Sin preguntas

Sigo con curiosidad y simpatía una iniciativa de un puñado de colegas del gremio que ha cristalizado en Twitter -últimamente, todo empieza y acaba ahí- bajo la etiqueta #sinpreguntasnocobertura. Se trata de un llamamiento a dejar sin reflejo en los medios aquellas convocatorias de prensa que se reduzcan a la lectura de un comunicado o declaración sin posibilidad de que los curiosos plumillas hagan preguntas. Ese formato con corsé y bozal ha existido desde que Randolph Hearst llevaba pantalón corto, pero de un tiempo a esta parte se ha convertido en el standard de la comunicación política.

Casi todas las memeces, frases ingeniosas o palabras de aluvión que ustedes leen o escuchan diariamente han sido precocinadas de ese modo. Los que se las trasladamos nos limitamos a meterlas en el microondas y servírselas en nuestra vajilla. Como mucho, podemos hacer los filetes más gruesos o más finos, o sazonar al gusto de la línea editorial o las entendederas propias, pero la materia básica es la que han querido mercarnos los proveedores. Es bueno que lo sepan para que pongan en cuarentena los mensajes y, de paso, para que entiendan que la pequeña rebelión de esos periodistas que reclaman el derecho a levantar la mano también les incumbe a ustedes.

¿Qué pueden hacer? Basta con unas migajas de comprensión. Más no les podemos pedir porque acabar con esta vergonzosa mandanga de la información empaquetada al vacío es un asunto que compete a los propietarios de los medios que la consienten y, al final de la cuerda, a los políticos que la han inventado y la cultivan para su comodidad. Y ahí tocamos en hueso, porque aunque es cierto (seamos justos) que hay decenas de representantes públicos que comprenden que una parte fundamental de su labor es responder preguntas, siguen siendo mayoría los que salen a la tribuna sólo con viento a favor y todo atado y bien atado. No quieren comunicar, sólo vender peines. Sépanlo.

La clase política

La clase política es un problema. Concretamente, el tercero que más preocupa a los ciudadanos del Estado español, según el último barómetro del CIS. Y no es el segundo, únicamente porque el instituto demoscópico oficial hace un pequeño trile y ofrece a los encuestados dos opciones casi iguales sobre lo mismo: “la clase política y los partidos”, por un lado y “Gobierno, los políticos y los partidos”. Sumando ambas respuestas, resultaría que sólo el paro y la crisis -faltaría más- superan en el ranking de la desazón a los que nos administran o aspiran a hacerlo. El terrorismo y la inseguridad ciudadana quedan muy por detrás.

Me ha divertido mucho escuchar las interpretaciones de los aludidos cuando en esta o aquella entrevista les ponían el suspenso delante de las narices. Emulando al gran Houdini, se escurrían cual anguilas de la cuestión o la despejaban a la grada, dando siempre por sentado que el desafecto popular no se refería a ellos, sino a un difuso “los demás”. No faltaban los que echaban más leña al descontento que se reflejará en futuros sondeos dejando caer que los que los citan como problema, además de no tener ni idea sobre su trabajo, son muy puñeteros y hasta envidiosos.

No todos son iguales

El resumen es que a los políticos les importa una higa su descrédito. Que les llamen perros y les sigan dando caviar y billetes en Business. Podía haber matizado “a muchos políticos” o “a algunos políticos”, pero escribo intencionadamente en genérico, haciendo tabla rasa y saco común con todos, a ver si hago blanco en la conciencia de las no pocas personas que se dedican a la política por auténtica vocación de servicio y atendiendo a ideales de pura cepa. Son ellas y ellos quienes tienen que dar un golpe en la mesa, sacudirse la caspa corporativista y el miedo al aparato, y señalar con el dedo a aquellos de sus colegas -compartan o no siglas- que arruinan la imagen de lo que debería ser una dignísima ocupación.

Doy fe pública de que en mis veintipico años de proximidad voluntariamente limitada con representantes de todos (recalco: todos) los partidos he conocido un sinfín de personas que actúan con la mejor fe. Se puede estar de acuerdo o no con ellos en lo ideológico, se puede percibir que su discurso o sus actitudes son mejorables, se puede atisbar que la obediencia al carné les pesa mucho. Pero en ninguno de los casos que tengo en la cabeza les es achacable que quieran llevárselo crudo o que estén ahí porque no tienen otra cosa. Deberían estar hartos de pagar por los pecados ajenos.

La política y la realidad

Se me acababan los caracteres de la última columna, y antes del punto final dejé como corolario una frase que algunos lectores encontraron artificiosamente preñada de demagogia. “Claro que todos y cada uno de ellos tienen un buen techo asegurado”, anoté sobre los autores del anteproyecto de la ley vasca de vivienda que había puesto a escuadra en las líneas anteriores. Hecho el pertinente y siempre sano examen de conciencia, y a riesgo de ser acusado de sostenella y no enmendalla por pura cabezonería, mantengo lo dicho y añado dos huevos duros: la moraleja aparentemente panfletaria es extensible a la inmensa mayoría de los redactores de cualquier tipo de leyes o decretos que ordenan nuestra vida. Puede que hayan consultado con técnicos e incluso, que estén inspirados por la mejor de las voluntades o se hayan hecho dos cursillos para afinar la empatía, pero les falta lo fundamental, el conocimiento de primera mano de aquello sobre lo que van a legislar.

Difícil solución

Es un mal de la política de todo tiempo y, me temo, sin solución. Las decisiones las toman aquellos que no van a verse afectados por ellas y que ni imaginan -o prefieren no hacerlo- su resultado práctico para quienes sí tendrán que pechar con sus consecuencias. Nos encontramos así con que alguien que manda a sus hijos a exclusivos centros privados dicta las normas que deben regir en la educación pública o que quien lleva lustros sin subirse a un autobús urbano establezca líneas y horarios de un servicio que desconoce profundamente. Convenientemente asesorados, llegan como mucho a aprenderse el precio del billete de metro o de la villavesa durante la campaña electoral, porque saben que es una de las preguntas de manual en las entrevistas de esos días. Si te sales del guion, les creas un problema. Nunca olvidaré el tremendo enfado de un alcalde al que le pregunté si sería capaz de sacar una papeleta de la OTA de las infernales máquinas que había mandado instalar en su ciudad.

Decía el domingo Miguel Sánchez-Ostiz en Noticias de Navarra que era estéril preguntar a la mayoría de los políticos si la botella estaba medio llena o medio vacía. Independientemente de la filosofía que pudieran echarle a la respuesta, explicaba, la suya siempre estará llena de whisky de malta de la mejor marca y la mejor añada. Manejándose en esas coordenadas vitales, tan lejanas a las del común de los ciudadanos de a pie, es materialmente imposible que las leyes que promulgan se ajusten a las necesidades reales. Pero ellos ni lo ven ni lo sufren.

Políticos, periodistas… ¿y amigos?

Esta vida de navaja suiza que llevo me ha obligado a rechazar con todo el dolor de mi corazón la invitación para participar en el Fórum Telepolitika, que mañana y pasado reunirá a un puñado de apasionados de la comunicación pública en la renovada y coquetona Alhóndiga de Bilbao. Si, como a mi, les gusta meter la nariz en el doble o triple fondo de la política, les recomiendo vivamente que se den una vuelta por el antiguo almacén de vinos o, en su defecto, que traten de buscar las noticias sobre el encuentro. Además de como entretenimiento, les servirá como vacuna, siquiera mínima, ante la epidemia de coladores de gatos por liebres que asola el menú informativo.

Para que se hagan una idea del tipo de asuntos que se abordarán, les cuento que a mi me habían propuesto una ponencia que respondiera a esta sugerente pregunta: “¿Qué debe hacer un político para caerle bien a un periodista?” Si no les parece mal -y si sí, sospecho que también-, voy a utilizar lo que me queda de esta columna para darle media vuelta al goloso interrogante.

De saque, y a la gallega, contesto con otra pregunta: ¿Por qué tiene que esforzarse un político en resultarle simpático a un periodista? En un mundo ideal, no habría motivo. Bastaría una relación natural; cordial, si llega al caso, pero manteniendo siempre una sana distancia. Sana para ambos, pero sobre todo, para los destinatarios de los respectivos mensajes, que en definitiva son los mismos: ustedes, sí, ustedes.

Otra vez el ego

Mucho me temo, sin embargo, que una vez descendemos a la realidad, al barro de todos los días, las cosas no funcionan así. Y lamento decir que en la mayor parte de los casos la culpa es de los de nuestro gremio, y más concretamente, del ego talla XXL que gastamos. Por alguna extraña razón, la presunción de cercanía personal -no digamos ya de amistad- con un político o una polítca opera en el oficio como una suerte de condecoración. Como tal se exhibe ante el resto de la tribu, y no son pocas las veces que he asistido a patéticas competiciones para dirimir quién goza de mayor grado de proximidad o es distinguido con confidencias más suculentas.

Ahí está la respuesta. ¿Qué debe hacer un político para caerle bien a un periodista? Poca cosa, la verdad. Reírle tres gracias, pasarle la mano por la espalda, invitarle a un café y a unas pastas en su despacho, enviarle una postal autografiada por navidad, hacerle partícipe de cualquier simulacro de off the record bajando la voz. No hay mucho más misterio. Esa es la tarifa oficial.

241.840 euros

Inspiren, espiren. Háganlo muy suavemente. Unan los dedos pulgares e índices de las dos manos haciendo con ellos un círculo, mientras piensan que son un junco hueco. Repítanselo un par de veces. Inspiren, espiren. ¿Lo han hecho? Pues ya puedo soltárselo de golpe: María Dolores de Cospedal, número dos del Partido Popular, presidenta también de la formación de la gaviota en Castilla-La Mancha, cobró el año pasado 241.840 euros. Como lo están leyendo. La que en junio de este mismo año definió al PP como “el partido de los trabajores” se echa al coleto cada mes más de veinte mil euros. A hacer puñetas los efectos de los ejercicios de relajación, ¿no?

Y menos mal que la mayoría de ustedes ya conocían el dato y llevan horas haciéndose cruces con y por él. Doscientos cuarenta y un mil ochocientos cuarenta euros. Impresiona todavía un poco más escrito en letra. Lo difícil es decidir si indignan más los 74.000 que percibe por su condición de senadora o los ¡167.000! que le apoquina religiosamente su partido, ése que hace grandes -y ya se ve que vacías- odas a la austeridad, el esfuerzo, la ética y lo que te rondaré, morena. Si eso saliera de las cuotas de los afiliados (menuda cara de primos se les habrá quedado al enterarse), de lo suyo gastarían. Pero no. El doble salario de la marajá manchega se paga del mismo escote que ponemos para carreteras, medicinas o esas ayudas de emergencia social que los ayuntamientos han dejado de dar por falta de fondos.

Corrupción blanca

Lo tremendo es que cada vez que uno de estos escándalos nos sonrojan y nos ponen al borde de la taquicardia, sus lucrados protagonistas entonan la misma cantinela. “¡Demagogia!”, proclaman, disfrazados de víctimas ofendidas, y aún tienen el marmóreo rostro de soltarnos que nos hacen precio de amigo y que en la empresa privada estarían cobrando mucho más. Y la cosa es que no mienten del todo. Las sinecuras que aguardan tras el desempeño de la actividad política, mayormente si se ha tocado pelo gubernamental, suelen ser muy generosas. El crimen perfecto sí existe.

Abandonemos toda esperanza de que algún día desaparezca esta blanca corrupción. Viene de serie con el llamado Estado de Derecho. Los que podrían arrancarla no lo harán por la sencilla razón de que ellos mismos serían los primeros damnificados y nadie tira adoquines contra los ventanales de su propia mansión. Junto a nuestro voto, les damos un cheque en blanco para que anoten la cuantía de su sueldo. Será siempre así. Inspiren, espiren. Recuerden que son un junco hueco.

La política y el espectáculo

Me gusta la esgrima dialéctica en la política. En mi anterior vida como domador sabatino de leones parlamentarios, disfrutaba una enormidad cuando José Antonio Pastor y Joseba Egibar se iban al centro de la arena y se cruzaban unas guantadas verbales bajo cuya contundencia no era difícil apreciar que allá en el fondo había una buena dosis de respeto mutuo. Aunque eran aún más broncos y hasta no faltos de algún que otro golpe bajo, los combates hercianos entre los fajadores Leopoldo Barreda y Pepe Rubalkaba -¡cómo se enardecía la audiencia!- también se atenían a la misma coreografía. La prueba es que cuando sonaba el gong, uno y otro recomponían el gesto y se iban juntos a tomar un café para sorpresa de más de un parroquiano del bar donde lo hacían. Una có no quita la ó, cantaba Sabina.

Habrá quien piense que lo que describo es la demostración palmaria de la gran farsa que es la política. Menudo descubrimiento. No es casualidad que las personas a las que elegimos -en listas cerradas, por cierto- reciban el nombre de representantes. Qué otra cosa van a hacer, entonces, sino representar el papel que les ha tocado en el guiñol de la cosa pública. Para hacerlo con convicción y trabajarse la reelección es imprescindible que tengan un cierto domino de las artes escénicas. Como esos que dicen que sólo ponen la tele para ver los documentales de la 2, podemos ir de puristas y exquisitos, pero a la hora de la verdad nos va el espectáculo. Sí, también en la política.

Basagoiti, fuera de concurso

Ya, pero, ¿qué pasa con las ideas? Que no cunda el pánico. No tienen por qué perderse por el camino. Grado de cinismo arriba, grado de cinismo abajo, los buenos actores y las buenas actrices de la farándula parlamentaria, si de verdad lo son, construyen con ideas más o menos genuinas sus dos de pecho. Los cuatro nombres que citaba al inicio de la columna son -pueden discrepar, por supuesto- buenos ejemplos de ello.

El problema llega cuando se traspasan las tan mentadas líneas rojas, azules o amarillas y el ejercicio político se queda en exabrupto hueco o pura melonada. El sano juego de contacto al límite de lo que marca el reglamento se convierte entonces en populismo barato, en chanza trillada de ese primo o cuñado graciosete que hay en toda boda que se precie. Sugerir, como ha hecho Antonio Basagoiti, con aparataje de broma paleta, que el embajador de Venezuela es un terrorista va más allá de la demasía. Supongo que es mucho soñar que cualquiera de los buenos espadachines de su partido le den unas lecciones.