Por enésima vez aparece el espíritu del gendarme de Casablanca: “¡Qué escándalo, aquí se juega!”. O lo que aplicado al caso viene a ser: “¡Qué escándalo, no se vacuna lo que nos habían prometido!”. Si no hubiera por medio una enorme tragedia, sería para despiporrarse de la risa. Hasta el que reparte las cocacolas sabe que, en caso de que el ritmo equivaliera a un pinchazo por dosis recibida, los mismos protestones estarían poniendo el grito en el cielo por la injustificable explotación semiesclavista del personal sanitario empleado en la inoculación. Los monopolistas de la ley del embudo siempre ganan. Toda situación y la contraria es susceptible de ser utilizada a su favor. Dense por jodidas las autoridades sanitarias. No acertarán ni vacunando más ni vacunando menos.
Ocurre que esto era previsible como los telefilmes dominicales de sobremesa. Cuando hace dos semanas se disparató la loca carrera de la vacunación, cualquiera que no padeciera la tendencia a engañarse en el solitario tenía claras algunas cosas obvias. Primero, que por muy preparada que estuviera la red pública, el curro recaería en unas espaldas ya sobrecargadas. Segundo, que ni con todo el oro del mundo se encuentra hoy más personal. Y tercero, que esta práctica no se aprende de un rato para otro. ¿Qué tal un poco de realismo?