Aznar al rescate

Están las hemerotecas —ahora Google— hasta las cartolas de desplantes de José María Aznar al Partido Popular y, de modo particular, al que él mismo impuso como su sucesor al mando del nido de la gaviota, Mariano Rajoy. Entre las bofetadas a mano abierta, destaca la carta que le escribió en noviembre de 2017 al hoy registrador de la propiedad para comunicarle su renuncia a la presidencia de honor de la formación.

Un gesto de rata abandonando el barco que se consumó hace menos de un año (junio de 2018), cuando en la presentación de un libro de su fiel sirviente, Javier Zarzalejos, se situó en varias ocasiones fuera del partido. “No tengo ningún compromiso partidario, ni me considero militante de nada ni me siento representado por nadie”, llegó a decir, antes de ofrecerse para liderar la reunificación de lo que él denomina sobrepasando el eufemismo “centro-derecha español”, dividido en tres, según su diagnóstico.

Por entonces, Abascal era “un chico lleno de cualidades”. Pero ya no. Ahora su exdíscipulo y Rivera son dispersadores del único voto útil para que en España no vuelva a ponerse el sol, el que vaya al PP de Pablo Casado, el otro niño amamantado con su mala leche. Y tan catastróficos está viendo los sondeos del chisgarabís palentino, que Superjosemari se ha echado la campaña a la chepa. Después de años negándose a poner los pies en un mitin (tampoco queda claro si era porque no le invitaban), Aznar figura como cabeza de cartel en media docena de actos selectos del que ya sin duda vuelve a ser su partido. Si consigue la remontada, será su éxito. Si no evita el fiasco, simplemente se encogerá de hombros.

¡Que vienen los fachas!

Echo a cara a cruz si reír o llorar al ver a los guardianes del pensamiento reglamentario echarse las manos a la cabeza porque un partidillo que no llega ni a chicha y nabo ha juntado a nueve mil energúmenos en el madrileñísimo pabellón de Vistalegre. “¡Ya tenemos extrema derecha!”, vociferan en corrillos internáuticos, corralas televisivas y, en general, cualquiera de los mil y un lugares donde tienen plaza de opinantes a tanto el rasgado de vestiduras. Pues que Santa Eduvigis les conserve la pituitaria y San Cipriano de Carrara la dureza del rostro a los monopolistas de la ortodoxia.

Extrema derecha, lo que se dice extrema derecha, la ha habido para regalar desde hace un cojón de quinquenios en la llamada piel de toro. Venía ocurriendo que se camuflaba en siglas teóricamente convencionales autopresentadas como de centroderecha liberal. Ahí siguen, de hecho, los ejemplares más dañinos, con el agravante de que de un tiempo a esta parte se han soltado el corsé y andan con el michelín totalitario todo desparramado. ¿Nombres? Los que tienen ahorita en mente: el figurín figurón Rivera por el lado naranja y, con más peligro, el aclamado presidente del (neo) PP, Pablo Casado. Esos sí que acojonan, porque compiten en discurso duro y, llegado el caso, podrían sumar mayoría suficiente para aplicar el jarabe de palo que pregonan con creciente éxito. Y como motivo añadido, porque enfrente tienen una pretendida izquierda de señoritingos que cada vez que abren la boca les regalan clientela a mansalva a los de enfrente. Los otros, los cantamañanas de Vox, son —por lo menos, de momento— una panda de fachuzos folclóricos.