El ‘problema de los presos’

Lo que, obviando siglas y refugiándonos en los sobreentendidos al uso, llamamos el problema de los presos es estricta y casi literalmente lo que señala el enunciado: el problema de los presos. También, por supuesto, el de sus allegados, que padecen vicariamente su(s) condena(s), y en otro sentido, el de determinadas formaciones políticas por motivos que no es preciso explicar. Sería cuestión de preguntarlo específicamente, pero no parece que al resto de la sociedad le quite el sueño. Puede haber —y de hecho, yo creo que la hay— una parte estimable de la población dispuesta a un cierto nivel de movilización por sus derechos y hasta quienes les erigirían estatuas ecuestres en cada pueblo, pero si echáramos cuentas, me temo que es mucho mayor el número de personas a las que el asunto les trae sin cuidado. En unos casos, por la misma indolencia que muestra el cuerpo social hacia toda piedra que no le apriete directamente el zapato, y en no pocos, por la imposibilidad de mostrar empatía (no digamos ya simpatía) hacia unos seres humanos que no se han distinguido precisamente por esparcir la bondad sobre la faz de la tierra. Ni hablemos del sector, tampoco pequeño, que directamente quiere que se pudran en la cárcel y, si puede ser, en la más lejana e infecta, mejor.

Anoto todo lo anterior como mera descripción de escenario. No digo que me guste o me disguste, ni que me parezca justo o injusto, sino que es lo que hay, y que entiendo que son estas evidencias las que deben determinar las acciones concretas. Y esto, volviendo al principio, concierne más que a nadie a los afectados en primera persona.

Mediadores

[NOTA PREVIA: Nada más enviar este texto a los periódicos que lo publican, apareció el comunicado de ETA en que da a entender, de un modo muy barroco, que ha inutilizado sus arsenales. Pensé en escribir otra columna, pero lo deseché inmediatamente. Tengo bastante que decir sobre la secuencia de los acontecimientos y lo haré. Sin embargo, ese comunicado solo cambia las líneas que van a continuación en un sentido: me reafirma en que este asunto ha entrado de lleno en la batalla por la puñetera hegemonía, y de un modo rastrero.]

Estoy convencido de que muchísimos de mis conciudadanos —¿la mayoría?— ni se han enterado de que hace unos días volvieron a visitar Euskadi los mediadores, curiosa denominación, por cierto, porque no queda claro entre qué partes o agentes hacen de puente. Otros, a lo sumo, oyeron alguna campana acerca de su presencia entre las noticias de la calorina, la masacre israelí sobre Gaza o el abandono de Contador en el Tour. Doy por hecho que cualquiera de los tres asuntos citados, mayormente el primero, ha alimentado más conversaciones que los encuentros de Powell y McGuiness con los representantes de aquellas siglas o instituciones que, por convicción o educación, tuvieron a bien recibirlos.

No sé si los participantes en esta coreografía sin público captan por dónde voy: estamos ante una cuestión que no vende una escoba informativa, excepción hecha de sus protagonistas y de los que nos toca ser notarios, cada vez con más pereza, de esas reuniones cuyo contenido, para colmo, se resume en medio folio de obviedades. ¿Hasta cuándo van a seguir mareando inmisericordemente una perdiz que hace mucho tiempo dejó de respirar? ¿No sería más honrado reconocer que la vaina no da más de sí, agradecer los servicios prestados a los susodichos mediadores —insisto: ¿entre quiénes median?— y ver si hay otro camino por el que tirar?

La pregunta subsiguiente es si de verdad existe ese camino. Lo que uno ha visto al respecto en las últimas fechas ha sido a las dos grandes formaciones vascas echándose los trastos penitenciarios a la cabeza. Y ahora es cuando me escabullo y dejo a la concurrencia discutiendo quién empezó.

Las no víctimas de Urquijo

Ocurrió en el tiempo de prodigios del que tanto nos dan la brasa bañada de ajonjolí. Un mes después de la legalización (previo arrodillamiento) del PCE y uno antes de las primeras elecciones tras la muerte en la cama del señor de El Pardo. Llevaba año y medio en el trono el Borbón recién abdicado y aún no se había cumplido el primer aniversario del nombramiento del beatificado Adolfo Suárez como presidente del gobierno español. Era ya ministro de la porra el siniestro Rodolfo Martín Villa. A pesar de un aligeramiento para la foto, las cárceles seguían a reventar, y en el norte irredento del que procedían gran parte de los presos, gentes de diverso signo convocaron la Semana pro-amnistía. Balance final: ocho muertos de entre 28 y 78 años. Cinco cayeron a tiros de la policía o la guardia civil, uno fue atropellado al intentar retirar una barricada y a otro le fulminó un infarto en medio de la refriega. El octavo fue Francisco Javier Núñez. Les recuerdo su caso.

El último día de las protestas bajó a comprar el periódico y quedó atrapado en los disturbios. Unos uniformados le molieron a golpes. Dos días después fue a presentar una denuncia al Palacio de Justicia de Bilbao. Al salir, lo interceptaron unos tipos que se lo llevaron a un lugar en que volvieron a apalearlo y le obligaron a beber una botella de coñac y otra de aceite de ricino. Falleció días después con el hígado reventado.

Hace unos meses, el Gobierno Vasco lo reconoció, junto a otros, como víctima de la violencia policial en un decreto que el virrey Carlos Urquijo ha recurrido. Solo él sabrá por qué. Los demás nos lo imaginamos.

La enaltecedora

Titulares que mueven a algo a caballo entre la piedad y la carcajada: “Subí el emblema de ETA a Facebook sin darme cuenta”. Son palabras de una de las 21 personas detenidas en la jacarandosa Operación Araña que se marcó la Guardia Civil la semana pasada con el supuesto objetivo de limpiar el patio internáutico de contumaces enaltecedores del terrorismo. Nos los habían pintado como una suerte de escurridizos y malvadísimos hackers que colocaban sus perniciosas consignas entre sus miles de seguidores. Empecemos por esto último. Resulta que Begoña, la autora del entrecomillado de más arriba, apenas tiene cincuenta amigos en Facebook, en su mayoría, [Enlace roto.], familiares y conocidos de Galicia, tierra de la que emigró a Euskadi tras una ruptura sentimental. Salvo que se trate de ninjas o muyahidines, no da la impresión de que haya ahí masa crítica suficiente para iniciar un movimiento insurgente ni nada que se le parezca.

El resto de detalles que ella misma aporta tampoco la retratan precisamente como una temible ciberdelincuente. De 46 años, separada, madre de una hija que le da más de un disgusto, y con una discapacidad física reconocida del 72 por ciento, Begoña usa la famosa red social de Zuckerberg —solo esa; en Twitter ni se ha estrenado— para lo que tantos y tantos, o sea, para mantener un sucedáneo de contacto con el mundo. Comparte citas blanditas de postales de autoayuda, canciones de Rocío Jurado y fotos de su tierra de acogida, entre ellas, una ikurriña que contenía la serpiente y el hacha. Para la llamada benemérita pasa por una peligrosa enaltecedora.

Operación Araña

Menudo descubrimiento, las redes sociales están tachonadas de cenutrios que, desde lo que los muy pardillos presumen impune anonimato, se dedican a evacuar la peor mierda a diestra y siniestra. Los hay, como estos que han servido al ministro Fernández para montarse el penúltimo show, que vomitan bravuconadas nauseabundas sobre Miguel Ángel Blanco o Irene Villa, pero no escasean los que se vienen arriba deseando la muerte de Otegi, Mas, Urkullu, Cayo Lara o cualquiera de los enemigos oficiales de la patria. Sin ir más lejos, el otro día, en una cuenta de Twitter llamada Foro Guardia civil se lamentaba que Martín Garitano no se hubiera quedado en el sito cuando se desvaneció en la izada de la ikurriña XXL en Donostia. Yo mismo, siendo un mindundi que no ha empatado con nadie, me he visto dos docenas de veces en un paredón imaginado por garrulos de dedo fácil y masa gris ausente.

Sería el primero en celebrar que esta quincalla cobarde desapareciera para siempre de la faz del ciberespacio o, como poco, que sus gañanadas no les salieran gratis. Lo que no trago es que el modo de conseguirlo sea una redada refulgente como la que los guasones bautistas del ministerio español de Interior dieron en llamar Operación Araña. Hemos visto los suficientes espectáculos de luz y color verdeoliva para saber que lo único que se ha buscado con el escarmiento público de un puñado de bocachanclas era seguir exprimiendo la nutricia teta de la serpiente. Eso de saque. En el mismo viaje, acojonar preventivamente a cualquiera que no escriba como dicte la autoridad competente. Una triste coma podría ser enaltecimiento.

Echevarriatik Etxeberriara

Me puse a ver Echevarriatik Etxeberriara cargado de recelos y prejuicios. Temía que, como he comprobado tantas veces, el tic justificatorio —o incluso el glorificador— se colara entre las buenas intenciones declaradas. “El documental trata de indagar en la importancia que ha tenido la violencia dentro del mundo de la izquierda abertzale [en Oiartzun]”, había leído en la escueta nota de presentación que hay en la web del trabajo que firma Ander Iriarte. Mi duda estaba en si las indagaciones buscaban concluir, en una línea ya muy explorada y puesta en práctica, que aunque matar, secuestrar y extorsionar no está del todo bien, hubo un momento en que hubo una buena causa para hacerlo. Un puñado de fotogramas me bastaron para comprobar que el asunto no iba por ahí.

Para los suspicaces a la inversa, me apresuro a aclarar que ni de lejos se intenta hacer la consabida caricatura de los descerebrados criados en territorio comanche y dispuestos a apiolar en nombre de Euskal Herria a quien se les cruce en el camino. Ni siquiera hay un afán de equidistancia o buenrollismo. Son, sin más y sin menos, una hilera de testimonios, todos de personas que pertenecen a la izquierda abertzale en su sentido más amplio, que cada espectador tiene la responsabilidad de interpretar. Lo complicado y a la vez estimulante es que no son relatos cuadriculados. Incluso quienes pueden representar determinado estereotipo sorprenden saliendo por donde no se esperaba.

A falta de espacio, reservo estas últimas líneas para animarles a localizar el documental —temo que no será fácil— y someterlo a su criterio. No les pesará.