba mentando una sublevación catalana que habrá de sofocarse. Caray con la Diplomacia.