Reventadores

Las marchas de la Dignidad estaban inspiradas exactamente por lo que enuncia su nombre. Los miles de hombres y mujeres que participaron en ellas no merecían que su titánico esfuerzo fuera vilmente pisoteado y reducido a una cuestión de orden público. Lo que iba a ser —¡y en buena medida fue!— la toma pacífica de Madrid para abrir ojos y despertar conciencias ha quedado en los medios como una (otra más) batalla campal, un suceso sujeto a las leyes implacables de la intoxicación. Y como ahí gana quien tiene los repetidores más potentes, la partida se la están llevando de calle la Delegación del Gobierno y el Ministerio del Interior, que llevan días suministrando material de casquería a granel. Material de primera, además. No hay redacción que se resista a difundir gañanadas como la del cenutrio que presumía, “todo de subidón”, de haber apedreado a un policía en el suelo o vídeos como los que mostraban a unos sulfurados gritando “¡Matad a esos hijos de puta!”. Por supuesto, imágenes de antidisturbios pateando cabezas, ni una; esas hay que buscarlas en Twitter, donde el ruido real supera de largo a las nueces.

Me pregunto si entre los organizadores, participantes y, sobre todo, jaleadores de sofá de las marchas, habrá una reflexión sobre cómo y por qué lo que podría y debería haber sido un hito de la protesta ciudadana ha acabado siendo vendido —y comprado, que es mucho peor— como una acción vandálica premeditada. Que siempre van a mentir los poderes del Estado, va de suyo. Ponérselo tan fácil consintiendo y justificando a los reventadores violentos es lo que me resulta incomprensible.

El daño causado

Reconocer el daño injustamente causado es, miren ustedes qué perogrullada, reconocer el daño injustamente causado. Y hacerlo a pelo, porque sí, porque siendo imposible esa reparación de la que tanto se habla en vano, es lo menos que se le debe a quien se le provocó el sufrimiento, una disculpa. Pero no una de trámite en media línea perdida por ahí, como si todo el mal hubiera consistido en un pisotón al subir al autobús o fuera producto de un malentendido tonto. Algo de más fuste, pensado, elaborado, que se note que ha llevado su tiempo y que parte de la absoluta sinceridad. Tampoco vale apostillarlo con que si yo no empecé, a otros que han hecho cosas peores no se les pide lo mismo, es que había un conflicto… ni demás prosa justificatoria. Aunque las acciones se hayan dado en un contexto muy determinado, cada una es personal e intransferible.

¿Es que acaso hay que humillarse? No va por ahí. Un exceso de flagelo sonaría demasiado artificioso y habría motivos para desconfiar. Basta con unas gotas de naturalidad y otras de empatía, sin perder nunca de vista que incluso las palabras mejor escogidas y dichas no serán capaces de restaurar los estragos cometidos.

Se nos suele olvidar —o directamente no queremos contemplarlo así— que estamos hablando de una cuestión puramente moral. Es fatal mezclarla con las estrategias políticas coyunturales o vincularla, como se está haciendo, con la obtención de hipotéticos beneficios penitenciarios. Si queremos que el reconocimiento del daño causado tenga algún sentido o algún valor, no podemos ni exigirlo ni ofrecerlo a cambio de contrapartida alguna.

El Sociómetro

En el último Sociómetro hay un dato que contiene la clave para interpretar casi todos los demás. Es decir, que la contendría si estuviéramos dispuestos a aceptar la realidad más o menos como es y no como queremos que sea. Lo apunto porque aún estamos a tiempo de bajarnos de la nube y volver a pisar la tierra. La cuestión es que apenas cuatro de cada diez encuestados han oído hablar del Plan de Paz y Convivencia del Gobierno Vasco. Aguarden, que la cosa empeora: entre esa minoría, solo el ocho por ciento asegura que lo conoce muy bien, mientras que un raquítico 24 por ciento dice conocerlo bastante, signifique eso lo que signifique.

Tengan en cuenta que no estamos hablando de un detalle menor o de un asunto semiclandestino. Desde que se remitió al Parlamento en junio del año pasado, los medios de comunicación de este trocito del mapa hemos dado un tabarrón considerable sobre ese Plan. Le hemos dedicado un sinfín de aperturas informativas y ríos de tinta o saliva en los espacios de opinión. Quien hubiera tenido el mínimo interés estaría, no digo al cabo de la calle, pero sí al corriente. Y ya ven que no. Pregunten a las mismas personas si les suena la niña Iraila o, por citar algo menos dramático, si han visto las imágenes de la perra descontrolada en la playa de La Kontxa.

Saquen las conclusiones ustedes mismos. La de este servidor es que, aunque la realización técnica del estudio haya sido perfecta, buena parte de lo que se desgrana en las 154 páginas del Sociómetro queda en cuarentena. Lo mismo sostengo de todos los titulares de conveniencia que hemos extraído. Otra cosa es que prefiramos no verlo.

Violencia relegitimada

Sigo con el episodio del lunes en Bilbao porque lo que pasó trasciende ese día y ese lugar. Tristemente, en esos hechos y en las correspondientes interpretaciones hay algo más que el retrato de un instante o de unas circunstancias concretas. Está el minuto de juego y resultado de todos estos años que llevamos engañándonos con los discursos melifluos de la paz, la convivencia, la reconciliación y demás letanías tan biensonantes como huecas. Siento escribirlo con semejante crudeza, pero creo que es mejor despertar de golpe que seguir haciendo castillos en el aire. Si verdaderamente queremos que todas esas palabras recobren su sentido, quizá deberíamos volver a la casilla de salida para enfrentarnos a la asignatura que muchos no han aprobado: la deslegitimación de la violencia. Mientras siga pendiente, el resto sobra.

Si algo quedó claro el otro día, y más en los relatos que en los propios acontecimientos, es que hay un amplio sector —que ni me atrevo a cuantificar ni a identificar porque nos llevaríamos alguna sorpresa— que defiende el uso de la violencia. Y ya ni siquiera como medio para obtener determinados fines. Qué va, peor todavía: la defiende incluso sabiendo que es ineficaz y hasta contraproducente, es decir, porque sí y bajo coartadas tan (conscientemente) pobretonas como que hay violencias peores. ¡Pues claro que la que ejerce el FMI es mil millones de veces más dañina que romper cien escaparates de la Gran Vía o el Casco Viejo! Pero manda narices devolver los golpes en el lomo de los que están entre las primeras víctimas del FMI. De justificar tan cenutria actitud, mejor ni hablamos.

Un día de furia

En las páginas no impresas del programa del Bilbao Global Forum constaba que mientras los encorbatados piaban a cubierto sobre la eficacia con que joden al planeta, en las calles de más allá del cordón de seguridad se liaría parda. La destrucción estaba presupuestada y, por supuesto, amortizada, con la ventaja añadida de que los participantes en este bolo de provincias no iban a sufrir el menor quebranto de bolsillo ni de conciencia. Ahí nos las den todas, podrían pensar, si siquiera tuvieran un segundo que dedicar al paisaje después de una batalla que ni les va ni les viene. Ya se encargará quien corresponda de restituir las cristaleras, las persianas, las farolas, las señales o los sufridos contenedores. A tanto la pieza o el servicio, faltaría más, que el capitalismo también —o sobre todo— escribe derecho en renglones torcidos. Si será así, que hasta hay un nombre técnico para esto de descojonar las cosas y sustituirlas en espiral: demanda agregada.

Menudo compromiso, explicar a estas versiones pedestres de Atila que son tan esbirros del sistema como el que más. No lo van a entender, primero porque no les da para ello la cagarruta de oveja que tienen por cerebro, y segundo, porque aunque les diera, no les saldría de entre las ingles atender a razones. Lo suyo es la gresca por la gresca, darse un buen chute de adrenalina a costa de un escaparate o, si es el caso, de una dependienta que no llega ni a mileurista, y que luego venga el pisamoquetas acomplejado de turno a componerles un cantar de gesta. Entretanto, los que tenían algo por lo que protestar, a seguir pringando, los muy idiotas.

Proceso… ¿de paz?

Proceso de paz. ¿Realmente estamos inmersos en algo que merezca tal nombre? A riesgo de recibir una buena collejada, les confieso que a mi se me hace excesiva la expresión y que cada vez me resulta más artificial cuando la leo o la escucho. Incluso si quienes la escriben o pronuncian lo hacen inspirados por las mejores intenciones, tengo la impresión de que un día nos vinimos demasiado arriba y no acabamos de descubrir cómo regresar a ras de suelo. Quizá hubo un momento en el que era procedente tal bautismo, pero en el actual, incluso con sus tiras, sus aflojas, sus bloqueos y sus provocaciones, no encuentro nada que justifique mantener la denominación. Aparte de dos docenas de recalcitrantes de Tiria o de Troya, ¿tiene alguien la sensación de vivir una cotidianidad muy diferente de la de cualquier lugar oficialmente en paz? Hecha a la inversa, la pregunta aclara más: ¿Se parece algo nuestro día a día al de, pongamos, Siria?

Se diría que planteo una cuestión puramente semántica y que tanto da si le llamamos Pepe o Juan, siempre que la cosa acabe bien. Anotemos, sin embargo, que las trampas del lenguaje suelen contribuir más a enmarañar que a solucionar. Como prueba del nueve, la dichosa ponencia del Parlamento vasco, varada en una simple coma. Y eso, después de haber ordeñado los circunloquios al máximo para que estos, aquellos o los otros no arrugasen el morro.

Igual que ocurre con la cacareada reconciliación, sospecho que estamos marcando un objetivo tan inalcanzable, que tenemos muchos boletos para acabar frustrados. Estamos lejos de la situación ideal, pero no diría que estamos en guerra.

Lo del viernes (2)

Vaya, parece que tengo que pasar a limpio lo que quería decir con ‘lo del viernes’. Como supongo debí anticipar, me han caído airados pescozones de esa parte del patio de butacas que no necesitaría ir al cine porque ya tiene la película en la cabeza. Aunque sea de romanos, te porfiarán que es de vaqueros y cualquier intento por razonar se zanjará con el argumento definitivo: ¡Fascista! Bueno, mucho más divertido en este caso, porque el escupitajo por atreverse a señalar que el género en cuestión era la comedieta bufa consistía en apostrofarte como “enemigo de la paz”. De miccionar y no echar gota, que te suelte eso un tipo que hasta hace dos días ha tirado de pipa u otro más cagueta que, sin haberla llevado, aplaudía con las orejas a los que daban matarile o silbaba a la vía.

Lo bueno y a la par triste del caso, como he anotado tantas veces, es que estas vainas solo nos ocupan a unos cuantos entusiastas. Y mejor que eso es que el debate se queda en cuatro yoyas dialécticas. Todos, desde COVITE a Etxerat, tenemos la certeza de que los días del plomo no volverán. Salvo para una pequeña minoría que sí ve en riesgo su presente y su futuro, el debate es de fogueo.

No tiene sentido alargarlo innecesariamente. De ahí mi mal cuerpo por ‘lo del vienes’, cuando se dio una curiosa paradoja: si bien el desarme que vimos fue de chiste, lo cierto es que ETA entregó toneladas de munición… a la otra parte. Munición argumental que, entre otras consecuencias, sirvió para continuar la chirigota con la lisérgica llamada a declarar de los verificadores en la Audiencia Nacional. Y mientras, la casa sin barrer.