Sánchez en rojo y gualda

Está dando mucho que hablar el banderón rojigualdo ante el que compareció Pedro Sánchez el otro día. Y ahí tienen la clave para entender la vaina. Se trataba, en primer lugar, de ganarse unos minutos de blablablá en tertulias de aluvión, Twitter y otros espacios de opinión al por mayor o al detalle, como estas mismas líneas.

Una vez comprobado que, a diferencia de las fuerzas nuevas (uy, perdón), el PSOE no coloca una puñetera escoba marcándose el rollete chachiguay y que tampoco sale de pobre vendiendo a su líder como un excitante sexual, alguien decidió que había que probar otra cosa. O en realidad, dos cosas, porque lo de la enseña nacional ciclópea fue conjunta e inseparablemente con la presentación en sociedad de la esposa del secretario general. Al estilo House of cards, dicen algunos con memoria tirando a frágil: el dos en uno de buena física y aparente mejor química lo viene utilizando últimamente Artur Mas y antes lo hizo, sin salir de Ferraz, Rodríguez Zapatero, cuya señora, Sonsoles Espinosa, tiene, por cierto, algo más que un aire a Robin Wright, la protagonista femenina de la serie antes mentada.

¿Hay alguien en la sala que sea capaz de citar alguno de los mensajes espolvoreados por el ya investido candidato socialista a la presidencia del Gobierno español en el acto de marras? Apuesto a que no. Y ni falta que hace, porque lo que se pretendía que captaran las cámaras eran los colores. En primer término, los de la bandera, y en segundo, el del vestido de la compañera de Sánchez. Luego venía el debate (o así) en el que hemos entrado de cabeza. Una estrategia verdaderamente acertada.

No se van

Fue un acto verdaderamente pintoresco el del miércoles en el acantonamiento verde oliva de Sansomendi. Una expresentadora de telediario devenida en reina por vía inguinal se llegó a cantar los prodigios de la guardia civil durante sus 171 años —todos esos— en el territorio comanche del norte. Se presentó la doña de blanco y sin peineta ni mantilla, detalle que a la prensa cortesana y lamedora le pareció, hay que joderse, una revolución del protocolo. Como si no cantara suficientemente a naftalina la concentración de tricornios acharolados, charreteras, pecheras atiborradas de medallas y otras quincallas que lucían los beneméritos o los trajes de cuervo siniestro que vestían las autoridades civiles. Entre ellas, el virrey Urquijo, para qué les cuento más.

Por aquello de la elegancia social del regalo o por tradición medieval, la antigua compañera de Alfredo Urdaci trajo como prenda para el cuartel vitoriano una bandera española tan primorosamente bordada, que había costado 60.000 eurazos del ala. Imaginen el rebote de los picolos de a pie, que no reciben ni para mediasuelas de sus botorras, ante semejante derroche en el trapo rojigualda. Bien es cierto que allá ellos si tragan con la ofensa.

La guinda del evento se la había reservado el singular ministro que atiende por Jorge Fernández y Díaz. Con la vena hinchada hasta lo patrióticamente reglamentario y en un remedo opusdeisiano de Escarlata O’Hara, puso a Dios por testigo de que la Guardia Civil jamás de los jamases se marchará de la irredenta Vasconia. Y todo esto tuvo lugar, puedo asegurárselo, una soleada jornada de primavera del siglo XXI.

Ni el momento ni el lugar

Es tan fácil —o debería serlo— como imaginarse la situación inversa. A unos minutos del txupinazo, baja del cielo una gigantesca bandera rojigualda que obliga, por primera vez en la historia, a retrasar el inicio de la fiesta. ¿Qué nos habría parecido? ¿Qué habríamos dicho? Lo más amable, que no era el momento ni el lugar. Pero claro, no es lo mismo, ¿verdad? Nunca es lo mismo. La razón siempre nos acompaña, la nuestra es la causa buena y la de los demás, una porquería o, en los términos al uso, una fascistada.

Precisamente porque me asquea que me impongan unos colores que no siento como propios, jamás se me ocurriría pasar los míos por el morro de quienes, con todo derecho, tampoco se sienten representados por ellos. Sé en qué me convierte lo que acabo de escribir a ojos de los que expiden los certificados de vasquidad fetén. No me cuesta adelantar mentalmente muchos de los comentarios que seguirán a estas líneas en las ediciones digitales donde se publican. Abandono incluso la esperanza de encontrarme con un insulto o una invectiva que se salgan del repertorio oficial.

Pues asumiré ser un mal vasco, un traidor o lo que toque si por tal se entiende a quien, por incómodo que le resulte, se lo piensa dos veces antes de circular por el carril obligatorio, sea cual sea. Ya he anotado alguna vez que el primer derecho a decidir que reclamo es el individual. Solo autodeterminándonos como personas tendrá sentido que lo hagamos como pueblo. Y que conste que por grandilocuentes que suenen las dos frases anteriores, no son más que humildes opinones. Quizá equivocadas, eso tampoco tengo empacho en admitirlo. Me ha ocurrido en muchas ocasiones creer estar seguro de algo que luego se ha probado exactamente al revés de como lo veía.

Siguiendo ese principio del error probable, les cuento aquí y ahora que aunque la que se desplegó ayer en Iruña es mi bandera, entiendo que no fue ni el momento ni el lugar.

Tontos con bandera

¡Jolines, qué pedazo machotes los centuriones de esa caspa fachendosa que atiende por DENAES! Menuda hazaña entre bélica, patética y pelambrética, subirse al Gorbea desafiando el sirimiri de una mañana festiva otoñal para plantar en la cruz una rojigualda de talla extra grande. Seguramente, en sus porosas meninges tal soplapollez se les antoja una gesta heroica sin par, una arriesgadísima acción de comando desarrollada en la cocina del infierno vascón o cualquier ensoñación patriotera por el estilo. A ver cómo les explicamos que no llega ni a payasada y que si pretendían ofender o asustar, todo lo que han conseguido con su reconquista de la señorita Pepis es que sintamos una mezcla de bochorno, hastío y pena.

Son el descojono estos ultranacionalistas que luego van por ahí mentándole la madre a cualquiera que manifieste su querencia por una tierra o una bandera que no sean las que a ellos les ponen pilongos. Si tuvieran media hostia dialéctica, podríamos tomarnos la molestia de darles a probar una docena de argumentos razonados que desmintieran sus mitos calenturientos de la una y grande. Pero sería echar margaritas a los cerdos. Y peor error aun resultaría jugar con ellos a ver quién es más cenutrio, porque eso es lo único que va buscando esta panda de niños de papá metidos a joseantonianos de pitiminí. Aunque es cierto que disponemos de unos cuantos brutos locales que podrían bajarlos hasta Navalcarnero haciendo pucheritos y con el Dodotis a reventar, si hemos aprendido alguna lección de nuestros días de plomo, lo que procede es dejarles embestir contra la pared. No hay desprecio como no hacer aprecio.

Todo lo más, una sonrisa irónica con cara de no sabes cuánto me aburres o, si es el caso, una columna como la presente para que se encabronen al comprobar que no nos los tomamos ni una migajita en serio. Anda que no tenemos el culo pelado de soportar tontos de baba. Con o sin bandera.