Las huelgas generales en mi país son previsibles de cabo a rabo, y la de ayer no ha resultado excepcional. Aseguran los convocantes que fue un éxito apoteósico. Al otro lado, gobierno, patronal y esta vez también las muchas organizaciones incluso de izquierdas que no se han sumado pregonan que ha sido un fiasco del quince. La cuestión es que es inútil tratar de explicarles a estos y a aquellos que ni tanto ni tan calvo. Como en tantas cosas por estos y otros lares, el asunto va de construirse la realidad al gusto y/o de acuerdo a los intereses.
Empezando por mi, no tengo empacho en confesar que probablemente mi sensación de que la movilización se quedó en gatillazo tiene que ver con mis juicios previos, o sea, con mis prejuicios, siguiendo la etimología de la palabra. Por lo demás, la cosa creo que fue literalmente por barrios. En mi pueblo, Santurtzi, sin ir más lejos, Kabiezes y el centro lucieron prácticamente como cualquier otro día, mientras que en Mamariga predominaban las persianas bajadas. Puro retrato sociológico, supongo.
En cuanto al temor que anoté aquí el otro día sobre el derecho a parar y el derecho a no parar, me temo que hay pocas dudas. No entenderé jamás que si estás convencido de que tu causa es justa, tengas que coaccionar a los demás para que se sumen en lugar de esperar que se apunten voluntariamente. Paradojas, digo yo, como lo es también la encendida proclama a favor de la huelga no ya del tipo de bolsillo desahogado que les conté en la columna anterior, sino de un millonario con todas las de la ley que aprovechó para colarnos como heroico seguimiento del planto el día de descanso de su club.