Corruptos o ineptos

Está en el manual de los pillados con el carrito del helado. Lo primero, negarlo. Y lo segundo, y lo tercero, y lo cuarto. Que no es corrupción, pregona el eurofan Javier Maroto a la vuelta de su fin de semana de ensueño en Estocolmo, capital provisional de la horterada y, por lo que se ve, de la intolerancia a según qué banderas. Dos días y medio de mambo y silencio sepulcral desde que se conoció la sentencia que lo condena —vuelvo a silabear: con-de-na— a pagar una pasta gansa, y lo primero que evacua al respecto es la requetesobada excusa de todos los retratados en renuncio.

Claro que no es mucho mejor el segundo mensaje, en el que con un desparpajo difícil de superar, reduce la causa del Tribunal de Cuentas contra su persona, la de Alonso y el resto de compañeros de corporación gaviotil a un “expediente administrativo en el que se discute por el precio de un alquiler”. ¡Se discute! Para chulo, su pirulo. En lugar de callarse y bajar la cabeza frente a la evidencia palmaria del dineral desorbitado que se apoquinó por unos locales de cierto empresario, se viene arriba y convierte la materia judicial en una gresca tabernaria. Al hacerlo, no solo demuestra una gallardía tendente a cero, sino que está insultando a la jeta a todos los que asistimos a la salida de pata de banco, empezando por los vecinos de su ciudad.

7,6 millones de euros para arrendar un edificio que acababa de ser adquirido por 2,7. De los tipos que propician tamaño pelotazo solo cabe pensar que están favoreciendo a un gachó muy poderoso o que son una panda de ineptos. Cualquiera de las dos les inhabilita para para la política.

1.073 denuncias falsas

8 de marzo otra vez. Conforme a la costumbre, se imponen las maravillosas proclamas, los gestos, las promesas, las campañas, o lo que es lo mismo, y siento mucho decirlo, la casi nada.

Añadan a la vaciedad bienintencionada, si quieren, estas mismas líneas, que también forman parte de la rutina. Solo cambia que cada vuelta de calendario son hijas de una impotencia y un cabreo mayores. Ya no es únicamente la constatación de que la tan mentada educación-en-valores, lastimoso comodín o amuleto que sigue trufando las prédicas reglamentarias, no solo no ha frenado la peste, sino que nos ha provisto de camadas tan o más machistas que en los tiempos de la Enciclopedia Álvarez. A esa maldición que se corrige y se aumenta, sumo lo que llevamos visto desde la madrugada en que nació 2016.

Sí, les hablo de Colonia y de las otras ciudades europeas donde se produjeron en nochevieja centenares de agresiones sexuales coordinadas. Solo en la localidad alemana sumaron 1.073 denuncias. Las primeras reacciones de quienes habitualmente lideran la batalla por la igualdad fueron del silencio bochornoso a la minimización (“Se está haciendo demasiado escándalo por algo que no fue para tanto”), pasando por la contextualización vomitiva (“Es que les mandaban mensajes erróneos a esos hombres”). Dos meses largos después, desde el feminismo de discursos y formas más contundentes, se ha dado un ignominioso paso más: la negación pura y dura. La nueva teoría, que asombrosamente ha hecho fortuna en los sectores progresís de costumbre, es que estamos ante un colosal montaje para provocar el aumento de la xenofobia. Y colará.

El juego de la violación

Silencio, se viola. Absténganse de incomodar, moralistas de tres al cuarto, tocanarices con escrúpulos y demás melindrosos. ¿No ven que se trata de un simple juego? En concreto, el de la violación, o en lengua vernácula, Taharrush gameâ. Verán qué divertido. Se localiza una mujer en medio de una multitud, preferentemente de noche, aunque tampoco es imprescindible. Pueden ser dos, tres, incluso cuatro. Total, siempre habrá superioridad numérica por la parte agresora, que se dispondrá en tres círculos alrededor de la presa o las presas. En el primero, los violadores; en el segundo, los mirones y jaleadores; en el tercero, los guardamokordos, que expulsan a hostias a cualquiera que intente interponerse. Para la siguiente víctima, se cambian las posiciones.

Y así, hasta que el cuerpo aguante, que la madrugada es joven y la impunidad, prácticamente absoluta. Bueno, mejor que eso: una parte considerable de aquellos ¡y aquellas! que en otras circunstancias sacan la pancarta más gorda a paseo se transmutan en imitadores del tristemente célebre juez de la minifalda. La culpa es de ellas, que van pidiendo guerra, proclaman unos (¡y unas!). Son denuncias falsas, porfían otros (¡y otras!). Hay que saber mantener un brazo de distancia, aporta la audaz alcaldesa de uno de los lugares donde ha ocurrido la infamia. Y como resumen y corolario de esta nauseabunda complicidad, los (¡y las!) adalides del discurso de género más contundente se ponen como hidras para dejar claro que lo grave no son los abusos sexuales, sino el malintencionado tratamiento mediático. Ni se imaginan cuánto me gustaría estar exagerando.