Enseñanzas de Aguirre

7 de octubre de 2013, benditas efemérides. Exactamente 77 años después de jurar su cargo, el lehendakari José Antonio Aguirre recibió, en la más presente de las ausencias, la insignia que lo reconoce como miembro del Parlamento que no pudo elegirlo, simplemente porque en plena guerra no había forma de convocarlo. Una reparación tardía, como tantas y tantas, por no hablar de las que siguen aguardando y de las que tal vez nunca lleguen. Pero reparación al fin, que en el caso del primer presidente del Gobierno vasco se une a otros gestos de restauración de su memoria y de su valor histórico que han ido cayendo por su propio peso… incluso de parte de quienes durante mucho tiempo le dispensaron un indisimulado desprecio. Y que conste que no lo cito como ataque hacia los que procedieron así, sino al contrario, como aplauso a la capacidad de rectificar.

Esa es una de las copiosas enseñanzas que nos legó Aguirre: no hay desdoro en enfrentarse a los errores propios cuando existe la firme disposición de enmendarlos. En no pocos de sus textos y de sus vibrantes alocuciones se refirió sin tapujos a lo que él mismo no hizo como al cabo de los años comprendió que quizá debería haber hecho. Sin caer jamás en el arrepentimiento —no tenía de qué—, sin renegar ni de sus actos ni mucho menos de sus convicciones, tuvo el coraje hacer un repaso autocrítico de sus obras, cuando alrededor la tentación al uso era porfiar que todo, absolutamente todo, se hizo bien.

Por supuesto que hay muchísimo más: su magnetismo personal, su don para aglutinar en torno a sí a gentes de credos y caracteres muy diferentes, su entrega a sus ideas y el respeto a las de los demás, su creencia en una causa que consideraba justa y su coherencia al defenderla… Imposible pasarlo por alto. Pero junto a ello, quisiera que al trazar el retrato de Aguirre no perdiéramos de vista el arrojo para encararse con sus equivocaciones.

Zarzuela Productions

Desde hace mucho tiempo estoy convencido de que la única finalidad de la monarquía española es tener entretenido al populacho. Todo eso de institución moderadora, símbolo de la unidad y permanencia de la nación y demás trafulla dialéctica que pone en el Título II de la Constitución son chorradas que no se creen ni los más partidarios del invento. A la hora de la verdad, la familia borbonesca viene a ser una compañía teatral de élite —magníficamente subvencionada— que cada cierto tiempo monta un entremés, un astracán, una tragicomedia de enredo o lo que se tercie para solaz del respetable, que ya sea pro o anti, sigue las andanzas con extraordinaria atención. Ya quisieran los culebrones o las telemovies de moda tener asegurada la media de share de las producciones de Zarzuela S.L.

Aunque se esté entre los que silban el Himno de Riego en la ducha, habrá que reconocer que en este campo el clan de los juancarlines resulta insuperable. Después de 37 años (más los que estuvieron como meritorios con el bajito de Ferrol) sobre el escenario, no sólo no han perdido punch, sino que en los últimos tiempos están demostrando su capacidad para mantener simultáneamente en cartel varias piezas de todos los géneros y siempre con la máxima intensidad dramática. Lo mismo le dan al thriller de estafas de altos fondos que te hacen una función de desgracias familiares con protagonista infantil. Y, cuando parecía que la cosa no daba más de sí, nos regalan un vodevil de trompas africanas que termina con una cadera ortopédica, el descubrimiento de la amante número ene y la constatación de que para el actor principal “arrimar el hombro y sacrificarse” significa hacerse un bisnes erótico-etílico-cinegético de cuarenta mil euros para arriba. No hay guionista que lo mejore.

Como no sabemos cuánto queda para la tercera (o, en nuestro caso, la primera), hagamos acopio de cinismo y sigamos disfrutando del show.

Indestructibles Borbones

Con el tiempo se descubrirá —no sé qué hace Pedrojota, que no empieza a largarlo— que Iñaki Urdangarín es un agente del republicanismo infiltrado en la borbonada para minarla desde dentro. Y habrá que reconocerle al de Zumarraga que junto a su precursor en la Operación Yerno Letal, Marichalar, y algunas portadas de El Jueves, han sido más dañinos para la institución que todas las proclamas que nos echamos a la boca los del rojerío antimonárquico. No se descarte, ojo, que Letizia Ortiz sea también una célula durmiente dispuesta a pasar a la acción en el momento menos pensado, que puede ser cuando se publique un libro del que me hablaron este verano. A ver entonces si la griega corre a sacarse fotos a su lado en el Hola, como ha hecho con su enmarronado hijo político.

En cualquier caso, incluso si la tormenta perfecta llega a desatarse sobre Zarzuela, Marivent y el resto de los casuplones regios, mejor que nos vayamos haciendo a la idea de que la ansiada tercera no se proclamará. Es más fácil, fíjense lo que les digo, que antes de que eso ocurra, vascos y catalanes hagamos las maletas definitivas y empecemos a tirar por nuestra cuenta. Por alguna razón que se me escapa, el clan de los juancarlines resulta tan indestructible como esos personajes de los tebeos que leíamos de críos. Caían de un vigesimoquinto piso, y en la siguiente viñeta seguían de una pieza, si cabe, con un ojo a la virulé, como es el caso actual del patriarca. Menudo profeta, el que lo bautizó “el breve” cuando juró los principios fundamentales del Movimiento.

Me reí hace unos días del cortesano Luis María Anson, que vaticinaba diez o quince años más de campechanía real. Después de haber pensado cinco minutos sobre el asunto y de repasar los hechos recientes, ya no me parece tan graciosa la ocurrencia del expresidente de concursos de misses. Nos quedan aún unos cuantos discursos de navidad balbuceantes, me temo.

Elogio de una República imperfecta

Resiste el recuerdo de la República. Hoy, ochenta años ya. Confieso que hace diez o hace cinco, en los últimos aniversarios redondos, estaba convencido de que la evocación se iría diluyendo hasta convertirse en un simple epígrafe de los libros escolares de Historia, un puñado de datos que memorizar sin emoción alguna como pasaporte para aprobar un examen. Me alegra que, de momento, haya sido posible burlar ese destino y que ocho décadas después, con la mayor parte de sus testigos y protagonistas ya ausentes, la mención de aquellos días siga moviendo algo -no sabría definirlo- en nuestras cabezas y en nuestros corazones.

No me engaño ni me dejo llevar por el sentimentalismo facilón. Sé que esa imagen casi idílica que ha resultado de destilados sucesivos en el alambique del tiempo se corresponde lo justo con lo que ocurrió verdaderamente entre el 14 de abril de 1931 y la promulgación del último parte de guerra de los vencedores. La realidad no fue tan maravillosa como luce en nuestra reconstrucción mental y en algunas revisiones edulcoradas que obvian los detalles incómodos. Hubo imprevisión, titubeos, arbitrariedades, un navajeo político equiparable al actual o superior y, por descontado, violencia. Pretender negarlo o pasarlo por alto porque nos estropea el ensueño nos sitúa a apenas medio metro de la última hornada de reescribidores del pasado -César Vidal, Pío Moa, Stanley Payne-, conjurados para ganar por segunda vez y por goleada de mentiras lo que para ellos sigue siendo una santa cruzada a la que se alistarían mañana.

El legado de los perdedores

Si no nos hacemos trampas cuando hablamos de memoria histórica, no tiene por qué asustarnos reconocer las (abundantes) imperfecciones que tuvo la República. El paso siguiente es asumirlas y, venciendo la tentación de justificarlas, incorporarlas con naturalidad al relato general. El balance seguirá siendo favorable -y por mucho- a lo que quiso ser aquella época. De hecho, la herencia que debemos tomar los que nos reconocemos como sucesores del bando perdedor no es solamente lo que llegó a ocurrir, sino lo que se pretendía que ocurriera. Lo que nos han legado tanto quienes se quedaron en las cunetas como quienes han muerto hace dos días sin el debido reconocimiento es, en realidad, una deuda.

Nos corresponde seguir construyendo todo lo que aquellas mujeres y aquellos hombres apenas tuvieron tiempo de esbozar. Y es aquí donde sus errores se vuelven valiosos, porque conocerlos y, más importante, reconocerlos, nos ayudará a tratar de no cometerlos de nuevo.