SOBRE LA ADMINISTRACIÓN VASCA Y NORTEAMERICANA

Viernes 10 de febrero de 2017

caracolitoDiana Negre escribe en Deia unas crónicas que leo con interés. Esta semana da claves de interés sobre el funcionamiento del establishment estadounidense.

Su lectura me ha hecho volver los ojos hacia casa donde veo una administración lenta, con virtuosas excepciones, agria, con contadas excepciones, poco cercana, con contadas excepciones y muy repetitiva y sin agilidad, con notables excepciones. Debe ser ley de vida, porque eso ocurre también en USA y al parecer Donald Trump ha llegado para mover el arbolito. A mí me gustaría que en Euzkadi se volviera al espíritu vocacional de los ochenta donde lo que se quería era sacar el país adelante y no que los sindicatos, con audiencia cautiva, solo se preocuparan por los suyos y donde solo se esgrimen derechos y jamás deber alguno.

Diana, refiriéndose a los estadounidenses dice así:

Uno de los mayores problemas de los grandes imperios, desde los albores de la Historia hasta hoy en día ha sido que el control de los espacios dominados requiere una dosis de inmovilismo administrativo, pero al mismo tiempo que la necesidad de dar más o menos seguridad a este espacio genera un dinamismo social y demográfico absolutamente incompatible con la esclerosis político-administrativa en que prospera el poder central.

Este desafío lo afrontó EE.UU. con bastante fortuna hasta finales del siglo XX gracias al pragmatismo de sus dirigentes y al sano activismo de sus habitantes, habituados a pensar en el presente y el futuro en vez de regodearse en llantos por las glorias o injurias de un pasado más que extinto.

Pero el ser la primera potencia del mundo a lo largo de tres generaciones le obligó a formar un cuerpo de administradores en los puntos neurálgicos de la nación. Desde los generales hasta los congresistas, pasando por los gobernantes todas las estructuras se dotaron de unos aparatos auxiliares que han ido anquilosando poco a poco las respectivas instituciones. Y si esto es tan alarmante como irremediable, el problema consiguiente se ha ido agravando por la coincidencia cronológica de un cambio social que podríamos llamar “anti estadounidense”: la mentalidad del pueblo pasaba progresivamente del activismo individualista a la pasividad de la ciudadanía-masa. Cada vez había menos norteamericanos que hacían de su capa un sayo para salir adelante y eran más los que esperaban que el estado-nodriza les diera trabajo, salud y retiro.

Nadie ha dicho en los últimos tiempos cómo se puede invertir este proceso en los EE.UU., pero los resultados de los comicios del pasado mes de noviembre gritaron a los cuatro vientos “¡Basta!”, que el país quiere un cambio profundo. Donald Trump, con su lenguaje de sal gorda y el primitivismo de sus presuntas soluciones, ha ofrecido lo que a muchos les parece un remedio.

Así puede entenderse su orden de que, por cada nueva normativa se han de anular dos de las existentes, algo que produjo entusiasmo entre empresarios grandes y pequeños: la carga administrativa de las farragosas normas que los burócratas han ido imponiendo en las últimas décadas cuestan a cada empresa entre 11 y 21 mil dólares anuales.

La lista de provocaciones y de propuestas simplistas es larga, pero tal vez impulsen a la sociedad para que surjan ideas y fórmulas más sensatas, capaces de abrir nuevos horizontes y pulverizar viejos anquilosamientos.

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