Los riesgos de la vida siguen ahí

Los riesgos deberían atajarse con medidas de prevención, no poniendo en cuarentena la libertad ciudadana

CONTURBA leer los datos sobre el covid-19, más todavía sospechando que lo real sea bastante más mordiente que las estadísticas. Desde el 17 de noviembre en el mundo citan cuatro millones de afectados, 1,35 millones de curados y 278.000 fallecidos. Aún hoy, ya a la baja, los muertos en España son tantos como si cada día se estrellara un avión repleto de pasajeros. La probabilidad estadística de morir por covid-19 en España es del 0,05%; existe riesgo evidente, pero me pregunto si tanto como para seguir recluida (con previsible posencierro controlado) junto a 3.000 millones más en diferentes grados de confinamiento. Muchos sesudos expertos abogan por este confinamiento como única barrera eficaz contra la pandemia, pero al tiempo sorprende que en el hoy científico-tecnológico nos receten enclaustramiento como medicina en tiempos de peste medieval, en lugar de profilaxis personal responsable.

Entre el 10 y el 20% de la población mundial padece la gripe. De noviembre de 2018 a marzo de 2019 hubo cinco millones de casos de gripe normal en el mundo y más de 650.000 fallecidos, aun con el 55% vacunados. Aquí provoca entre 6.500 y 15.000, según los años. Hay recomendaciones sanitarias, pero no confinamiento para la población de riesgo: mayores, crónicos y pluripatológicos.

Otro RNAvirus produce el sida, causante de 770.000 fallecimientos al año. En 2018 la malaria afectó a 219 millones de personas y mató a 405.000. Recordando la infancia de nuestros padres, el año pasado, ¡con vacuna!, hubo diez millones con sarampión y 140.000 fallecidos. Más alarmante es que en 2019 hubiera 1.700 millones de casos de diarrea, provocando el 3% de todos los fallecimientos en el mundo, 525.000 menores de 5 años, además, con el dolor de saber que bastaría agua potable, higiene y asistencia sanitaria básica para remediarlo. Todos son millonarios casos de riesgo, vistos incluso como apestados, pero no hay alerta de epidemia ni de pandemia, ni por supuesto confinamiento generalizado con control de movimientos.

No será vírico, pero sí expansivo el suicidio: uno cada cuarenta segundos en el mundo, 800.000 fallecidos, pero nadie encierra a la población€ porque quizá habría más.

El riesgo es inherente a la vida. Cáncer, HTA, diabetes, cardiopatías€, esperemos no dejar de acudir al médico por miedo al virus.

Mucho antes del pasado 14 de marzo se sabía que el covid-19 afectaba a mayores, crónicos y pluripatológicos, pero en vez de analizar su presencia en ellos y confinar a los grupos de riesgo, se dejó correr el tiempo y solo cuando se desbordó el precarizado sistema sanitario público se metió en cuarentena a toda la población. Lo que no ha impedido que 43.000 sanitarios –el 20% de los afectados– estén infectados, convirtiendo a nuestros salvadores en mucho más bomba de retardo que la población paseando.

Deshilachado el tejido social, industrial y económico, la Justicia encerrada y la Escuela suspendida, se reclama antes la apertura de peluquerías, bares y turismo, fútbol y fiesta.

Los riesgos de la vida seguirán tras el paréntesis confinado, así que por qué seguir encerrados si junto a esta pandemia y similares nos amenazan la falta de agua, el colapso del ecosistema, la superpoblación e inseguridad alimentaria, las armas nucleares, la tecnología sin control€ Riesgos ciertos que deberían atajarse con medidas de prevención, no poniendo en cuarentena la libertad ciudadana. Porque los riesgos se mecen entre nosotros, como el covid-19 en otoño.

nlauzirika@deia.eus @nekanelauzirika

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