Esos tecnócratas

Nos la han colado doblada con lo de los tecnócratas. Al oír la palabreja, todos —servidor a la cabeza— salimos como Miuras a acordarnos de la parentela de los que se han pasado por la sobaquera las cuatro chispitas de democracia que nos quedaban. Claro que hay mucho de eso, pero según estábamos entrando ciegos al trapo y reivindicando el derecho a decidir incluso a los malos políticos, no reparamos en una evidencia que empeora las cosas: los tales técnicos impuestos saltándose las urnas no son entes exquisitamente asépticos. Todo lo contrario. El maletín de herramientas que traen para desatascar las cañerías económicas está a rebosar, además de tijeras, serruchos, bisturís y otros artilugios con filo, de ideología. De una ideología muy determinada, que no es precisamente la socialdemocracia.

Ocurre que, al venir disfrazados de eficientísimos gestores, les franqueamos el paso con la misma candidez que le damos las llaves al mecánico que nos va a cambiar el aceite. Será tarde cuando descubramos que, más allá de sus currículums (todos han pasado por Goldman Sachs y similares, ya debería ser sospechoso) estos gachós son más políticos que cualquiera de los que llevan aparejadas unas siglas. La diferencia tremebunda es que, como no le tienen que hacer cucamonas a ningún electorado, van a ejecutar las escabechinas que crean convenientes sin pensárselo dos veces. Como se comprenderá, a ellos, que tienen tarjeta oro para las clínicas más elitistas y plaza para su prole en colegios de a diez mil euros el mes, el Estado del Bienestar se la refanfinfla. De hecho, su trabajo consiste en raparlo al cero.

Lo triste es que dejaremos que lo hagan sin rechistar mucho y hasta creyendo que, en el fondo, es por nuestro bien. Valiéndose de nuestra ignorancia, han sabido acojonarnos con las primas de riesgo, la deuda soberana y otros cuentos de terror. Ahora sólo tienen que hacer como que nos salvan.

Los dietistas

Ni la Dukan, ni la del iris, ni la de la piña. La auténtica dieta milagrosa, que a diferencia de las anteriores no sirve para adelgazar sino para echar michelines económicos, es la del culo y las sillas. Consiste en aposentar el primero en tantas de las segundas como se sea capaz al mismo tiempo. No vale, claro, cualquier taburete, banqueta o escañil. Deben ser nobles asientos de Consejo de Administración de empresas públicas o parapúblicas. Por lo mismo, tampoco sirve un trasero corriente y moliente de currela, pensionista o parado. Han de ser genuinas nalgas de político o política, con la justa distribución de magro y grasa que las hace especialmente idóneas para sentadas de larga duración. Es la combinación de ambos factores la que arrojará resultados espectaculares.

Si buscan pruebas de la efectividad, pregunten en Navarra, donde el método está haciendo furor, a tal punto, que hay quien propugna que se le conceda rango de foralidad. Hay motivo. Que se sepa, por lo menos tres prohombres del Viejo Reyno —Miguel Sanz, Álvaro Miranda y Enrique Maya— y una promujer —Yolanda Barcina— han visto cómo sus cuentas corrientes han engordado un congo gracias a una disciplinada realización de los ejercicios propuestos.

No crean que hablamos de calderilla. Sólo por dejar que sus posaderas acaricien de tanto en tanto el cuero de los sillones del Consejo de Administración de la Caja de Ahorros de Navarra, las egregias personalidades citadas se han levantado una media de 60.000 euros anuales. A sumar, por supuesto, a los jugosos emolumentos que cobran por sus respectivas actividades… y otras pedreas que, de momento, permanecen en la oscuridad.

¿Que si es legal? Mejor todavía: es “totalmente ético”, en palabras ofendidas por la duda del plusdietista Miranda, que aun añade: “Yo soy un trabajador. Ser político no significa que no tenga que llevar un sueldo a casa todos los meses”. Lloren.

Edipo en la política

Si algún día se escribe la Historia universal del resentimiento, debería incluir en sus apéndices la reproducción de la entrevista que le hizo un diario de la acera de enfrente a Miguel Sanz. “El 20 de noviembre iré a votar, pero no voy a decir a quién, el voto es secreto”, proclamaba el de Corella en un titular que bien podía traducirse por “Ahora, de la rabia, votaba a Amaiur o, como poco, a Uxue Barkos”. Ni el cargo de regaliz en Audenasa graciosamente concedido por la ahijada que le salió rana parece bálsamo para su amargura por haber criado y alimentado a la cuerva que, a la primera de cambio, le sacó los ojos y lo negó setenta veces siete. Es probable que en el Ipod del expresidente ya no suene “Y nos dieron las diez”, de Sabina, sino “Una bofetada, Yolanda”, de la Chula Potra.

Con los años que lleva en la arena pública, el de la chupa de cuero tendría que saber en la política Edipo no es un mito, sino la guarnición obligatoria de cada proceso sucesorio. Son excepcionales los hijos predilectos que no acaban dando matarile metafórico a sus mentores, que inevitablemente se quedan con cara de César mirando a Bruto. Ley de vida en un oficio donde el factor humano (principalmente en la parte que toca a miserias) tiene más influjo del que le concedemos.

Ejemplos recientes, mil. Gerardo Iglesias, producto del dedazo de Santiago Carrillo, reventó el carrillismo en el PCE antes de volverse a picar a la mina. Jorge Vestrynge, flecha y pelayo de los ojos de Fraga, se la lió a Don Manuel y anda ahora de maoísta tardío. Sin llegar a tanto, el mismo Rajoy por el que Aznar sacrificó a Rato y a otros de sus fieles centuriones, ha laminado a la chita galaica a toda la vieja guardia y si se cruza con el del bigote, le da los dedos en lugar de la mano. Qué decir de López, sujetavelas de Redondo, al que apuñaló sin esperar a que amaneciera. Los delfines, ay, acaban mutando en tiburones.

¿Cotillas?

Lamenta el senador Anasagasti —citando a Patxi López, lo juro— que este es un país de cotillas. Si pretendemos ser medio ecuánimes y nos aplicamos en el complicado ejercicio de empatía de ponerse en la piel de quien tiene una ocupación tan peculiar, resulta comprensible su enfado al ver sus haciendas expuestas a la luz pública. Como decía una contertulia de Gabon la otra noche, no es plato de gusto para nadie saber que la vecina del tercero tiene barra libre para fisgar en tu armario y —añado yo— maliciarse imaginativas cábalas o hacerse lenguas sobre por qué tienes lo que tienes.

Sin embargo, más allá del cabreo lógico de quien se ve obligado a ponerse debajo de la lupa, tanto el veterano político jeltzale como su inopinado inspirador son conscientes, porque ninguno nació ayer, de que esta función de exhibicionismo era justa y necesaria. Les va, casi literalmente, en ese sueldo que pese a la hipotética transparencia del acto, seguimos sin conocer en su exactitud porque todos sabemos que el 10-T no es la biblia. No vale llenarse la boca con lo de los bolsillos de cristal y luego colgar cortinas de gruesa lona.

Es cierto que el destape se ha hecho de un modo un tanto chapucero, rozando lo chusco en algunos casos, y que ha tenido mucho de espectáculo de portería. Pero ni mucho menos se ha quedado en mero chismorreo. Aparte de descubrir que algunas señorías están forradas, otras parecen andar a la cuarta pregunta y una porción no pequeña de ellas deben a los bancos cantidades que no da una sola vida para pagar, en la batida han saltado liebres muy ilustrativas. Un ejemplo que sobrepasa la anécdota para ser categoría: el exdiputado socialista de infausto recuerdo Ricardo García Damborenea, condenado como muñidor de un grupo que practicó el terrorismo paraestatal, sigue cobrando 2.061 euros todos los meses. Ya vemos cómo se pagan los, ejem, servicios prestados. Y eso no es un cotilleo.

Política de supervivencia

El Ezkerbatuagate alavés nos ha dejado con la ceja levantada y la boca de par en par por lo cutre y por lo osado. Es difícil decidir qué es lo que más llama la atención del episodio: la repugnante cloaca que destapa, el morro que gastaron los peticionarios de la luna o la autoconfianza en la impunidad que hay que tener para soltar un órdago de ese pelo sin pararse a pensar que podía ser descubierto.

Algo de todo eso hay, amén de un monumental desprecio por la ética, el juego limpio y, por descontado, por las 6.258 personas que creyeron estar votando una opción de izquierdas y avalaron, sin saberlo, el chiringuito de unos sacamantecas. Siendo eso así, y una vez la pituitaria se nos acostumbra al hedor, deberíamos quedarnos un rato más entre la mugre para discernir si estamos ante una triste excepción o, lo que es más desgraciado, en medio de una regla.

Quisiera verlo de otro modo, pero me temo que, efectivamente, es lo segundo. Si tenemos estómago para bucear entre la porquería accesoria y llegarnos a lo sustancial, nos encontraremos que la chabacana actuación buscaba algo tan pedestre como la supervivencia de un puñado de tipos que se habían quedado con una mano delante y otra detrás. Un juez benévolo podría apreciar, incluso, el atenuante de necesidad perentoria.

Si se cayó tan bajo, fue por procurarse un mendrugo (con foie) que llevarse a la boca. Miremos la política en su conjunto y comprobaremos que se ha convertido en un gran comedor de transeúntes para los que la ideología es una escudilla con la que recogen las migajas que les echen. Su sustento depende de figurar en unas listas o de estar a buenas con el dueño del aparato, que es quien tiene poder para hacer ministros, consejeros, jefes de gabinete o, aunque sea, bedeles. Y los que están ahí por auténtica vocación de servicio -que aún son mayoría- guardan un silencio cómplice. No se extrañen si los metemos en el mismo saco.

Austeridad

Se pongan como se pongan los diccionarios y los atrapadores de conceptos que los elaboran, las palabras acaban significando lo que está en la cabeza de quienes las pronuncian o las escriben. La política, sin ir más lejos, se basa en esa inabarcable polisemia a la carta. Todos los partidos coinciden en defender la democracia, la libertad y la justicia. El truco es que tal consenso -otro término que se las trae- es en realidad un gallinero, pues cada cual tiene su propia versión y ocurre así que son incapaces de entenderse cuando en apariencia están hablando de lo mismo. Viene a pasar como con las tallas de la ropa. Una 34 de Bildu puede ser una 40 del PNV, una 22 del PSOE, o una 58 del PP. (Si alguien se quiere liar, que lo haga; pero juro que he puesto los números aleatoriamente)

Y no sólo se da con los tres vocablos totémicos mencionados arriba. El mismo fenómeno opera también con la calderilla verbal que circula en parlamentos, cortes y cámaras representativas varias. Fijémonos, como ejercicio, en el sustantivo “austeridad”, repetido hasta la náusea en el último Debate del Estado de la Nación en el congreso español. Pretender adivinar lo que tal mantra quería decir para los que lo recitaron es, con el permiso de Violeta Parra, como descifrar signos sin ser sabio competente.

¿Qué había, por ejemplo, bajo el cráneo despejado de Josep Antoni Duran i Lleida cuando advertía al atribulado Rodríguez Zapatero de que había llegado el momento de aplicar las más severas políticas de austeridad? Veamos: gafas de mil euros, traje y zapatos de no menos de dos mil, y como humilde morada, una suite del Palace. ¿Dónde metemos la tijera? ¿El salmón noruego del desayuno, el gintonic de Tankeray Ten y Fever Tree de la sobremesa? Cambiamos lo primero por surimi y lo segundo, por un recio combinado de MG y la Schweppes de toda la vida. Llámenme demagogo, pero yo también me apunto a ese sacrificio.

Berrea post-electoral

Cuando los números se tornan levantiscos y las poltronas se alejan, los partidos desempolvan el breviario de letanías y se ponen a recitar con beatitud que los acuerdos entre diferentes son la esencia de la democracia. Qué joíos, bien poco tienen presente ese mantra en la molicie de las mayorías absolutas, donde a los de los escaños de enfrente se les reserva la prepotencia del rodillo y una mirada displicente cada vez que son apaleados en una votación. Luego, las urnas, que son mobili qual piumas al vento, dictan otro reparto del pastel y entra la histeria pactista. La oposición es un lugar yermo y frío al que no son capaces de adaptarse algunos bípedos políticos que necesitan amamantarse cada poco en la generosa ubre pública.

En ese minuto del psicodrama estamos ahora, en plena berrea postelectoral que debe dar pie a una coyunda provechosa para el país y, mayormente, para las formaciones que compartan fluidos gubernamentales. De momento, y aunque a todos nos consta que los teléfonos echan humo, el juego de seducción está siendo medianamente discreto. No es sólo porque seamos vascos y en nuestra innata ineptitud para el flirteo se nos atragante lo de dar el primer paso. Lo que complica la cosa es el puzzle que salió del 22-M y nuestra propia historia reciente. ¿Cómo explicar a la clientela que toca irse al catre con quien hasta hace diez minutos has estado a trompada limpia? Es cierto que las memorias de los parroquianos flaquean, pero es difícil que pasen por alto las heridas que aún supuran.

No sienta nadie, por cierto, la tentación de poner unas siglas concretas a lo que acabo de escribir. El dilema es aplicable a cualquiera de los partidos que aspiran a mandar en los muchos minifundios en que ha quedado dividida la tierra de nuestros pecados. A los que echaron la papeleta -democracia real, ¡ja!- no les queda otra que aguardar a que las ejecutivas escojan con tiento con quién aparearse.