Medios públicos, ¿seguro?

La Radio Televisión pública madrileña acaba de confirmar la patada a 860 trabajadores. Se salvan 300, buena parte de ellos, cargos directivos, que ya se sabe que las cuchillas tienen ojos. En la autonómica valenciana, Canal Nou, hay otros 900 a punto del amargo caramelo del Inem. Con menos ruido pero igual dolor, en los últimos meses han ido cayendo entre la mitad y tres cuartas partes de las plantillas de los medios públicos de Asturias, Baleares o Castilla-La Mancha. Los demás entes pagados a escote por la ciudadanía, incluido el que nos es más cercano, han sufrido sucesivas curas de adelgazamiento —así se dice ahora— a la espera del big one, o sea, el tantarantán los deje en la raspa.

Lo tremendo es que en algunos (pío, pio; txio, txio) se lo siguen tomando como si el asunto no fuera con ellos y no han dejado de pulirse pastones de escándalo en pijadas tan aparentes como superfluas. O en tener contentos y recontentos a los niños buenos que han rezado primorosamente las oraciones del régimen, es decir, de los regímenes, que hay quienes dominan todo el repertorio. Se ve que la inercia puede más que la evidencia, y ya puede estar a las puertas Paco con la rebaja, que no se mudarán ni los comportamientos ni los vicios adquiridos, entrenados y, hasta la fecha, impunes.

Sé que, como en la columna de ayer, vuelvo a salirme del carril de lo bien visto, pero lo cortés no quita lo atrevido. Inmediatamente después de la solidaridad con los que se quedan a la intemperie, y sin olvidar que en el sector privado la sangría ha sido infinitamente más cruel, me brota una pregunta: ¿de verdad nadie tenía claro que la fiesta acabaría exactamente así?

Por desgracia, se llora no ya lo que no se supo defender, sino lo que no se quiso defender. Con sus matices, ninguno de los medios en liquidación y derribo fue jamás realmente público. Mientras la noria giraba, qué poco importó ese detalle, sin embargo.

Veda macabra

Se ha abierto la veda del suicida. Tan demoledor como suena. Y tan inhumano, aunque seguramente todos los que participan en la cacería encontrarán el modo de autoabsolverse. Que es por una causa noble, que es en aras de la información, que es, incluso, para denunciar una injusticia. Demasiado cinismo detrás de esas excusas. En el fondo, se está diciendo que ancha es Castilla y que qué más da si los muertos no van a estar ahí para desmentir la versión interesadamente manipulada de sus motivos. ¿Qué tipo de dioses nos creemos para apropiarnos de un cuerpo precipitado al vacío e inventarle unas circunstancias que nos convienen? ¿Quién nos ha dado permiso para hurgar en su pasado y echar al viento, citando nombres y apellidos, una retahíla de datos presumiblemente ciertos mezclados al tuntún con suposiciones, chismes y absolutas patrañas?

De la suma de las dos preguntas anteriores sale una tercera: ¿por qué, aun cuando esas intimidades que nunca debimos conocer desmontan la relación causa-efecto que se llevó a los titulares, se sigue insistiendo en que los hechos fueron como se quisieron contar? Probablemente, porque la realidad ha pasado a ser una mera anécdota. No es lo que es sino lo que se decide que sea. El fin y los medios, la mentira como arma revolucionaria, la eterna ley del embudo y me llevo una. Vale todo y aquel que no tenga redaños para entrar en el juego es un moralista redomado, un pinchaglobos y un desgraciado que debería quedarse en la grada comiéndose sus estúpidos escrúpulos como si fueran palomitas.

Asumido ese ingrato papel, predico en el desierto que no deberíamos trivializar el suicidio. Simplemente, no somos competentes para interpretar en docena y cuarto de líneas lo que bullía en la cabeza de alguien que decidió quitarse de en medio. Empeñarnos en hacerlo nos convierte, además de en personas manifiestamente mejorables, en probables instigadores del próximo.

Comercio o contrabando

Sin duda, el titular tenía gancho: “Desmantelada en Durango una trama de contrabando de maquinaria destinada al programa nuclear de Irán”. En una sola frase, las palabras desmantelada, trama, contrabando, nuclear e Irán, todas ellas con un profundo poder sugestivo para que el lector medio armase en su cabeza su propia película o, como poco, un capítulo de la segunda temporada de The Wire. Escuchas telefónicas, emails cifrados interceptados, tipos de tez morena y bigotillo negro paseando maletines en las inmediaciones de Tabira sin saber que los está fotografiando un agente del CNI disfrazado de cashero… y hasta plutonio camuflado en botes de leche en polvo embarcando en un container en el puerto de Bilbao. Buen trabajo del plumilla de la Hacienda española que redactó la nota sabiendo que, primero las agencias de prensa y después los periódicos, se limitarían —¡ay, la precariedad económica y la profesional!— a copiar y pegar. Faltaba en el texto el adverbio “presuntamente”, pero bueno, quién va echar de menos una nimiedad tan superflua. En contrapartida, abundancia de pelos y señales sobre la empresa acusada (ni ese verbo se empleaba) de tener apaños turbios con el maligno Ahmadineyad.

Ahí viene la segunda parte, más enjundiosa si cabe que lo de las licencias narrativas, porque directamente entra en el terreno de la arbitrariedad y la hipocresía de la llamada legalidad internacional. Los tratos comerciales son un delito del quince según con quién se establezcan. Si se venden unos molinillos a Irán para que el cliente disponga de ellos como tenga a bien o, ejem, a mal, estamos ante una fechoría tremebunda. Ahora bien, si se suministran bombas, gases, rifles, carros de combate o cualquier cosa que mate a otros regímenes tan deleznables como el de Teherán o incluso a multinacionales del crimen de conveniencia, el asunto se queda en ejercicio de la sacrosanta libertad de mercado.

Sin pretenderlo

Una corrección tardía a mi última columna. Terminaba diciéndole a Amaia Egaña: “Tu parte está hecha. Descansa en paz”. Faltó anteponer —y la omisión cambió bastante de lo que quise decir— un par de palabras y una coma. Debió quedar así: “Sin pretenderlo, tu parte está hecha”. Y enseguida me explicaré, aun sabiendo que las líneas que vienen a continuación no van a ser las más populares de mi carrera. Pero si tantas veces me empeño en rescatar del basurero trozos de la realidad que han sido amputados con el afán no estropear un titular de conveniencia, en esta ocasión no puedo obrar de otro modo. Ni siquiera, como es el caso, aunque la historia podada sirva para apoyar mis propias tesis y las causas que defiendo. Sostengo, de hecho, que esas tesis y esas causas son lo suficientemente sólidas —¡y justas!— como para no requerir de trampas en el solitario.

Salto sin más preámbulos al charco. Ese “sin pretenderlo” ausente trataba de significar que no creo que en el ánimo de Amaia estuviera convertirse en mártir de la lucha contra la voracidad de los bancos y la hipocresía cómplice de buena parte de los políticos. En el mismo texto fallido mencionaba, supongo que torpemente, las circunstancias no publicadas ni publicables. Ahí es donde se juntaron las causas (personales e intransferibles) y los azares (el clamor social latente y creciente) para que lo que hace tres años hubiera sido una nota breve con iniciales fuera la gran noticia del momento y, además, el detonante de las primeras protestas en serio contra los desahucios.

Sí, también fue el acicate para que a gobernantes y entidades bancarias les entraran las urgencias. Con razón les hemos reprochado que hayan necesitado un suicidio para moverse. ¿Y nosotros? Me alarma pensar que también lo estuviéramos esperando para reaccionar. Igual que me da qué reflexionar que no haya sido el primero ni el que más se ajustaba al patrón habitual.

Un pésimo periodista

Más de veinticinco años en este oficio de tinieblas y aún me pregunto si sirvo para ejercerlo. Por fortuna, no es una duda que me asalte todos los días ni a todas las horas. En general, me las apaño bastante bien envolviendo para regalo las mil y una insustancialidades que, convertidas en titular o relleno de tertulia, aparentan más de lo que son. Ningún problema con declaraciones políticas de carril, nombramientos o ceses, pactos posibles o improbables, decisiones del gobierno correspondiente o, si me apuran, los chanchullos y chanchulletes nuestros de cada día. Con toda esa morralla que no siempre lo es basta con tirar de Turmix y hacer cuatro juegos malabares con el plato antes de servirlo. Donde me estrello —qué vergüenza— es al enfrentarme al rey de los géneros periodísticos por excelencia, el suceso. El que se ha encaramado a las portadas y aperturas informativas en las últimas jornadas, la tragedia del Madrid Arena, es, como tal vez empezarán a sospechar, el que ha vuelto a liberar mis fantasmas.

Por descontado que comprendo que es una noticia digna de tratamiento preferente y con generosidad de tiempo y espacio. Hasta ahí llego, pero me declaro incapaz de hurgar en el Facebook de las jóvenes fallecidas para vampirizar sus fotos y profanar sus mensajes aún calientes, de acosar con saña a sus amigos o familiares para arrancarles unos jirones de su dolor a modo de trofeo o de abalanzarme sobre quienes estuvieron en la funesta montonera en busca del entrecomillado más truculento. Aunque lo intentara con todas mis fuerzas, se me acabarían rebelando el estómago y lo que yo juraría que merece —menudo blandengue— el nombre de conciencia.

Definitivamente, no estoy dotado para chapotear en la sangre ni en la amargura ajena. En ese sentido, sólo puedo reconocer que soy un pésimo periodista. Mi único consuelo es fantasear con que tal vez sea porque en el fondo no soy tan mala persona.

La aburrida política

Si alguna vez me he puesto Rottenmeyer con mis compañeras y compañeros más jovenes —bueno, y con alguno bien talludito—, es cuando me han confesado entre lo cándido y lo descarado lo mucho que les aburre la política. Me pasaba con cierta frecuencia en mi antigua casa. Superado el primer sofoco, empezaba por soltarles esa frase que, según quién la cite, se atribuye a Yves Montand, Churchill, Kennedy o George Bernard Shaw, que es el más socorrido a la hora de documentar ocurrencias ingeniosas: si tú no te ocupas de la política, ella se ocupará de ti.

Ante el nulo efecto cosechado, no me quedaba otra que pintarme un bigotillo facha y recordarles una anécdota de José María García. Al pedirle al cronista destacado en el estadio de Los Cármenes el resumen telegráfico del partido que se acababa de disputar, el interpelado se atrevió a decir que había sido un encuentro “como para dormir a las ovejas”. En mala hora. Los millones de oyentes que tenía por entonces Butanito, y servidor entre ellos, asistimos a la punzante réplica: “Aquí no te pagamos por divertirte en el fútbol, sino para que nos cuentes lo que ha pasado en el campo, ¿entendido?”.

Pues no, tampoco solían captar que lo que les quería decir es que estaban profesional, moral y hasta contractualmente obligados a distinguir entre Permach e Iturgaitz. Y no crean que me estoy adornando en el ejemplo, por exagerado que les suene. Pero igualmente se trataba de un esfuerzo vano porque los cachorros de la manada tenían su propia teoría: “A la gente no le interesan esas chapas que les contamos. Quieren saber otras cosas”.

Izo exactamente aquí la bandera blanca. Esta campaña que hoy termina me ha enseñado que para el periodismo actual unas elecciones son una especie de concurso de Miss o Mister Simpatía. Lo que importa es la foto más chuli con la parienta o el pariente. O las veces que “lo hacen” a la semana. Lo demás es aburridísimo.

Maldita la gracia

Las caricaturas danesas que montaron el primer follón no tenían ni pajolera gracia. Menos aun la mamarrachada francesa que lo acaba de reeditar. Ese es, en realidad, el chiste: que unas viñetas más sosas que una explicación de Carlos Aguirre sobre el PIB vasco den la excusa para limpiarle el forro a alguien, como probablemente ocurrirá. Unos pintarrajos que debieron acabar en la papelera o en el olvido por pura falta de la mínima calidad se convierten en espoleta del enésimo escarceo de lo que algunos pretenden guerra de civilizaciones. Todos al lío, unos por Saladino y otros por Ricardo Corazón de León. No pasan los siglos por nosotros.

La otra chanza fuera de las intenciones de los dibujantes es asistir al descacharrante cambio de papeles. Los que se parten la caja hasta tener agujetas en el estómago cuando el choteo es a cuenta de Cristos, vírgenes o santos ponen de pronto cara de hasta-ahí-podíamos-llegar y nos escupen la teórica del respeto a las creencias. Desde el fondo contrario, quienes invocan a Torquemada o al fiscal general del estado (que tanto da) al sentir el menor roce en las casullas o los crucifijos sacan a paseo la bandera de la libertad de expresión. La diferencia entre pisar el callo o que te lo pisen. Ni se dan cuenta de que son tal para cual.

Una vez más, copio a Jorge Drexler y pido perdón por no alistarme. Me aburren y desazonan por igual los presuntos transgresores que solo buscan un ojo fácil donde empotrar su dedazo, los catequistas de la tolerancia hemipléjica o los que, según sea propia o ajena la herida, piden árnica o un chorro de vinagre. Con más razón si, como ocurre de largo en este asunto, tras sus posturas a favor o en contra es indisimulable el hedor a ansia de notoriedad, imperiosa necesidad de liquidez y/o querencia por la barrila. Y si no hay modo humano ni divino de evitar la refriega, ¡joder, que por lo menos el chiste tenga gracia!