Un tal Wert

El descrédito de la política, que es la forma fina de decir que da asco, no es solo por los que meten la mano en el cajón. Aunque es difícil establecer ránkings de indecencia o escoger entre mierda oscura y mierda clara, gran parte de los choricetes y caceros no resultan mucho más dañinos que algunos de los que (¿todavía?) no han sido pillados en renuncio legalmente punible. Para decirlo con nombres y que se acabe de entender, el probado mangante Jaume Matas no tiene nada que envidiar en materia de inmoralidad y desvergüenza a José Ignacio Wert, fatal ministro y peor persona.

Si lo piensan, cada euro de los muchos miles que ingresa mensualmente el fulano por la gracia rajoyana constituye una malversación de fondos públicos. La diferencia con la practicada por el cacique balear antes mencionado es que esta se realiza con luz y taquígrafos ante las narices de los administrados. Ahí nos jodamos y aguantemos que de nuestro bolsillo se financien los vicios y el ego mastodóntico de un charlatán de feria que, amén de ser una completa nulidad para el puesto que ostenta —y en su caso, detenta—, se pasa la vida salpicando gargajos a aquellos para los que teóricamente trabaja.

Habría que rascar a conciencia en los escalafones de las dictaduras bananeras de cualquier tiempo y lugar para encontrar media docena de tipejos que puedan empatar en desaprensión, chulería y falta de escrúpulos con este narciso de libro. Claro que sus culpas acaban en el punto exacto que delimita su deleznable personalidad. Los que lo tenemos calado desde su época de tertuliano presuntuoso y tobillero sabemos que Wert es así y que, a falta de mejor criterio psiquiátrico, es probable que no pueda hacer nada por evitarlo. A partir de ahí, el dedo acusador debe señalar a quien decidió que alguien que compendia en sí casi todas las bajezas era el individuo adecuado para entregarle una cartera. La de Educación, nada menos.

Filtraciones

Ocho de cada diez mercancías que nos cuelan bajo la etiqueta “periodismo de investigación” son más falsas que los Rolex de quince euros que se pueden apañar en el mercadillo de mi barrio. Mola mucho tirarse el moco con lo de “en informaciones a las que ha tenido acceso este medio” o ir de Sherlock Holmes, pero quien conoce un poco el percal sabe que tras buena parte de las super-mega-maxi exclusivas no hay más que un sobre con unas fotocopias —ahora también se llevan los pendrives— o una llamadita telefónica en confianza. A buenas horas iba a llegar donde llegó el Watergate si no es porque había una garganta profunda con ganas de largar.

Por tanto, menos ponerse estupendos y exquisitos. Filtraciones, las hay, las ha habido y las habrá. Y sí, casi todas son interesadas, que para eso somos humanos llenos de carencias y bajezas. Por el vil metal, en devolución o a la espera de un favor, para hacerle la cusqui a un prójimo o por puro vicio, que hay mucho cotilla. Unas pocas, justo es reconocerlo, pueden incluso atender a un fin no necesariamente innoble, como desvelarle al mundo desde el obligado anonimato que alguien ordenó torturas sistemáticas. O que uno de los que va de campeón mundial de la integridad y la lucha contra el fraude fiscal trató de despistar cien mil euros a Hacienda y se compró un casuplón billete sobre billete, ¿les suena?

Es gracioso que en este último caso, en lugar de preguntarse de dónde saca para tanto como destaca el aludido, las plumas amigas no sólo carguen contra el desconocido mensajero, sino que, además, le pongan nombre, apellido y el logotipo de una hoja de roble. Abundando en lo que escribí el viernes, se ve que hay presuntos y presuntos. Mañana o pasado, cuando les llegue por el conducto habitual el sobre correspondiente —probablemente, un contraataque—, no se andarán con tantos remilgos y mohines. Lo publicarán jurando que es un pedazo de scoop.

Los presuntos

No hay malhechor que, pillado en delito flagrante y estentóreo, no invoque a grito pelado su derecho a la presunción de inocencia. Algunos lo hacen aún cuchillo en mano y con la ropa perdida de sangre. Otros, los que se dedican al mangoneo de cuello blanco con carné de partido adosado, tienen el cuajo montar el cirio correspondiente a la vista pública de toneladas de evidencias de sus sirlas y desfalcos. Suelen añadir como teatral coletilla que son víctimas de conspiraciones y/o persecuciones políticas. Viene en el manual.

Lo jodido para los que nos dedicamos a contar estas andanzas —periodistas, creo que nos siguen llamando— es que estamos técnica y legalmente obligados a subrayar con fosforito la dichosa condición de “presuntos” de tipos que sabemos a ciencia cierta que no lo son. No tengo, Belcebú me libre, alma de juez, pero cada vez me cuesta más cumplir con esa formalidad y hacer el paripé. Hablo, obviamente, de los casos en los que la culpabilidad es clamorosa. Cuando pueden caber dudas, por pequeñas que sean, soy el primero que las remarca, incluso con insistencia y reiteración. Como su propio nombre indica, el objetivo original de la presunción de inocencia es garantizar que no se cometerá una injusticia sobre quien no ha hecho nada. Al convertir la figura en martingala medio legalista, medio buenrollista, lo único que hemos hecho es pervertirla de modo que en la inmensa mayoría de las ocasiones sirve únicamente de cobertura y burladero —en el sentido más literal de la palabra— para choros y forajidos de la peor calaña. Sentados en el carrito del helado donde les acaban de dar el alto, se descojonan del mundo y no queda otra que morderse la lengua. Pues no. Una cosa es ser garantista y extremar la prudencia para no dar lugar a arbitrariedades y otra, chuparse el dedo. En portugués “presunto” significa “jamón”. En castellano, muchas veces es sinónimo de chorizo. O algo peor.

Calma, derrochadores

Un figura, este Cristóbal Montoro, que viene ahora amenazando con las rejas a los manirrotos de la cosa pública. Nos daríamos con un canto en los dientes simplemente con que no se fueran de rositas los que han metido la mano en el cajón. Pero ya les podemos echar un galgo a la mayoría. Hay ochocientos casos de corrupción en el Estado español. De cada cien que pillan en mangada flagrante, sólo llegan ante sus señorías un par de cuitados y hasta eso cuesta Dios y ayuda hacerlo. Un picapleitos enredador o una cantada del instructor, y el tipo que todos sabemos que es un estafador y un ladrón vuelve a su poltrona levantando el mentón. Otro doloroso cantar es que en las siguientes elecciones, el sabio pueblo le cubre de votos y le regala con una mayoría no ya absoluta, sino asfixiante.
Tranquilícense los derrochadores compulsivos de lo ajeno. Este Gobierno español no les va a tocar un pelo. Primero, porque como ha dicho con gracia y tino Patxi López (hay que reconocérselo), una medida así dejaría al PP en el chasis. Y suerte que está prohibido legislar con carácter retroactivo, que si no, veríamos a algún neoministro en Carabanchel. Pero es que, además, no hay forma humana de llevar la vaina al BOE ni al código penal. En caso de agujero, ¿a quién habría que emplumar? ¿Al presidente o presidenta, al titular del departamento donde se ha producido, al pobre diablo que firmó la orden de gasto, al funcionario que la selló, al bedel que la llevó de un despacho a otro?
Nadie va a atar esa mosca por el rabo, y el locuaz ministro lo sabía cuando pegó la largada. Sólo buscaba anotarse un titular para empatar con su encarnizado rival en el gabinete, Luis de Guindos, que le había tomado ventaja en el marcador con otro par de bocachancladas. Mucho ruido y ninguna nuez. Es una pena, porque ya nos habíamos imaginado a algunos que lo merecen con pijama de rayas. ¡Y molaba mucho!

Matas… y los demás

Como ya no ponen ninguna teleserie que me guste, estos días le estoy echando unos cuantos minutos tontos al juicio a Jaume Matas. Ex President balear y exministro de Aznar, ahí es nada, o sea, prácticamente todo, una prueba de cargo casi tan definitoria como las escobillas de baño de trescientos y pico euros que gastaba el gachó en su palacete de marajá provinciano. Este era de los que apenas anteayer nos daba lecciones de ética, señorío y buenos modales en la mesa, junto a otros con idéntico bronceado de solarium y parecidos Rolex en la muñeca. Lo mismo te metían en una guerra por sus bemoles que te cerraban un periódico o escupían con desdén sobre lo que habías votado.
Bastantes de esos individuos que ahora presiden bancos, apoyan el culo en sillas millonarias de pomposos consejos de administración o vuelven a sujetar una cartera de cuero noble tenían boletos y bibliografía presentada para haber acabado como Matas. Pero fueron menos tontos, tuvieron más suerte o las dos cosas a la vez. A alguien le tenía que salir la pajita más corta, y resultó que se la llevó el pardillo que peor supo disimular su paleta avaricia, que además era el maillot amarillo de la chapuza en sus trapicheos. No vale cualquiera para robar a mano desarmada.
De las penas que le van a caer por su torpe codicia, la menos dolorosa será la que le impongan los jueces. Media docena de años en la trena pueden ser hasta un regalo, teniendo en cuenta las fechorías y su pésima factura. Más jodido será sobrellevar el despiadado abandono de sus antiguos compañeros de pádel y canapés de caviar. Qué tiempos, cuando el hoy inquilino de Moncloa, Mariano Rajoy, decía: “Jaume Matas es un amigo. Tiene personalidad, coraje, determinación y valentía”. O cuando profería lo que en este minuto suena a amenaza: “Vamos a intentar hacer en España lo que Jaume y todos vosotros hicisteis en Baleares”. Triste sino, el de los apestados.

Los eurofavores de Pablo Zalba

Otro más. Después de lo de la socialista Eider Gardiazabal, apañadora de eurodietas inmorales pero legales (o viceversa), un sputnik orbitado por el PP en el marcroparlamento de las maravillas ha conseguido su cuarto de hora de fama. Dudosa fama, se diría, aunque tampoco se le ve especialmente afectado al tal Pablo Zalba Bidegain, que con la arrogancia que parece venir de serie en los culiparlantes pillados en renuncio, ha espetado que ha hecho lo que hace todo el mundo. Gran retrato de la institución de la banderita azul.

Hace tres semanas nos enteramos de que sus euroseñorías tenían la costumbre de arramplar viáticos que no les correspondían y ahora nos cuentan que otra de sus especialidades es vender leyes hechas a medida de quien pueda apoquinar el precio, en este caso, un curro remunerado con cien mil euros anuales. Es difícil decidir qué da más grima, si que se saquen un sobresueldo por encima del pastucio que les pagan oficialmente o que lo hagan ciscándose en la buena intención de quienes votaron la lista que contenía sus nombres. En realidad, casi es peor que lo uno y lo otro ocurra no ya con la disculpa, sino con el respaldo inquebrantable de unas siglas que dan lecciones de democracia y dignidad.

Un ego atómico

De nada sirve que esté grabado y que cualquiera con estómago haya escuchado a Zalba jactarse de ser capaz de cambiar cualquier informe que prepare la cámara. No parece siquiera haber causado gran escándalo comprobar que no iba de farol. Lo que le dictó el contacto que luego resultó ser un cebo es palabra por palabra la enmienda que el aprendiz de brujo navarro presentó y sacó adelante. Él mismo se lo hizo notar con petulancia a la periodista que le tendió la celada cuando aún no sabía que había caído en ella como el pardillo soberbio, codicioso y cosas peores que ha demostrado ser. Para nota, su justificación: “Es que la chica era muy guapa”.

Sólo por esa machirulada merecía que no le dejaran acercarse a doscientos kilómetros de ningún escaño. Pero todo apunta a que el bochornoso episodio se va a quedar, como lo de la socialista vasca Gardiazabal, en otra noticia de usar y tirar. Los versionadores oficiales, de hecho, ya la están maquillando para que quede en las hemerotecas como una perversa emboscada de un periódico sensacionalista euroescéptico. El Sunday Times, propiedad de Ruper Murdoch -patrón de Aznar, por cierto-, es, efectivamente, un tabloide amarillo. Debería darnos todavía más vergüenza que no sea la supuesta prensa seria la que se ocupe de estos enjuagues.

Corrupción y debilidad crítica

Se preguntaba el domingo Xabier Lapitz en estas mismas páginas si la prensa exagera la nota con los casos de (presunta) corrupción. Es muy revelador y muy higiénico que un periodista que lleva semanas picando en la misma mina inagotable saque por unas horas la cabeza del agujero y se cuestione -además, en público- si existe alguna posibilidad de que esté cargando las tintas más de la cuenta o de que la actividad que se ha apropiado de la mayor parte de su tiempo le haya hecho perder la perspectiva. La propia disposición al examen de conciencia, que no encontraríamos jamás en el lado de los protagonistas de los marrones investigados, encierra para mi la respuesta a la pregunta de Xabier: la prensa en general no exagera en el tratamiento de los casos de corrupción, y el Grupo Noticias en particular no lo está haciendo con el dossier Urchueguía.

Absorción limitada

¿Por qué, entonces, cuando un medio lleva cuatro o cinco días seguidos informando sobre un determinado asunto, empieza a cundir esa percepción de exceso, de empecinamiento, casi de obsesión? Respondo, no como periodista, sino como lector, oyente y espectador: los consumidores de información tenemos una capacidad limitada de absorción. El buche para digerir novedades da lo que da, y al cuarto o quinto titular sobre lo mismo, nos sentimos abrumados y aburridos, y buscamos un cambio de dieta

Si eso sucede con hechos que están llamados a aparecer en los libros de Historia, es fácil imaginar que corran aun peor suerte lances de la actualidad menuda como las corruptelas de andar por casa. La impunidad de quienes las perpetran se asienta, justamente, en la rapidez con que sus fechorías se convierten en parte del fondo del paisaje informativo. No es ya que el personal conviva con ellas tan ricamente y sin que le provoquen la menor inquietud; es que se queja de que le están dando la murga cuando le vienen con un nuevo cargamento de datos nauseabundos. Luego, ante un encuestador del CIS o en la barra de un bar, nos acordamos de las muelas de la clase política, pasando por alto un pequeño dato: nuestra debilidad crítica nos convierte en cómplices.