Dos años

Dos años del comunicado en que ETA dijo lo que estuvimos esperando durante calendas y calendas. O poco más o menos. ¿Qué columnero se resiste a marcarse unas líneas sobre una efeméride así? Y el año que viene, y el siguiente, y el otro, y todos los veinte de octubre que nos queden, repetimos. ¿Como pasarle la ITV al nuevo tiempo? Por un estilo. Con la ventaja, en cualquier caso, de que salga como salga la revisión, seguiremos circulando. No se conoce modo de inmovilizar el futuro, y mira que los hay empeñados en hacerlo.

Debo empezar confesando que, en realidad, el aniversario no me dice nada. Yo creía que sí, que tras cada vuelta completa de la tierra alrededor del sol, me rebrotarían no sé cuántos sentimientos al modo en que dicen que se licua la sangre de San Genaro. Sin embargo, no percibo gran diferencia entre la pereza de este rato y la de hace tres, siete, nueve o quince meses. Sí, eso es lo que he escrito: pereza. Abismal, estratosférica, infinita, rayando la náusea y no pocas veces, acompañada de un cabreo que solo contengo porque entreno concienzudamente. Anden, libérense, proclamen sin pudor que a muchos de ustedes les ocurre lo mismo. Que también están hasta la coronilla de tanto volver la burra al trigo, de venga y dale a girar la noria, ahora en el sentido del reloj, ahora en el otro. Que igual que a servidor, se les abre la boca en un bostezo como el túnel de Malmasín cuando asisten a la sokatira eterna. Y al intercambio de insultos rancios o exigencias que se saben imposibles de cumplir, a la ceguera recíproca para aceptar el daño causado y, peor que eso, al empecinamiento en la justificación de las barbaridades de cada lado. (Anótese que el sintagma “cada lado” incluye a más de dos, a ver si también somos capaces de ir superando el pensamiento binario, que esa es otra).

Dos años. ¿Ya o todavía? Necesitaría que pasase otro para decidirlo. Pues vaya corriendo el reloj.

GAL, 30 años

¿Revisión crítica del pasado? Venga, va. A ver quién es el primero que da un paso al frente para confesar que tales días como estos de hace treinta años conoció por un chauchau del enterado de turno de la agrupación local que a Lasa y Zabala les estaban apretando las clavijas en el palacio de La Cumbre de Donostia. O que también supo por otro susurro que la cosa se les había ido de las manos a los carniceros y que el todopoderoso Rodríguez Galindo, con el visto bueno de muy arriba, había dado la orden de echar unos sacos de cal viva sobre el asunto. Y que ni una ni otra noticia le provocó la menor inquietud. Dos menos, ojo por ojo. Querían guerra, pues la van a tener. ¿Sucia? Bueno, la suya tampoco es que sea muy limpia.

Valdría la misma secuencia, unos meses después, para el secuestro de Segundo Marey, la primera acción reivindicada y sellada con el anagrama de la serpiente con la cabeza cortada por el hacha. Ni siquiera la certeza desde primera hora de que se estaba reteniendo a un pobre desgraciado sin ninguna relación con ETA hizo que nadie mostrara la menor incomodidad. Al contrario, alguien con corazón de hierro decretó que de tanto en tanto no estaría mal que cayera alguna víctima colateral, porque eso haría que la población de Iparralde presionara al gobierno francés para acabar con el supuesto santuario. La chapucería de los pistoleros a sueldazo del fondo de reptiles se convertía en estrategia. Los que estaban en el secreto, que eran decenas, si no cientos, callaron… o directamente justificaron.

27 cadáveres y 40 heridos en cuatro años, ahí queda la marca de los GAL. Como un mal menor, como algo que no hubo más remedio que hacer, como una anécdota en comparación con los números de enfrente. Tres decenios después, y con no pocos testigos y protagonistas todavía en primera línea política u otros que se han trepado hasta ella, también como un asunto que no se debe remover.

Moncloa ríe

Algo sí ha conseguido el ministro Fernández. Bastante, en realidad, y uno se pregunta si estaba en su plan inicial o si ha sido chamba. Tanto da. El caso es que su redada a la (no tan) vieja usanza contra Herrira le ha venido con propina. Además de contentar a la claque del ultramonte jugando a ser Chuck Norris y pasándose el derecho por la ingle, ha logrado que la bilis dialéctica vuelva al punto de ebullición. Han regresado a escena las palabras afiladas, las diatribas incendiarias, las demasías acusatorias, los verbos y descalificativos arrojadizos. Y con todo eso, no lo negaré, actitudes policiales inaceptables. La consecuencia inmediata y descorazonadora: una piedra de toque que podía servir para demostrar que hay cuestiones a las que se hace frente más allá de las siglas y las banderías —y esta es una de manual— acaba haciendo que salte el cerrojo de la caja de truenos. ¿Cómo articular la “respuesta como pueblo” que se reclamaba en la primera hora de los registros y las detenciones, si acto seguido, el mismo portavoz que hacía el llamamiento sitúa fuera del tal pueblo a decenas de miles de personas? En las zahúrdas de Moncloa las risas resuenan. Divide y vencerás.

Ante una situación como la que describo caben, por lo menos, dos actitudes. La de carril, la facilona, la pavloviana, consiste en elegir trinchera y dejarse arrastrar por las inercias, las rencillas y las cuentas eternamente pendientes para convertir en enemigo a quien podría hacer compañía tras la misma pancarta. Tenemos gran experiencia en ello. Solo es cuestión de tirar de repertorio: hijoputa, pues anda que tú. La otra opción, muy pocas veces puesta en práctica (pero casi siempre con éxito), requiere hacer trabajar a la materia gris y, desde luego, refrigerar la mala sangre hasta ser capaces de responder a esta sencilla pregunta: ¿Es más lo que nos une o lo que nos separa? Según cuál sea la conclusión, así nos irá.

Operación nostalgia

Es difícil escoger entre la pereza infinita y la rabia de la misma talla. Por una parte está la asfixiante sensación de haber sido tragados por un socavón del suelo ético para amanecer una mañana de hace diez, doce, quince años, cuando desayunábamos a diario operaciones policiales de aluvión y el cocidito madrileño repicaba en la buhardilla a todo gas y a pleno pulmón. Justo al lado crece el ascazo, la náusea irreprimible al comprobar que, como sospechábamos, si ETA no existiera, no faltarían quienes la inventaran… y no serían precisamente los que durante medio siglo jalearon o disculparon sus acciones. Qué va, el ejército de nostálgicos se nutre de los que a lo largo de ese mismo tiempo fungieron de héroes y campeones mundiales de la dignidad, mientras hacían carrera, pasta y se forraban de votos literalmente pescados entre la sangre. En un lado de la balanza, los muertos, las amenazas, el miedo; en el otro, todo lo demás. ¿Compensa? Por tremendo y despreciable que suene, según las cuentas de algunos, vaya que si compensa.

Contra ETA vivían mejor. Y quieren seguir haciéndolo. Por eso no dudan en mandar a sus jueces y policías pertrechados con el balón de oxígeno y el equipo completo de reanimación. Al cabo, la metáfora se demuestra reversible. La del aliento a la serpiente y la otra archifamosa: ¿Quién agita ahora el árbol y quién recoge las nueces? Quiero decir que quiénes lo intentan, porque como escribí en mi última columna dirigiéndome a la grada contraria, lo bueno es que este pozo de la abundancia se ha agotado junto a la capacidad de atención del respetable. La vistosa y telegénica redada contra Herrira, que hace una década hubiera sido el recopón informativo, Ebro abajo se ha quedado en, como mucho, tercera noticia, tras el birlibirloque de las pensiones o, qué bochorno, la recaída de la prima de riesgo española contagiada por el virus italiano. Ciertas cosas ya no cuelan.

Prioridades

Es un chiste muy viejo. El del individuo que entra a una librería y le interpela al dependiente: “Oye, imbécil, ¿tienes un libro que se titula ‘Cómo hacer amigos’ o una chorrada por el estilo?”. La versión de la ETA crepuscular es un comunicado que dice no sé qué de una tal “reconciliación nacional”, al tiempo que farfulla sobre “el relato de los opresores” y se engorila afirmando que ni se le pasa por debajo del verduguillo “renegar de su trayectoria de lucha”. Mezclen en la Turmix las tres expresiones literales que he entrecomillado y les saldrá un potito infame. Mejor ni imaginar el engrudo que resultaría si añadiéramos las chopecientas demasías que salpican el resto de la extensa largada.

La buena noticia, que a lo peor solo es regular, es que a la inmensa mayoría de los hipotéticos destinatarios de la filípica le resbala toda esa verborrea de la que no llega a tener conocimiento. Únicamente los muy cafeteros nos castigamos las neuronas con esta clase de metílicos dialécticos. Lo hacemos un poco por vicio y otro poco por oficio. El resto de los mortales tienen asuntos más enjundiosos de los que ocuparse: el ERE que se les viene encima o les ha caído ya, las medicinas que necesitan y no saben si podrán pagar. O sin ponernos tan lúgubres, la marcha de su equipo en la liga, los vales de Deskontalia o encontrar un rato para arreglar esa cisterna del baño que gotea.

He escrito varias veces sobre esto, y aún habré de reincidir, me temo. No creo que sea insensibilidad ni piel de rinoceronte. Ocurre simplemente que el pueblo también es, el muy puñetero, soberano a la hora de hacerse una composición de lugar y de establecer sus prioridades. Y ahora mismo, salvo monumental error de diagnóstico del arriba firmante, entre ellas no se cuentan los relatos, los suelos éticos, los planes de paz, ni las ponencias. En el imaginario colectivo la disolución y el desarme ya se han producido.

Fernández amenaza

Tricornio Basque Tour 2013. A Fernández, el ministro de la triste figura y la lengua inquieta, lo han mandado a las bárbaras tierras norteñas en comisión de servicio. Lunes en el cuartel de la Guardia Civil de Leitza y martes en Intxaurrondo. Entre esos muros que han amortiguado tantos gritos desesperados, testigos o más bien cómplices de ciento y un episodios de la violencia que no cabe en la versión oficial, el jefe de la porra hispana arengó a la tropa verdeoliva. Una palmadita en el lomo a los penúltimos de Sidi Ifni, que necesitaban escuchar que allá en la metrópoli los tienen en sus pensamientos, que siguen siendo su anacronía predilecta, y que así será por siempre jamás, digan lo que digan las habladurías.

Desconozco cómo sonarían sus palabras desde dentro. Desde fuera, el eco era de ultratumba, de no-do o, como poco, de telediario de Urdaci, definitivamente divorciadas del día que señala el calendario. La amenaza, a estas alturas, de la ilegalización inminente, con la metáfora de un supuesto contador de ofensas que, una vez colmado, tendría su traslado a los señores de las togas para que procedieran en consecuencia. Como en los buenos tiempos. Solo que esos, así haya muchas ganas, no volverán. Han pasado dos o tres docenas de cosas que hacen impensable la marcha atrás, y Fernández es el primero que lo sabe, o el segundo, después de superior jerárquico, el Tancredo de Moncloa.

Otro asunto es que no quieran darse por enterados y prefieran seguir con el lenguaje y las actitudes añejas, pecado del que no tienen el monopolio, por cierto. En muchos aspectos, no les va mal por el momento. Todavía mantienen y ejercen draconianamente su capacidad de bloqueo, su contumaz negativa a moverse un solo milímetro. No es poca cosa, pero es casi lo único que les queda. El resto es pólvora mojada, pura farfulla de aluvión, como las amenazas extemporáneas del ministro en su gira por los cuarteles.

Un marcador macabro

Valoro enormemente el esfuerzo y las inmejorables intenciones que saltan a la vista en la elaboración del Informe-base de vulneraciones de derechos humanos en el caso vasco 1960-2013. Desde la propia denominación, que evita las palabras resbaladizas, se aprecia un decidido empeño de no herir sensibilidades. Algo que no podía ser de otra manera, atendiendo a las trayectorias —diría yo que impecables— de las cuatro personas que lo han llevado a cabo y firmado. Juan María Uriarte, Manuela Carmena, Ramón Múgica y Jon Landa han acreditado largamente de voz y obra un compromiso sin anteojeras con las víctimas de cualquier tipo de violencia. Del mismo modo, han denunciado firme e inequívocamente a los victimarios, fueran cuales fueran, y venciendo las perversas inercias justificatorias.

Sin embargo, a juzgar por algunas de las reacciones a su trabajo, parece que toda la competencia y toda la autoridad moral es poca. No deja de ser llamativo que en las descalificaciones se haya hablado simultáneamente de parcialidad y de equidistancia. Lo primero, además, desde banderías opuestas, y lo segundo, como si fuera el peor de los pecados. Se ve que aún estamos verdes, muy verdes, para empezar a asumir que el dolor ni se ha difundido ni se ha cultivado en exclusiva.

Tan o más desazonantes que lo anterior me han resultado las interpretaciones abiertamente ombliguistas de los datos que aporta el informe. En buena parte de los casos, las conclusiones se han ofrecido a modo de marcador, como si fuera una competición macabra. Tantos muertos frente a tantos otros. Con una extraña particularidad: hay quien ha obviado la cifra mayor, casi dando a entender que entraba dentro de lo razonable o de lo ya amortizado, y se ha quedado con la menor para exhibirla como agravio único. O peor, como prueba de que hubo motivos para matar según a quién. Algún día tendremos que acabar con estas lógicas tan ilógicas.