Aprovechar la tragedia

Si la muerte en general resulta un caramelo para los discursos políticos y los titulares, la de una niña en particular constituye una tentación irresistible. Que le vayan dando a la prudencia, a la mesura, y por descontando, a la deontología. Así de asqueroso y así de hediondo, pero los que se andan con remilgos no prosperan demasiado ni en mi oficio ni en el escalafón de los partidos. Además, siempre puede uno refugiarse en la decreciente exigencia de la clientela respecto a la verdad.

Una tragedia monda y lironda vende por sí sola, pero a poco que se condimente al gusto de los comensales, el éxito está asegurado. En el caso de la pequeña de Trebiño, los ingredientes parecían estar dispuestos adrede. A la desgracia se sumaba el contexto. O tal vez, viceversa. Los muchos datos que faltaban —y siguen faltando a esta hora—, incluidos los decisivos, eran perfectamente sustituibles por especulaciones a la medida de las obsesiones. Total, nadie los iba a echar en falta. Al contrario, quien tuviera la osadía de apelar a la cautela de la que hablaron en la facultad aquella mañana en que también estábamos jugando al mus en el bar pasaría por connivente, morroi, o en la mejor de las versiones, pinchaglobos. Qué puta manía, dirían, de atenerse a los hechos, cuando es tan fácil y cómodo moldearlos a beneficio de obra.

Me sumo, cómo no hacerlo siendo humano, a los que claman que la muerte de Anne no debería haber ocurrido. Sin embargo, no estoy en condiciones de asegurar que podría haberse evitado y menos, de señalar a ciencia cierta a sus hipotéticos responsables. No hasta conocer todos los detalles.

Un golpe (muy) bajo

Vueltas y más vueltas a la muerte de Germán Coppini. Me está costando digerirla y no sabría decirles por qué. O tal vez sabría, pero quizá entrando en territorios peligrosamente íntimos, mucho más allá de lo que marcan los estándares de una sana relación columnista-lectores. Bastante tienen ustedes, pobriñas y pobriños, con mis desvaríos extramuros, como para soportarme también cuando la cojo llorona y tengo un teclado a mano. Dejémoslo en la melancolía tontuela propia de las fechas, agravada en esta ocasión por la coincidencia de la ciglogénesis explosiva meteorológica y la sentimental, que me ha hecho reparar por encima de lo razonable en la desaparición de alguien a quien en los últimos tiempos no presté gran atención. Apenas tenía una idea difusa y confusa de sus andanzas musicales recientes y ni siquiera me era familiar el aspecto que lucía en las fotos que se han publicado. Poco o nada que ver con el tupé levadizo, el guardapolvos de amplias hombreras y solapas desproporcionadas, los vaqueros de huevo prieto o los zapatones de un chillón azul eléctrico que yo guardaba en la memoria.

Años 80, claro, esa época que entonces nos decían que, por vacua e insustancial, nadie recordaría en el futuro y que hoy alimenta una lucrativa industria de la nostalgia. Hasta los planes de pensiones de un banco reflotado con toneladas de pasta pública usan como cebo iconos infantiles de esos días. Qué forma más indelicada de decirnos que aquellos niños, adolescentes y jóvenes de bolsillo tieso somos ahora el nicho (mierda para la polisemia) de mayor capacidad adquisitiva y que nos tienen que exprimir antes de que la jubilación nos mengüe la cartera… O antes de que, como a Germán, un arrechucho se nos lleve prematuramente al otro barrio.

¿Ven? Ahí era adonde me daba miedo llegar, a la sospecha nerudiana de que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos… por mucho que intentemos disimularlo.

La muerte de Manolo

No es cierto que siempre se vayan los mejores. Los cabrones con pintas también palman y, por pura estadística —son más—, con mayor frecuencia. Sin embargo, a los que no tragamos que la muerte nos hace buenos, sus óbitos, tránsitos o trances nos dicen más bien poco tirando a nada. Si la noticia te agarra filosófico, te da por reflexionar un segundo sobre, Kundera me perdone, la insoportable levedad del ser; tanto esfuerzo por aumentar el caudal de la hijoputez para acabar, como todos, siendo menú de gusanos o un puñado de ceniza. Literalmente, tanta gloria lleven como paz dejen o, en términos más prosaicos, uno menos.

Es curioso que estos difuntos que me son casi indiferentes hayan sido los primeros en venirme a las teclas, cuando lo que yo pretendía —y de hecho, pretendo— es dedicar estas líneas a la memoria de Manolo Preciado, que era justo lo contrario de lo que acabo de describir. Será, supongo, porque aún no he sido capaz de poner en orden el tropel de sentimientos que me ha provocado desayunarme con la noticia de su fallecimiento. ¿Cómo es posible que la desaparición de alguien con quien no tenías el menor contacto te alcance de lleno en la boca del alma? No tengo respuesta y creo que no quiero tenerla.

De vez en cuando hay que mandar a la razón a darse un garbeo con su escuadra, su cartabón y su tiralíneas. Además, aquí no hay mucho que explicar ni sobre lo que levantar grandes teorías. Es el terreno de los poros de la piel y de las entrañas. Simplemente, acusas el golpe o no lo acusas. Y yo estoy en el primer caso, dejándome invadir sin intención de oponer resistencia por pensamientos que un día cualquiera mantendría a raya. Pero hoy no, porque ha muerto un antihéroe, una persona buena en el sentido machadiano, alguien que calló mucho más de lo que dijo, que llevó por dentro un sufrimiento intolerable y, sobre todo, que no dejó nunca de ser un tipo normal. No quedan muchos.

Lo humano y lo político

Después de diez días sin publicar, le debo esta columna de vuelta a Iñigo Cabacas Liceranzu. Creía, de hecho, que ya la había escrito doce o quince veces en mi cabeza, pero ahora, al sentarme frente al teclado, compruebo que todas las certezas que iba apuntando mentalmente se han ido diluyendo, quedando viejas o perdiendo sentido incluso para mí, que una vez las di por buenas. Me queda tan solo una de las primeras ideas que me asaltó al conocer la noticia y fue haciéndose fuerte según sorteaba la torrentera de declaraciones y contradeclaraciones: hemos perdido la capacidad de hacer una lectura pura y simplemente humana de la muerte.

La de Iñigo, perdón por la insultante obviedad, ha sido la de una persona. Luego entran las circunstancias, que la hacen más dolorosa y difícil de digerir, si cabe. No hay mucho que añadir sobre ellas. Más allá de las versiones oficiales y oficiosas, estoy seguro de que todos nos hemos trasladado imaginariamente a ese callejón donde la fiesta se convirtió en la tragedia que nunca deja de rondarla. Tengo la impresión de que no nos damos cuenta de que lo extraordinario, lo casi milagroso, es que no ocurra con más frecuencia.

¿No somos capaces de reflexionar abierta y sinceramente sobre esta realidad y cómo cambiarla sin vencer la tentación de arrimar el ascua a nuestra sardina política? Tal parece, a juzgar por lo que hemos tenido que ver y escuchar durante esta semana larga. ¿Alguien esperaba en serio que Ares dimitiera? Y en el remotísimo caso de que lo hubiera hecho, ¿era ese el justiprecio por una vida? Está claro que no, como también lo está que para el consejero no era eso, lo más primario, lo que estaba sobre el tapete teñido de sangre. Como ha demostrado con sus despejes a córner, sus medias verdades y sus contraataques de manual de comunicación, este ha sido sólo otro asunto incómodo más de tantos con los que su cargo le hace lidiar.

Dependientes

Me han dicho que mi columna de ayer era muy dura. Hay incluso quien no pudo terminar de leerla. Aunque no escribo con la intención de remover estómagos —ni siquiera conciencias—, debo decir que me alegro de haber provocado esa incomodidad que, por lo demás, fue seguramente pasajera. Ahí está el problema: hemos desarrollado anticuerpos para borrar de nuestra mente lo que no nos gusta. En cuanto los radares detectan cualquier trozo de la realidad que nos puede hacer daño, activamos las defensas. Pero al cambiar de página, de acera o de canal, además de no solucionar nada, nos convertimos en colaboradores necesarios de una injusticia.

Es lo que ocurre no sólo con el Alzheimer, del que hablaba en el áspero segundo párrafo de hace 24 horas, sino con todas las cabronas enfermedades que se ceban con quienes están en tiempo de descuento. ¿La tercera edad? No, ese es un eufemismo sacaroso que sólo incluye a los que, respetados por la biología y medianamente por la cartera, están en disposición física de ser pastoreados a Benidorm o los destinos más exóticos que últimamente oferta el catálogo de Adineko o el Imserso. Me refiero a los que son pura y crudamente viejos o viejas, como tal vez nosotros mismos el día menos pensado, y ya no pueden hacer prácticamente nada por sus propios medios. En nuestra manía de buscar etiquetas que no arañen, los llamamos “dependientes”.

Una vez bautizados así, apenas son un epígrafe, generalmente con presupuesto simbólico o nulo, en el papel mojado de las políticas sociales. A los responsables de administrar esos escuálidos dineros públicos no les dan ninguna guerra. No andan por ahí navaja en mano, ni están ya para cortar el tráfico u ocupar una residencia con una patada en la puerta. Para colmo —esto sí que me pudre— no resultan una causa nada fotogénica, nada chachi, nada guay, para los solidarios de pitiminí. Sólo les queda aguardar la muerte. Y no llega.

Morir en Afganistán

Nunca dejará de sorprenderme que los pintureros relatores de hazañas bélicas y glosadores de la grandeza militar reciban la noticia de una o varias muertes de los suyos en cualquier avispero como si se tratara del aterrizaje de una nave procedente de Júpiter. No sólo se asombran como si les pareciera algo inconcebible, sino que acto seguido se entregan a una llantina y a un desgarrado de vestiduras muy poco marcial. Cualquiera diría que pensaran que las partidas de tropas que se mandan aquí o allá en virtud de los equilibrios geoestratégicos van a un resort de vacaciones a participar en una competición internacional de Monopoly.

Va siendo hora de que alguien les explique que las llamadas Fuerzas Armadas son algo más que esas coreografías que montan a paso de la oca en plazas y avenidas o que esos teatrillos bautizados “maniobras”. Muy plástico y muy efectista, sí, conquistar el Gorbea y plantar una rojigualda en su cruz, sin otro peligro que pisar una boñiga. Es más jorobado largarse una proeza del pelo en una aldea montañosa de Afganistán, donde el enemigo -qué putada, mi brigada-, además de no ser imaginario, gasta muy malas pulgas.

Es lo que tiene la guerra, mecachis, que por puro cálculo de probabilidades, hay muchos boletos para morir o perder unos trozos de la anatomía en ella. Si un currela que se trepa a un andamio tiene asumido que cada vez que lo hace se está jugando un pierde-paga contra la estadística, alguien que se dedica vocacional y/o profesionalmente a la milicia debería ser consciente de los riesgos de su gremio.

¿Tan extraño resulta que los novios de la muerte acaben casándose con ella? Por lo visto en las primeras de muchos periódicos y en las piezas machaconas que nos han puesto en los telediarios, tiene toda la pinta de que así es. Y no parece que la reiteración en el mismo hecho sirva para aprender la lección ni mucho menos para evitar que se repita.