Hasta diez minutos antes de declararse en bancarrota y tener que ser intervenida por los primos de Zumosol de Bruselas, Irlanda era el copón de la baraja. Sus orgullosas autoridades marcaban paquete de modelo económico a imitar, mientras la legión de profetas financieros que no ven tres en un burro llenaban las páginas salmón de loas sacarosas al milagro irlandés. Los cuatro o cinco que sabían la verdad sobre la tramoya que sostenía el cuento de hadas rezaban a San Patricio para que nadie descubriera que el presunto portento era puñetero aire. De nada sirvió. La trola cayó por su propio peso y se impuso la realidad de una ruina que, de haber actuado antes, no habría resultado tan feroz.
Tanto que a los vascos nos gusta mirarnos para otras cosas en el espejo de por allá arriba, deberíamos tomar nota también de adónde puede conducir la autocomplacencia. Pero me temo que no hay modo. Desde que empezaron a adelgazar las vacas —va para cuatro años—, en este trocito del mundo nos agarramos como lapas al clavo ardiendo de la comparación. “Aquí no estamos tan mal”, empezamos a repetir como hacen los harekrisnas con sus mantras. Y en esas seguimos. Lo silabean Barcina, López, sus respectivos consejeros de Economía, los portavoces de todos los partidos y las patronales, pero también los sindicatos y, resumiendo, cada hijo de vecino de la CAV o Nafarroa. Que tire la primera piedra quien no se haya consolado con la vaina de que somos los tuertos del reino borbónico de los ciegos.
Mientras nos regodeamos pensando que la mierda sólo nos llega a los hombros y no al cuello como a los de un poquito más abajo en el mapa, batimos récords de paro y de déficit público y el PIB se nos derrenga a todo trapo. Pero en nuestra ceguera voluntaria, eso es una anécdota, porque nos ha tocado una recesión que es un poco menos recesión que la de alrededor, dónde va a parar. Aquí, ya se sabe, no estamos tan mal.