Es curioso cómo cambian los sermones. Antes de la primera vuelta de las presidenciales francesas, la obsesiva martingala era que había que evitar a toda costa una victoria de Marine Le Pen. A la vuelta de cada esquina había un profeta anunciando con los ojos fuera de las órbitas las mil y una plagas que sobrevendrían a la llegada al Elíseo de la candidata del Frente Nacional. En cuanto las urnas dejaron a la doña con unos números que, sin ser ni mucho menos malos, parecen alejarla de su objetivo, el pánico impostado se desvaneció para dejar paso a los campeones intergalácticos de la superioridad moral.
La nueva letanía es, como ya anotamos aquí entre la risa floja y el llanto inconsolable, que da lo mismo votar a la extrema derecha desorejada que a un tipo al que en tres asaltos se le ha hecho el traje de neoliberal de caricatura. No crean que no me da rabia conceder la razón a mi nada estimado Fernando Savater: qué diferencia entre lo que se quiere y lo que se quiere querer. O, más sencillamente, entre lo que se proclama con la bocaza y lo que secreta y vergonzosamente se desea.
Estamos en un cuanto peor mejor de libro. Más patético, si piensan que no les hablo de ciudadanos franceses con derecho a sufragio (que al fin y al cabo se juegan su futuro y sus cuartos), sino de cómodos pontificadores que desde el sur del Bidasoa arreglan las vidas ajenas en un par de tuits o sentencias jacarandosas. Siguiendo su propio modus operandi, resulta tentador fantasear con el que sería enésimo patinazo de las encuestas. Bien es verdad que si se diera el caso, correrían a berrear que ya lo habían advertido.