Contextualizar, justificar

Un centenar larguísimo de niños masacrados en nombre de Alá en una acción diseñada, como se jacta el canalla que la reivindica, específicamente para causar el mayor dolor posible. A miles de kilómetros, ¿qué menos que unas palabras que expresen el rechazo visceral y sin matices de la matanza? Sí, aunque sea para absolutamente nada, para exorcizar la incredulidad y la efímera mala conciencia porque en el fondo sabemos que pasado mañana ya no nos acordaremos. O simplemente como muestra de que seguimos siendo humanos y, como tales, nos estremecemos ante la idea —¡no digamos ante las imágenes!— de una hilera de criaturas cosidas a balazos.

Parecería poca cosa, ¿verdad? Pues hay una inmensa legión de contextualizadores compulsivos a los que se les hace un mundo tirar por lo más primario, que es la reprobación moral a pelo y sin más adornos. Antes tienen que colocarnos la consabida teórica estomagante que, después de culebrear por los manidos potitos demagógicos de todo a cien, suele concluir con la martingala de que hay otros todavía más malos que los autores materiales de las brutales carnicerías. Aunque quizá acaben reconociendo a regañadientes que disparar a bocajarro contra niños no está del todo bien, no lo harán sin dejar claro que, allá en el fondo, la escabechina obedece a unas causas: que si la pobreza, que si la hipocresía de la comunidad internacional, que si las torturas de Guantánamo y Abu Ghraib… Francamente, resultando nauseabundo, sería intelectualmente más honesto que dejaran de aburrir con sus slaloms dialécticos y celebraran abiertamente el éxito de los golpes al imperialismo.

Torturas de allá y de acá

Festival de vestiduras rasgadas y manos a la cabeza. Con el tono del gendarme Renault en Casablanca, los escandalizables a tiempo parcial se hacen lenguas sobre el informe del Senado de Estados Unidos que acusa a la CIA de haber practicado “brutales e inefectivas” torturas. Si la cuestión no fuera para llorar tres océanos, sería hasta divertido contemplar las teatrales soflamas de esta panda de fariseos del nueve largo. Cómo se adornan los muy joíos con el respeto a los Derechos Humanos, la existencia de límites que ningún poder público debe rebasar y la imperiosa exigencia de que caiga sobre los autores todo-el-peso-de-la-ley.

Ningún problema en ganar el concurso de denuncias cuando el asunto que se dilucida está a 7.000 kilómetros. Ahora, si el catálogo de horrores indecibles lo aplican en la comisaría de la vuelta la esquina, la cosa cambia, y de qué manera. Entonces los discursos se engolfan en la negativa —¡esas cosas no pasan aquí, por favor!—, en la teoría pusilánime de la excepción excepcionalmente excepcional, o en el más vergonzoso y clamoroso de los silencios.

Y no es difícil remitirse a las pruebas. Hace apenas tres meses, la asociación Argituz y otras siete organizaciones sin color político presentaron en Madrid un rigurosísimo informe sobre malos tratos infligidos en dependencias policiales españolas. Aplicando el Protocolo de Estambul, método científico internacionalmente aceptado, el trabajo documenta 45 casos de torturas, algunas de ellas idénticas a las de la CIA. De aquello nos hicimos eco la media docena de medios de siempre, mientras los que ahora cacarean silbaban a la vía.

El caso Errejón

Al lado de las chorizadas que vemos cada día, el contrato-flete que le agenció a Iñigo Errejón un amiguete y conmilitón podemista de la Universidad de Málaga parece pecata minuta, más chanchullo que corrupción reglamentaria. Es obvio que apañarse un bisnes de mil ochocientos pavos para ir tirando hasta que se tome el palacio de invierno no tiene la misma gravedad que embolsarse chopecientas veces esa cantidad al tiempo que se está hundiendo un banco al que luego habrá que rescatar con una millonada pública. Quiero decir que me parece exagerado pedir que por ese trapicheo se pase por la quilla al tercero de abordo de Iglesias Turrión. Personalmente, me habría bastado con un reconocimiento público de que la cosa estuvo un poco fea, la devolución de la pasta y un propósito de enmienda pronunciado en ese tono tan convincente que el gachó gasta en las tertulias de teleprogre uno y dos.

Lo que no me vale es que ante la indiscutible pillada con el carrito del helado, el tipo se atrinchere tras la colección de disculpas de tres al cuarto que farfullan los que él llama casta cuando los agarran en flagrante renuncio. Me subleva especialmente el “todo es legal”, que es exactamente lo que dijeron, uno detrás de otro, los que cobraron dietas dobles y triples de Caja Navarra o los de las tarjetas milagrosas de Bankia. E igual con lo de “el trabajo está hecho”, que es en lo que se emperran los que reciben un pastizal de la administración por un informe de media docena de folios sobre cualquier chorrada. Claro que lo peor es el victimismo ramplón del “nos atacan porque vamos ganando”. Y la cosa es que cuela.

¿Todos a la cárcel?

Desde el pasado lunes, Carlos Fabra es interno de la prisión de Aranjuez. No tengo empacho en reconocer que celebré la entrada al trullo del hasta anteayer todopoderoso baranda del PP y la Diputación de Castellón. El sentimiento fue prácticamente idéntico al que experimenté cuando adquirieron la condición de presidiarios trapisondistas de tronío como Luis Bárcenas, Jaume Matas, Gerardo Díaz-Ferrán, Francisco Granados y el resto de los nada santos mártires púnicos que cayeron con él, e incluso, qué carajo, Isabel Pantoja. Y, por supuesto, reservo una imaginaria botella de txakoli para descorchar si llego a ver entre rejas a Iñaki Urdangarín, y no digamos ya —aunque no caerá esa breva— a su señora, la hija de Juan Carlos One y hermana de Felipín Six.

Estaría por apostar que 99 de cada 100 lectores —si llego a tener tantos— suscribirían las líneas anteriores y que más de cuatro me superarán en el tamaño y la intensidad de los festejos. Mi incómoda pregunta es si aplican idéntica doctrina siempre. Me temo que no. Como en tantas cuestiones, en materia penitenciaria se lleva el grouchomarxismo. Es decir, que los principios son susceptibles de cambio inmediato según sople el viento o, más exactamente, en función de qué recluso hablemos. Cuando se trata de los citados en estas líneas o de otros de similar pelaje, no hay el menor problema en pedir mano dura y tentetieso. Lo curioso —o quizá no— es que buena parte de los que sostienen ese discurso del talión sean los mismos que van aleccionando al personal sobre la inutilidad de la cárcel si no está orientada a la reinserción efectiva. ¿Y la coherencia?

El chollo de Valderas

Aireó una de las terminales requetediestras de más rancio abolengo que Diego Valderas, vicepresidente de la Junta de Andalucía y líder de Izquierda Unida en la Bética y la Penibética, aprovechó el desahucio de un vecino para comprar a precio de ganga un piso al que le tenía echado el ojo. ¿Infundio para malmeter o pillada con el carrito del helado? Ambas posibilidades resultan altamente verosímiles y cuentan con precedentes a punta de pala. La burda patraña con intención de destruir y la doble moral mantienen una peculiar relación simbiótica que provoca que cuando se nos presentan como opciones contrapuestas, renunciemos a buscar la verdad y elijamos en función de las afinidades ideológicas.

Este mismo caso es de libro en ese sentido. Los de babor tienen clarísimo que se trata de una trola a mala leche, mientras que los de estribor están convencidos de que lo publicado va a misa. Ni unos ni otros están dispuestos a contemplar una alternativa distinta. Peor que eso: si se probara documentalmente que están en un error, no se bajarían del burro, y menos, públicamente. Una vez escogida cabalgadura, no hay marcha atrás. La cacharrería justificatoria está para eso y, como bien sabemos por aquí arriba, se puede llevar a extremos delirantes.

Confieso que en este asunto de Valderas y el supuesto chollo a costa de un tipo al que echaron de su casa, al primer bote me situé en la presunción de culpabilidad. No porque dé crédito al ABC, sino por lo que tardaba el desmentido y por cómo se vestían de lagarterana o desaparecían del mapa ilustres conmilitones del protagonista del titular incómodo. Lo curioso es que ahora que he reculado hasta la duda prudente, casi me da igual si el dirigente andaluz de IU actuó como un buitre. Me parece más relevante —y triste— haber comprobado que una buena parte de los que dan lecciones de ética al contado son capaces de pasar por alto un comportamiento así.