Niego la mayor: mi columna de ayer sobre la penúltima segregación en COVITE no contenía el menor ánimo de ofensa a las víctimas del terrorismo. Lo anoto porque me consta que se han sentido heridas por mi texto personas que no tienen nada que ver con lo que relataba. El problema, que viene de muy atrás y no acabamos de hacerle frente, es que nos han instilado la identificación automática de las víctimas con las asociaciones oficialistas o, peor todavía, con sus cúpulas directivas. Lo delicado del asunto de fondo —el dolor, el desagarro personal innegable— ha fomentado durante años un silencio acrítico que a la larga se ha revelado como absolutamente insano.
Por no embarrar más el campo, por no echar vinagre en las llagas, por no dar la impresión de ser conniventes con ETA, hemos ido dejando sin señalar mil comportamientos que no tenían un pase. La ausencia del más insignificante reproche abonó el terreno del ‘todo vale’ hasta cruzar los límites de la perversión. Ante nuestros ojos tuvimos a individuos que, arrastrando un sufrimiento fuera de toda duda, lo utilizaron como carta de inmunidad y en no pocos casos, como escalera mecánica para acceder a privilegios que en condiciones normales no hubieran soñado. ¿Quién se atrevía siquiera a insinuar que un peluquero, una vendedora de un centro comercial o una diplomada en Turismo —todos sin vocación previa— no podían erigirse en líderes políticos de la noche a la mañana? Incluso hoy sigue resultando una pregunta incómoda, lo sé.
Esto fue así porque algunos partidos lo promovieron, con la pertinente ayuda mediática. Una de las consecuencias letales es que en este momento crítico de la resolución no somos capaces de encontrar el papel que deben desempeñar las víctimas, sencillamente porque tenemos una imagen distorsionada de lo que son. Creo que se equivocan tanto los que les quieren conceder la manija como quienes abogan por dejarlas de lado.