Disparen al no adepto

Con una inmensa pereza bañada en un tanto de bilis, sigo donde lo dejé ayer. No contento con los avisos a navegantes de los Obergruppenführer Echenique y Monedero, el líder máximo Iglesias Turrión salió en persona mesándose la coleta a advertirnos a los periodistas de que tendremos que acostumbrarnos a que nos critiquen y nos insulten cuando hayamos mostrado un comportamiento desviado. Y miren, aunque no me gusta cómo lo dijo, ni siquiera es eso el origen de mi cabreo. Faltaría más que nuestro trabajo no pudiera ser objeto de la crítica y, metidos en gastos, del insulto de quien solo es capaz de argumentar a base de escupitajos dialécticos. La mano de collejas la tenemos asumida desde que tecleamos la primera letra o se pone en rojo la luz del estudio.

Lo que no cabe, y menos, si eres vicepresidente de un gobierno que se dice democrático, es azuzar a tu jauría de chacales furiosos porque un fulano del gremio plumífero no dobla el espinazo ante tu augusta figura. O, simplemente, porque tiene una ideología y unas creencias que no son las tuyas. Y esto lo escribe alguien que cada dos por tres es hostiado a modo por hatajos de matones de obediencias políticas diversas. A ver si los justicieros zurdos aprenden de su venerado Chomsky, que en USA acaba de pedir a los partepiernas que se corten un poco.

Trolas de ayer y hoy

Ni un par de días antes, la ortodoxia progresí repicaba con denuedo la última gran frase de San Noam Chomski, que a punto de cumplir los 90, parece haber descubierto la pólvora. “La gente ya no cree en los hechos”, pontificaba el gurú en el suplemento megaguay del diario a veces megaguay y a veces no tanto, bien es cierto que forzado por un entrevistador genuflexo y succionador. ¿Ya no cree? ¿Es que alguna vez ha sido de otro modo? En la propia obra anterior de un pensador tan longevo está esa misma idea referida a diversos acontecimientos de los que ha sido contemporáneo.

Llama la atención que justo ahora nos parezca una novedad que el personal se trague sin rechistar las trolas más toscas. Y aquí vuelvo al comienzo, porque muchos de esos mismos que asentían al borde de la fractura cervical mordieron como panchitos el burdo cebo que tiró alguien en esa gran charca que son las redes sociales. El trampantojo en cuestión consistía en una fotografía de Abascal, la sensación del momento, besando la tumba de Franco. No les sé decir si era un tuneo con photoshop o un pavo que se parecía al de Amurrio, pero sí que cantaba a montaje cutre a mil millas. Eso no evitó que la instantánea chungalí se tomase por cierta, dando paso a todo tipo de cagüentales, que no cesaron cuando llegaron los desmentidos acompañados de pruebas. Los más moderados porfiaban que la imagen podría haber sido cierta. Los demás seguían insistiendo en que seguramente lo es, y puedo apostarles que en el futuro continuará rulando por ahí como la del falso Albert Rivera vestido de falangista. Pero luego daremos lecciones sobre bulos y rumores.

Épica de la violencia

Siento que me han pillado a contrapié. Mientras en esta parte del mapa llevamos unos años —no sabría decir cuántos— inventando un discurso deslegitimador de la violencia, un poquito más abajo, bastantes de los que nos miraban con desdén porque a la mínima se liaba parda en nuestras calles parecen haber descubierto la taumaturgia de las piedras y los contenedores ardiendo. Sin recato ni rubor, se proclama que a un sistema que no escatima precisamente en el uso de la fuerza hay que darle donde más le duele y devolverle cada golpe con otro golpe. Cualquiera que haya renovado varias veces el carné recordará ambos eslóganes, quiénes los aventaban y qué se solía decir al respecto. Con la suficiente perspectiva y una abundante relación de hechos tasados y testados, también podemos comprobar la nula eficacia de todo aquello. Al contrario: si nos está costando tanto salir del berenjenal es, en buena medida, porque no se puede arreglar de un día para otro lo que se ha jodido durante décadas.

Claro que a ver quién es el valiente que se lo explica a los que celebran exultantes la paralización del proyecto urbanístico aberrante de Gamonal. Con toda la razón del mundo, argumentarán que lo que no hubieran conseguido mil concentraciones pacíficas ha sido posible gracias a las imágenes de lunas rotas, barricadas incendiarias e intercambios de adoquines por porrazos. ¿O hay alguien tan cínico como para sostener que el alcalde ha dado su brazo a torcer al comprender súbitamente que su plan (o el de su amo) no contaba con el respaldo popular?

La lectura automática y sin filtrar de este episodio es que el modo de conseguir lo que el poder niega al sentido común es a hostia limpia. Y si hacen falta padrinos intelectuales, se cita a Chomsky, que desde un mullido sillón afirma que la violencia nunca surge de la nada. El problema es que eso también es aplicable a la violencia del represor, que tiene más fuerza.