¡Vivan los pobres!

Si no fuera porque hablamos de dramas, sería divertido comparar las diferentes cifras sobre pobreza que nos van sirviendo diferentes fuentes. Depende del rato, es un 20 por ciento de la población, un 25, un 30 o lo que se tercie. La última en orden de llegada, aportada por una institución absolutamente encomiable como es Cáritas, lo deja en algo más del 16 por ciento de los censados en los tres territorios de la demarcación autonómica. Redondeando, 130.000 personas, dato —porque para algunos eso es lo único que es, un puñetero dato— que fue acogido con muy mal disimuladas palmas y charangas por los componedores habituales de odas a la desigualdad.

¿Está diciendo, don columnero, que hay quien se alegra de que las cosas les vayan mal a sus congéneres? No exactamente. Creo, incluso, que lo que apunto es todavía peor. En realidad, a todos estos tipos a los que me refiero la pobreza se la trae al pairo, mayormente porque no corren el menor riesgo de sufrirla en sus propias carnes. Y como no es la primera vez que escribo, esa es la tragedia añadida para quienes de verdad han sido arrojados a la cuneta social: ni su penuria les pertenece.

Igual que casi todo lo demás, se la han arrebatado, en este caso, para convertirla en una suerte de género literario, en un Rhinospray para las cañerías de las conciencias de pitiminí, o en lo uno y lo otro a un tiempo. Se diría que la función de los pobres en una sociedad perfectamente ordenada es seguir siéndolo —o serlo un poco más— para garantizar un caudal suficiente de tibia indignación, beneficencia travestida de solidaridad o, en definitiva, jodida hipocresía.

Parte de la verdad

Dadme unos datos y moveré el mundo. Hacia donde me convenga, por descontado. Con los del paro, que conocimos ayer, se puede hacer el aleluya de la recuperación impepinable o una saeta lacrimógena. Es cuestión de elegir en dónde poner el foco. Si se sitúa sobre los números gordos, los que hablan del mayor descenso en quince años, cabe ordenar el repique de campanas y proclamar la inminente vuelta de las vacas gordas. Sin embargo, si echamos mano de la lupa —de poquito aumento, ciertamente— para escudriñar las cifras más esquinadas, las que revelan que los contratos no son ni sombra de lo que fueron o que la cobertura del desempleo está en niveles de hace una década, procede declarar el Def Con Dos social y hacer sonar la trompetas del apocalipsis.

La cuestión, por raro que parezca, es que una y otra lectura —rebajadas, eso sí, de excesos demagógicos y propagandísticos— son perfectamente compatibles y reflejan verdades que se superponen en la realidad que nos toca vivir. Diría, de hecho, que la gran característica de la sociedad actual en nuestro entorno es esta dualidad brutalmente contradictoria: conviven en más o menos el mismo espacio y planos no demasiado alejados la miseria casi absoluta con una holgada prosperidad. Ocurre que cada bandería ideológica pretende mostrar solo el trocito que le interesa a sus fines. Dependiendo de si se gobierna o se aspira a desalojar a quienes lo hacen, se nos vende la bonanza a un cuarto de hora de ser recobrada o se nos pinta un tenebroso paisaje lunar. La paradoja, como señalaba, es que unos y otros mienten y dicen parte de la verdad al mismo tiempo.

Aprovechar la tragedia

Si la muerte en general resulta un caramelo para los discursos políticos y los titulares, la de una niña en particular constituye una tentación irresistible. Que le vayan dando a la prudencia, a la mesura, y por descontando, a la deontología. Así de asqueroso y así de hediondo, pero los que se andan con remilgos no prosperan demasiado ni en mi oficio ni en el escalafón de los partidos. Además, siempre puede uno refugiarse en la decreciente exigencia de la clientela respecto a la verdad.

Una tragedia monda y lironda vende por sí sola, pero a poco que se condimente al gusto de los comensales, el éxito está asegurado. En el caso de la pequeña de Trebiño, los ingredientes parecían estar dispuestos adrede. A la desgracia se sumaba el contexto. O tal vez, viceversa. Los muchos datos que faltaban —y siguen faltando a esta hora—, incluidos los decisivos, eran perfectamente sustituibles por especulaciones a la medida de las obsesiones. Total, nadie los iba a echar en falta. Al contrario, quien tuviera la osadía de apelar a la cautela de la que hablaron en la facultad aquella mañana en que también estábamos jugando al mus en el bar pasaría por connivente, morroi, o en la mejor de las versiones, pinchaglobos. Qué puta manía, dirían, de atenerse a los hechos, cuando es tan fácil y cómodo moldearlos a beneficio de obra.

Me sumo, cómo no hacerlo siendo humano, a los que claman que la muerte de Anne no debería haber ocurrido. Sin embargo, no estoy en condiciones de asegurar que podría haberse evitado y menos, de señalar a ciencia cierta a sus hipotéticos responsables. No hasta conocer todos los detalles.

Periodismo de datos

En la acera opuesta del sensacionalismo de casquería sobre el que les lloré mis penas ayer está el periodismo de datos. Es tan viejo como la imprenta o más, aunque cada equis aparece un vivillo que le pega un lavado de cara y bajos y lo presenta tal que si lo acabasen de parir. El domingo pasado, sin ir más lejos, el canal con el que el Grupo Planeta juega al pressing-catch consigo mismo estrenó un programa que jura traernos en presunta primicia la novedad que ya les digo que no lo es. Se hace llamar El Objetivo, lo que viene a ser como si yo bautizara esta columna El rincón del macizo de ojos azules, y sin necesidad de abuela y cual si no conociera la programación de su cadena, dice tener la misión de purificar nuestras meninges podridas a base de chutarnos en vena tanta tertulia dicharachera. No es mala la intención, desde luego, pero me mosquea en varias acepciones del verbo que el purgante con el que se pretende acometer la limpieza neuronal esté compuesto a base de datos.

Les extrañará que lo enuncie así, porque a primera vista se diría que no hay nada más aséptico, neutro y fuera de sospecha que un dato. Tararí. Aparte de que casi nunca llegamos a saber cómo han sido cosechados y cuando nos llegan a la mesa han pasado ni se sabe por cuántas y cuáles manos, pocas herramientas de mentir son tan efectivas como un puñado de cifras aparentemente inocentes. Basta ordenarlas así o asao y apartar a un lado unas y poner doble subrayado a otras para obtener conclusiones diferentes. O para inducirlas, que tiene más mérito. Muy pero que muy diferentes, como cualquiera con diente levemente retorcido puede observar una noche electoral o, ¡ay!, cuando salen las mediciones de audiencias de los medios.

Con los mismos datos convenientemente destilados es posible demostrar, y de hecho se hace, una cosa y la contraria. Ténganlo en cuenta. Lo único cierto es que todo es según. Y tal vez, ni eso.