Desidia parlamentaria

Cada cual tiene sus rarezas. Lo mismo que hay quien se levanta al alba para corren (practicar running, perdón) bajo la lluvia con un frío que pela o quien ve cada capítulo de Juego de tronos una docena de veces, a mi me da por seguir los debates de Política General en el Parlamento Vasco. Por trabajo, es verdad, puesto que me tocará desmenuzar lo que se ha dicho, pero también —y cada vez, más— por vicio. Por alguna razón que deberá analizar el psicoanalista al que ni voy ni iré, disfruto una hueva escudriñando las evoluciones de nuestras y nuestros representantes públicos en los escaños, el atril o, incluso, los pasillos y la tribuna de invitados, que a veces es donde están los que de verdad mueven el cotarro.

De la sesión del pasado jueves, anoto la endeblez en forma y fondo de alguno de los portavoces, el resabio casi abusón de otros y lo artificioso de quien habla con la esperanza de ser escuchado en Madrid. Curioso (o ya no) que desde según la bancada que se ocupe, se puedan arrojar a la misma persona calificativos radicalmente contrapuestos. Y luego estuvieron, cada uno para una tesina sobre la condición humana, los besos, las carantoñas, los apretones de manos cálidos o de hielo, las miradas severas, cómplices o indiferentes, los gestos de aburrimiento, alguna siesta subrepticia o el rato del recreo reivindicativo o así.

Claro que si he de elegir el resumen y corolario de la sesión —y no soy el primero que lo escribe—, me quedo con la mezcla de desidia y falta de cintura que revela responder a una propuesta nueva con las palabras de réplica que se traían escritas de casa para otro discurso.

Los otros desalojados

Cierto, qué gloria ha dado ver cómo iban desfilando estos días los que se consideraban intocables. Esas caras de funeral de tercera con rictus de no puede ser que me esté pasando a mi, ese pésimo perder en sus parraplas biliosas de despedida o ese rencor sulfuroso que han ido ladrando por los chaflanes han sido un regalo añadido a su propio desalojo. Incluso para los educados en no alegrarse del mal ajeno ni hacer leña del árbol caído ha resultado imposible no disfrutar, siquiera una migaja, del patético espectáculo de esta cofradía de poltroneros metafóricamente muertos. Ayudaba a no sentirse demasiado mezquino, también es verdad, saber que a muy buena parte de estos recién devenidos en zombies políticos les aguarda, como escribí el otro día, una bicoca mejor remunerada que la que perdieron en las urnas.

Déjenme, sin embargo, que en este punto vuelva blanda la columna y dedique las líneas que quedan a aquellos y aquellas que se van con una mano delante y otra detrás. Aunque les cueste creerlo, haberlos, haylos. De diferentes siglas, además, incluidas varias con las que no comulgo especialmente. Personas que, guiadas por unas ideas, abandonaron una vida más o menos llevadera por otra incierta, y en no pocos casos, peligrosa; tendemos a olvidarlo, pero las escoltas son de anteayer en este país. Con suerte, algunas podrán regresar, sudando para el reenganche, a sus antiguas ocupaciones. Otras quedarán a la intemperie, exactamente igual que tantísimos que han perdido un trabajo convencional. Quizá se pregunten si les mereció la pena haber dado aquel paso. Si soy sincero, no sé qué contestarles.

Vete a casa

Ustedes, claro, ni idea de quién es un tal Pablo Martín Peré. Como yo hasta ayer mismo, cuando me lo encontré por casualidad en el tuit plañidero de un congénere suyo de esos que pasan directamente de delegado de curso a secretario de juventudes y de ahí a vieja gloria del aparato sin haber cotizado por cuenta ajena en su pinche existencia. ¿Que por qué deberíamos conocerlo? Ciertamente, el gachó no ha hecho absolutamente nada digno de mención ni se espera que lo haga, pero las circunstancias y el tinglado institucional en que estamos atrapados nos convierten en financiadores de sus necesidades y sus vicios. Es de sus impuestos y de los míos de donde sale el pico que este prenda se embolsa todos los meses por representarnos —es un decir— en el Congreso de los Diputados. Su ignota labor nos sale por 4.637,73 euros cada vez que cambiamos la hoja del calendario. Eso, suponiendo que no perciba otras gabelillas por bostezar en esta o aquella comisión. Dietas y gastos de transporte aparte, faltaría más.

A primera vista, y teniendo en cuenta cómo va el patio, no parece que esté mal, ¿verdad? Pues díganselo a él, pero en voz baja, que está que fuma en pipa a cuenta del pésimo trato que recibe de sus nada comprensivos pagadores, o sea, nosotros. Bajo el lagrimero título “Parlamentarios españoles: nuestra verdad”, el escocido Calimero de las Cortes se ha cascado una kilométrica entrada en su blog donde rezonga sin cuento por el escaso aprecio que dispensamos a sus desvelos continuos por el bien común. Que si no cobra un sueldo sino una “asignación constitucional”, que si en otros estados de Europa la retribución es mayor, que si viajan en preferente porque les sale más barato que en turista… Todo excusas no pedidas del mismo pelo que hasta a alguien como servidor que no comulga con la idea de que los políticos son unos jetas le hacen saltar: Pablo, deja de sacrificarte por mi. Vete a casa.

¿Cotillas?

Lamenta el senador Anasagasti —citando a Patxi López, lo juro— que este es un país de cotillas. Si pretendemos ser medio ecuánimes y nos aplicamos en el complicado ejercicio de empatía de ponerse en la piel de quien tiene una ocupación tan peculiar, resulta comprensible su enfado al ver sus haciendas expuestas a la luz pública. Como decía una contertulia de Gabon la otra noche, no es plato de gusto para nadie saber que la vecina del tercero tiene barra libre para fisgar en tu armario y —añado yo— maliciarse imaginativas cábalas o hacerse lenguas sobre por qué tienes lo que tienes.

Sin embargo, más allá del cabreo lógico de quien se ve obligado a ponerse debajo de la lupa, tanto el veterano político jeltzale como su inopinado inspirador son conscientes, porque ninguno nació ayer, de que esta función de exhibicionismo era justa y necesaria. Les va, casi literalmente, en ese sueldo que pese a la hipotética transparencia del acto, seguimos sin conocer en su exactitud porque todos sabemos que el 10-T no es la biblia. No vale llenarse la boca con lo de los bolsillos de cristal y luego colgar cortinas de gruesa lona.

Es cierto que el destape se ha hecho de un modo un tanto chapucero, rozando lo chusco en algunos casos, y que ha tenido mucho de espectáculo de portería. Pero ni mucho menos se ha quedado en mero chismorreo. Aparte de descubrir que algunas señorías están forradas, otras parecen andar a la cuarta pregunta y una porción no pequeña de ellas deben a los bancos cantidades que no da una sola vida para pagar, en la batida han saltado liebres muy ilustrativas. Un ejemplo que sobrepasa la anécdota para ser categoría: el exdiputado socialista de infausto recuerdo Ricardo García Damborenea, condenado como muñidor de un grupo que practicó el terrorismo paraestatal, sigue cobrando 2.061 euros todos los meses. Ya vemos cómo se pagan los, ejem, servicios prestados. Y eso no es un cotilleo.

Protesta, que les joroba

Suelo llevar en la cartuchera, siempre listo para desenfundar, un discurso entre cínico y resabiado que corta como una navaja de Albacete vacilones reivindicativos. Básicamente se trata de tirar de memoria histórica para recordar que incluso las que ya se han hecho son revoluciones pendientes. Las bellas consignas se las lleva el viento y, al final, suele tocar volver a la miseria cotidiana con la pancarta entre las piernas. El cabrón del Sistema es tan grande que hasta tiene unos discretos bolsillos interiores para albergar a los antisistema, muchos de los cuales van saliendo de ahí por su propio pie según renuevan el carné de identidad o aprueban oposiciones. Andando el tiempo, a algunos te los encuentras poniendo ojitos de yonohesido en carteles electorales que chorrean photoshop.

¿Lo ven? Sin querer, ha vuelto a salirme el pinchaglobos en que nos hemos convertido por despecho bastantes de los que no encontramos la playa bajo los adoquines. Y no, esta vez no era mi intención largarme la clásica perorata paternalista de rebotado de viejas barricadas sobre las miles de personas que se están echando a las calles estos días al grito de “¡Democracia real ya!”. Todo lo contrario. Pretendo dejar constancia de mi respeto y mi admiración hacia cada una de ellas. Para mi no son ni perroflautas, ni ilusos, ni borregos manipulados, ni cualquiera de las mil etiquetas que les están calzando los que les miran con el fastidio de los señoritos que no soportan que un descamisado se apoye en la carrocería de su BMW.

Los aguafiestas pronostican que no conseguirán nada. No es cierto. Por de pronto, ya han triturado las teorías que sostenían que aquí no se movería nadie. Tal vez no hayan llegado a poner de los nervios a los dueños del balón, pero sí los han incomodado lo suficiente como para hacerlos balbucear melonadas -¿eh, López?- en sus mítines. Y han logrado también que pensemos. Por ahí se empieza.