Me he hecho el propósito, ya sé que muy probablemente estéril, de no ver el dichoso anuncio de la lotería de navidad. No busquen pretensión heroica, reivindicativa o estética en la intentona. En realidad, es pura cuestión de bilis, de conciencia de minoría derrotada que al tiempo que alza la bandera blanca ruega con toda humildad que no le encabronen más de lo necesario. Admito con deportividad el entusiasmo que provoca la cosa incluso en seres humanos de mi alrededor por los que siento cariño y respeto. Ni se me ocurre poner en duda que será un producto audiovisual de una factura exquisita. Pero no me pidan que me sume a la marea de natilla y chantillí.
¿Que tengo el corazón de piedra? Ya me gustaría a veces. Al contrario, se me humedecen los ojos con más frecuencia de la que quisiera. Y por desgracia, casi siempre por historias que no forman parte de una trama de ficción con final feliz. Que sí, que muy bien lo de la maestra —al final, es inevitable enterarse de los detalles— de este spot. Seguramente, hay una ternura infinita en lo que sea que le pasa a la señora y me alegro por ella y por la buenísima gente que la rodeará en el corto publicitario.
Lástima que no haya guionista que pueda edulcorar el desenlace del cuento prenavideño que no se me va de la cabeza desde anteayer. A Rosa, una mujer de Reus de 81 años, Gas Natural le cortó la luz hace dos meses porque no podía pagarla. Una vela con la que no le quedaba más remedio que iluminar su triste existencia fue el origen del incendio en que pereció asfixiada (*). Ahora unos y otros se culpan mutuamente de una muerte que no ocurrió por azar.
(*) Inicialmente había señalado que Rosa murió calcinada. Corrijo: fue por asfixia.