21 por ciento

Alarmas con sordina y edulcorante. Ya hay un 21 por ciento de ciudadanos de la CAV (me imagino que no será muy distinto en Navarra) que creen que [Enlace roto.]. A todos. La cifra no viene en un panfleto estampillado con cruces gamadas, precisamente. La aporta el último barómetro de Ikuspegi, el Observatorio vasco de la inmigración, que si por algo se ha caracterizado, ha sido por tratar de ofrecer siempre la versión más amable de la realidad. Hasta el punto de hacerla difícilmente reconocible con respecto a lo que vemos y escuchamos todos los días en los diferentes entornos en que nos movemos. En este mismo estudio, resumido en 33 páginas, hay una buena cantidad de datos de los que se podría deducir que la cuestión nos preocupa tanto como el posible impacto de un meteorito contra la tierra. Peligrosa estrategia de la avestruz. Letal, si la rematamos reduciendo el debate —es decir, anulándolo— al consabido fuego cruzado de consignas y prejuicios. Todo lo que se ha conseguido siguiendo ese patrón es alimentar un incendio que, por desgracia, aún hemos de contemplar cómo continúa creciendo.

Lo hará, desde luego, si no nos sacudimos los estereotipos, los complejos, la tentación de mirar hacia otro lado y la incomodidad que provoca internarse en un territorio donde hay serias posibilidades de acabar escaldado. O estrellados frente a las propias contradicciones o a la evidencia de que nuestras viejas y bienintencionadas construcciones teóricas no resisten la prueba del algodón del día a día. Como no seamos capaces de sacar el pincel y el bisturí, serán los de la brocha gorda y el hacha los que se darán un festín. Podríamos haber aprendido algo de lo que ha ocurrido unos kilómetros al norte, pero vamos por el camino de repetir idénticos errores. Claro que luego trataremos de arreglarlo, según la costumbre, con un plan de convivencia. Para entonces, será muy tarde.

Un marcador macabro

Valoro enormemente el esfuerzo y las inmejorables intenciones que saltan a la vista en la elaboración del Informe-base de vulneraciones de derechos humanos en el caso vasco 1960-2013. Desde la propia denominación, que evita las palabras resbaladizas, se aprecia un decidido empeño de no herir sensibilidades. Algo que no podía ser de otra manera, atendiendo a las trayectorias —diría yo que impecables— de las cuatro personas que lo han llevado a cabo y firmado. Juan María Uriarte, Manuela Carmena, Ramón Múgica y Jon Landa han acreditado largamente de voz y obra un compromiso sin anteojeras con las víctimas de cualquier tipo de violencia. Del mismo modo, han denunciado firme e inequívocamente a los victimarios, fueran cuales fueran, y venciendo las perversas inercias justificatorias.

Sin embargo, a juzgar por algunas de las reacciones a su trabajo, parece que toda la competencia y toda la autoridad moral es poca. No deja de ser llamativo que en las descalificaciones se haya hablado simultáneamente de parcialidad y de equidistancia. Lo primero, además, desde banderías opuestas, y lo segundo, como si fuera el peor de los pecados. Se ve que aún estamos verdes, muy verdes, para empezar a asumir que el dolor ni se ha difundido ni se ha cultivado en exclusiva.

Tan o más desazonantes que lo anterior me han resultado las interpretaciones abiertamente ombliguistas de los datos que aporta el informe. En buena parte de los casos, las conclusiones se han ofrecido a modo de marcador, como si fuera una competición macabra. Tantos muertos frente a tantos otros. Con una extraña particularidad: hay quien ha obviado la cifra mayor, casi dando a entender que entraba dentro de lo razonable o de lo ya amortizado, y se ha quedado con la menor para exhibirla como agravio único. O peor, como prueba de que hubo motivos para matar según a quién. Algún día tendremos que acabar con estas lógicas tan ilógicas.

En el adiós de Gesto

Era de esperar que en la despedida de Gesto por la paz se escucharan cargas de profundidad y que volara algún que otro reproche con telarañas adosadas. Al fin y al cabo, los viejos fantasmas siempre están ahí, y aunque hayamos invertido tiempo en domesticarlos, entra dentro de lo posible que ante determinados estímulos les vuelva a salir brevemente el instinto. Si de verdad estamos aprendiendo algo y si no vamos de boquilla en nuestro declarado empeño de no repetir los errores, esas recaídas deberían ser fugaces y dejar paso a sentimientos más nobles. Pero veo que no es tan fácil enunciarlo como llevarlo a la práctica. O simplemente es —y esto tiene peor remedio— que hay quien no está por la labor.

Eso es lo que percibo en las reacciones desmesuradamente agrias, algunas ruines sin matices y empapadas de bilis vengativa, que han acompañado al adiós de la plataforma. Nadie pedía sumarse a las loas —quizá también excesivas y un tanto desmemoriadas— que han salido de otros labios. Habría bastado el silencio o, por qué no, unas inocuas palabras de compromiso. No había ninguna necesidad de embarrar el campo descalificando en los términos más gruesos un trabajo que, contemplado con una mínima objetividad, ha resultado imprescindible para llegar a donde quiera que estemos. ¿Por qué nos cuesta tanto reconocer lo obvio?

No niego que fui crítico con los primeros pasos de Gesto. Incluso, que al contemplarlos retrospectivamente, sigo viendo lagunas. Tampoco se me escapan los intentos de instrumentalización por parte de intereses oscuros. Sin embargo, creo que la evolución posterior, la opción valiente de situarse allá donde les podía alcanzar (y de hecho les alcanzaba) el fuego cruzado de tirios y troyanos, compensa con creces lo anterior. Y mucho más, el empujón hacia la calle a tantas y tantas personas que hasta entonces se guardaban dentro lo que sentían. Sin eso, seguiríamos en el viejo tiempo.

Memoria o rencor

Si el rencor se basa en la memoria —aunque sea de agravios reales o supuestos—, no debe parecernos tan extraño que un congreso que lleva la manoseada palabra en su frontispicio haya cosechado sus titulares más floridos gracias a un ponente, Emilio Guevara, que dedicó toda su intervención a verter su rancio resentimiento. Qué linces, los que podaron el programa de presencias potencialmente inconvenientes y franquearon el paso a quien, armado de una fumigadora de odio, llegaba dispuesto a ajustar cuentas con el pasado. Con su pasado, no con el común, que era el que daba razón de ser al simposio de Bilbao. Así se construye la convivencia, sí señor, afilando las viejas rencillas y renovando los dos estabularios de rigor; aquí, los heroicos constitucionalistas y allá los pérfidos abertzolosos. O con o contra. Justamente, lo que tratamos de superar… y, por fortuna, ya hemos superado en buena parte.

Propugna el despechado Guevara una “ley de Claridad a la española” (sic) para “frenar el chantaje nacionalista” (otra vez sic). Su descarga estuvo trufada de decenas de demasías biliosas como esa. Está de más reproducirlas. Aparte de que hacerlo únicamente aumentaría el caudal de afrentas, cabe preguntarse qué valor tienen las opiniones de alguien que hace no muchos calendarios defendía exactamente lo contrario. Si entonces estaba tan equivocado, ¿cómo sabe que no lo está ahora? ¿Cómo sabemos los demás que no volverá a caerse del caballo camino de Damasco y empezará a propalar animosamente el nuevo credo al que se reconvierta?

Como yo mismo no pienso exactamente lo que pensaba hace quince, veinte o veinticinco años (por lo menos, en algunas cuestiones), respeto el derecho a renovar los idearios. Tenemos mil ejemplos de personas que han pasado con naturalidad de alfa a beta. Y otros dos mil, ay, de tipos como Guevara que han cruzado de yin a yan en un par de días. Su credibilidad es cero.

Justicia y paz

Aparco mis no pocas reservas mentales hacia Shlomo Ben Ami para detenerme en la resbaladiza —casi provocativa— frase que el veterano dirigente laborista israelí pronunció el lunes en el congreso jibarizado de Bilbao. La repitió, palabra arriba o abajo y con reflexiones e inflexiones que ayudan a comprenderla mejor, en la entrevista que ayer publicaba Deia: “Con justicia plena no habrá paz duradera”. Escuchada o leída en frío, la idea hace que salten las alarmas de nuestra conciencia macerada en almíbar buenrollista. Toda la vida creyendo —aunque sin un solo ejemplo práctico que lo confirmara a lo largo de la historia— que la justicia y la paz eran siamesas, y ahora viene alguien que sabe lo suyo de conflictos a bajarnos de la nube y a explicarnos que no puede ser sopas y sorber al mismo tiempo.

He sido muy crítico con este simposio cosido a medida para el cada vez más candidato y menos lehendakari López, pero lo daría por plenamente justificado si sirviera para que nos entrara en la cabeza la realidad enunciada por Ben Ami. Como sigamos imaginando con los ojos cerrados un futuro con pétalos de rosa y música de violín, acabaremos embarrancando en una depresión de caballo… si es que no volvemos a las andadas en cuanto cada cual decida imponer por la fuerza su versión de la paz justa o de la justicia pacífica. Ojo con la semántica, que la carga el diablo.

Escribiendo aquí mismo sobre la reconciliación o el idealizado relato compartido, ya he dicho que es imprescindible que vayamos modulando las expectativas. Venimos de la casi nada y aspiramos al absolutamente todo. De estar haciéndonos la vida imposible a darnos piquitos cada vez que nos crucemos por la calle. Eso no va a ser jamás así y más vale que lo interioricemos, del mismo modo que hemos de estar dispuestos a palmar en algo. O más paz o más justicia. A ver cómo hacemos para que no sobre ni falte ninguna de las dos.

Y ahora, un congreso

Con casi siete meses de retraso, aquel tren en el que Patxi López se hizo una foto que lo perseguirá de por vida llega a su destino. Triste y pobre destino, un apeadero de quinta con apariencia de congreso, esa cosa que lo mismo sirve para reunir a acólitos de Amway, expertos en lo que sea a tanto el minuto o estomatólogos legañosos subvencionados por una multinacional farmacéutica. Que tire la primera piedra el que esté libre del pecado de haber organizado (o participado en) uno o varios. Cuando se clausuran, pasa el día y pasa la romería. Se devuelve el pinganillo de la traducción simultánea, se guarda la bolsa y la carpeta serigrafiadas para regalar a un amigo o familiar, los periodistas recogen los focos, las cámaras, las grabadoras y las libretas llenas de garabatos, y ya nadie más se acuerda.

Curiosa paradoja, que ese olvido vaya a caer también sobre este happening que en su enunciado lleva la palabra “Memoria”, seguramente una de las más manoseadas de nuestro limitado vocabulario. No menos llamativo, que el otro apellido sea el igualmente sobado término “Convivencia”. Ya hemos visto, sin siquiera empezar el sarao, qué gran ejemplo de tolerancia y disposición al entendimiento nos han dado los queridos-odiados socios enganchándose en público por la invitación a alguien que el PP (lean ahí Basagoiti) considera un poco demasiado terrorista para su gusto. El episodio, no obstante, nos da la clave sobre lo que se sacará en limpio de todo esto: la enésima escenificación cuidadosamente guionizada del inminente divorcio de los que necesitan llegar con el certificado de soltería a las elecciones.

Lo demás, casi nada con sifón. Los sin duda interesantes testimonios de algunos de los ponentes darán para media docena de titulares resultones y hasta para algún reportaje emotivo… que desgraciadamente despertará una atención limitada porque —he ahí el quid— ahora estamos a otras cosas.

Más sobre reconciliación

Aunque creo que la mayoría de los lectores entendió lo que traté de expresar en mi columna de hace unos días sobre la reconciliación, no faltó quien dedujo que en ella apostaba poco menos que por la perpetuación del conflicto. Nada más lejos. Me gustaría dejarlo muy claro y por eso, como ya empieza a ser costumbre, dedico una segunda entrega al asunto con la esperanza y el propósito de explicarme mejor.

Tal vez se trate sólo de una cuestión de lenguaje. Para mi la palabra “reconciliación” es inabarcable. Implica una generosidad y una disposición de ánimo de tal magnitud por parte de quien está inclinado a llevarla a cabo, que creo sinceramente que queda fuera del alcance la mayoría de simples e imperfectos mortales. Admiro a las personas capaces de reconciliarse, pero si miro a mi alrededor, mi impresión es que son excepcionales en toda la extensión del término.

¿A qué podemos aspirar los que carecemos de esa grandeza de espíritu? Sencillamente, a convivir respetuosamente. Puede saber o sonar a poco, pero si recordamos de dónde venimos o, incluso, dónde estamos ahora mismo, nos parecerá un gran triunfo. Pedir más que eso me parece una hipoteca de decepción a plazo fijo y una ausencia de realismo total. Si con suerte te llega para un menú del día, no puedes empeñarte en comer en el restaurante más exclusivo.

Resulta más práctico y rentable a la larga ir quemando etapas sin prisa pero sin pausa. Tenemos muchos motivos para estar satisfechos de lo que hemos conseguido hasta ahora. Empecemos por apreciarlo y trabajar para asentarlo. Por supuesto que no nos conformamos, y por eso debemos seguir avanzando paso a paso. Primero, la capacidad de convivir y el reconocimiento mutuo. Luego vendrán la ruptura de muchos prejuicios recíprocos y el maravilloso descubrimiento de que aquellos a los que se consideraba enemigos pueden convertirse en amigos. Naturalmente, por decisión personal y voluntaria.