La decencia del Rayo

Mi nivel de desapego de lo futbolístico es tal que desconocía por completo la existencia de un jugador ucraniano del Betis llamado Roman Zozulya. Palabra que no había oído hablar de sus presuntas virtudes balompédicas y —esto es más raro— tampoco de sus reiteradas exhibiciones fascistas sin matices. La red está llena de fotos en que aparece ataviado de rambete supremacista eslavo, con toda la parafernalia simbólica de la ultraderecha de su país y, por si faltaba algo, empuñando armamento diverso.

Con esas credenciales, es un despiporre ver al gachó, tan duro él, haciendo pucheritos y ladrando al mundo su dolor porque la modélica afición del Rayo Vallecano ha frustrado su cesión al club del barrio madrileño. Pese a que su situación en la clasificación de segunda división, bordeando los puestos de descenso, no es para echar cohetes, la inmensa mayoría de la masa rayista no ha dudado en rechazar lo que podría haber sido un gran refuerzo en el césped. A riesgo de perder la categoría, se ha optado por la decencia de no manchar la camiseta ni el escudo.

Aunque el antiguo militante de Fuerza Nueva que preside la Liga de Fútbol Profesional anda amenazando con querellas por coacciones, el tal Zozulya ha tenido que volver al Villamarín con el rabo entre las piernas. Allí sí parece haber sitio y aplausos para tipos de su catadura. De hecho, a su regreso a Sevilla, le aguardaba una jauría de hinchas que lo jalearon como a un héroe. Nada de lo que extrañarse, por desgracia, en un lugar donde el ídolo local es Rubén Castro, un fulano al que se le imputan siete delitos de malos tratos y uno de agresión sexual.

Parecida repugnancia

Perdonen la comparación un tanto frívola, pero en la cuestión de Ucrania me ocurre como con la final de la Champions de este año: no voy con ninguno. Ni siquiera me sirve el mal menor. Aquí no caben los decimales. Tengo motivos similares —no diré exactamente iguales— para deplorar de los grandes bandos que nos imponen, e incluso intuyo que, como suele suceder en la inmensa mayoría de los conflictos, hay posturas intermedias que ni llegamos a conocer. Pero no, el maldito pensamiento binario, que es un refugio de perezosos, bravucones y maestros Ciruela, impone la alineación obligatoria. Ni siquiera es necesario que la adhesión sea por acción. Es corriente que sea por omisión: quien no está con nosotros está contra nosotros y sanseacabó. Y los tales nosotros estamos a tres mil kilómetros de los disparos.

¿Cómo explicar que no son excluyentes las repugnancias que me provocan los fascistas del Maidán y los matasietes prorrusos? Y lo mismo, respecto a los valedores de estos y aquellos en la pinche comunidad internacional. Ahí sí que el calco es perfecto. Los intereses de la UE y Estados Unidos por un lado y los de la madrastra Rusia por otro son de una bastardez pareja. Es de miccionar y no echar gota que para mostrar rechazo a los mangarranes de la troika y al tío Sam haya que cantarle loas al genocida probado Vladimir Putin. Bien es cierto que esto último revela la tendencia al postureo malote de esa seudoizquierda —no hablo de toda, líbreme Marx— que a estas alturas de la liga sigue creyendo que al otro lado del muro residían la libertad, la igualdad, la fraternidad y una prima del pueblo.

De Madrid a Kiev

¡Mecachis! Con lo felices que nos las prometíamos contemplando la estampa (creíamos que heroica) del pueblo rodeando el parlamento de Ucrania. Más de quince despistados ya habían tuiteado con un nudo en las teclas que viva la revolución, carajo o karajov, que el pueblo unido jamás será vencido, que sí se puede y la retahila de consignas de aluvión. Pero llegaron los cuatro o cinco pastores al mando, cayado en ristre, a desfacer el embeleco: que no, que estos no son de los nuestros. No son las masas derribando al tirano, sino una panda de fachas furibundos enviados por los malosos, previo pago de bocadillo y termo de café con vodka, a derribar la democracia. “Son la versión local del PP, que quiere conseguir en la calle lo que no obtuvo en las urnas”, llegué a leer a uno de los guías de cabestros. Y ahí me entró el descojono padre. Olé, los argumentos reversibles como los anoraks del Decathlon.

Miren, servidor de política ucraniana —o ucrania, como nos aleccionan que hay que decir ahora—, lo justito. O sea, lo mismo que los que estos días nos vienen con el máster en política internacional (subespecialidad repúblicas exsoviéticas) igual que hace unos meses exhibían sus doctorados en funcionamiento de frenos de trenes o lo que toque en la escaleta. Lo que ocurre es que con esos conocimientos de ir tirando, que me sitúan más cerca de la ignorancia que del saber, no me atrevo a pontificar quiénes son los buenos y los malos esta vez. Se me hace raro, es cierto, que haya decenas de miles de ciudadanos dispuestos a montar un pifostio para pertenecer a esta Europa maltratadora de dignidades. Pero si lo hacen, de lo suyo gastan.

Así que, por falta de datos, no voy al contenido sino al continente. Lo de Kiev es lo que se intentó hacer en Madrid y salió más bien tirando a regular. No me digan que no es gracioso que los que aplauden lo primero sean los que defenestraban lo segundo… y viceversa.