Supongo que el origen de la indignidad que vengo a contarles está en lo melindrosos que nos ponemos con las palabras para no llamar a las cosas por su nombre. Esa prevención que daría para un tratado de psiquiatría hizo que hace unos años en una ley aprobada en el Parlamento vasco se denominase “Víctimas de vulneración de derechos humanos en contexto de violencia de motivación política” a quienes en lenguje simple y directo debería haberse nombrado como “Víctimas de abusos policiales y parapoliciales”. Porque se trataba de eso. Una vez que había legislación abundante y clara que reconocía a las víctimas de ETA y otras organizaciones terroristas, hacía falta que se reconociera oficialmente a las miles de personas que habían sufrido la violencia de uniformados o de grupos que actuaban al amparo de estructuras del Estado.
Emboscados en esa ambigüedad semántica y en algún otro agujero del texto legal, 510 miembros de diferentes cuerpos y fuerzas de seguridad han tenido el rostro de solicitar ser reconocidos como víctimas del confuso epígrafe. O, dicho más llanamente, como víctimas de las tropelías cometidas por sus propios compañeros o quizá por ellos mismos. Por fortuna, la comisión encargada de la evaluación y valoración de las peticiones está formada por personas que, además de no haber nacido ayer, tienen acreditados quintales de experiencia y prestigio. Así que no ha colado. Los desparpajudos peticionarios están empezando a recibir la resolución denegatoria correspondiente. Irá redactada, imagino, en la fría terminología burocrática, que no incluirá la mención a su carácter miserable.