ENTRE mis vicios habituales no figura el de la ingratitud», quizá Gerardo Diego fuera el único no-ingrato habitual de este país.
Entre la miríada de noticias que el pasado viernes nos saturaron hasta el estrago neuronal una adquirió relumbrón mediático. El campechano simpaticón rey emérito, de vacaciones permanentes a escote ciudadano, regulariza su situación fiscal depositando 4.395.901 euros prestados (¡pobre rey pobre!) por sus amigos. Ya había dado muestras de su gran compromiso patriótico el pasado 9 de diciembre cuando pagó 678.393 euros para regularizar otro descuido con Hacienda, un olvidillo disculpable en un ocupadísimo estadista empeñado en hacernos a todos los españoles iguales ante la ley. No solo esto, sino que además el «abu» se recupera en Abu Dabi, y así no agrava la saturada Seguridad Social española ni utiliza vacuna antiCovid protocolaria que por edad y pluripatologías crónicas le podría corresponder. Y qué le devuelven sus siervos constitucionales frente a este majestuoso comportamiento: ingratitud, ¡que son unos ingratos! Ni una palabra de gratitud por sus desvelos; todo crítica y echarle en cara que haya ahorrado tanto con el sudor de sus sienes coronadas y que tenga a buen recaudo sus ahorros –Zagatka y Lucum– para su retiro digno, que ya se sabe que las pensiones son muy ajustadas. Sumen las cantidades abonadas, cinco millones para las maltrechas y pandemizadas arcas públicas. ¿Quién se lo agradece? Nadie. Lo dicho, ingratos. Todos le reclaman más. Desagradecidos.
Ingratos, no valoramos que gracias a su inviolabilidad, ni fiscalía ni inspectores de Hacienda hayan tenido que ocuparse de su fortuna, ahorrándonos muchísimo en gasto de funcionarios.
Desagradecidos con quien liberó a los jóvenes de la mili en el Sáhara, entregándoselo con altruismo mayestático a Marruecos para que sean «soldaditos de su primo real» quienes lo aherrojen. Total, ¡por un puñado de fosfato y un banco de pesca!
Olvidadizos del gran defensor de la democracia aquel 23F de hace 40 años, desbaratando un golpe de Estado que, según muchos de sus pérfidos súbditos, seguramente él mismo había urdido. ¡Qué grandeza la de quien renuncia a sus propios planes por el Pueblo!
Desabridos ciudadanos que le reprochan el contradios de que haya dos reyes, fantástico recuerdo permanente de nuestro postrar reclinados bajo la monarquía divina, con titular y reserva. Infieles vasallos por no agradecerle que nos liberase de problemas dinásticos matando «fortuitamente» a su hermano.
Ciudadanos insensibles ante un anciano, al que reprochan insidiosamente el haber cobrado comisiones impropias y de llevarse «algún dinerillo» al extranjero, olvidándonos de la dureza del exilio. ¿Acaso no es deber patrio evitarle penurias como las de sus ilustres antepasados Isabel II y Alfonso XIII?
Ciudadanos egoístas, roídos por la envidia reprochándole que tenga tantas amantes como quejas de él sus súbditos. Con lo bien qué viven con su monarca ¡relajado viviendo a cuerpo de rey! ¡Y a cuántas ciudadanas del montón no ha desflorado felices y colmado de sinecuras!
En fin, que somos un cúmulo de villanos/as desagradecidos que nos mereceríamos un escarmiento hánseliano. Porque, además, como diría Jacinto Benavente, «lo peor de la ingratitud es que siempre quiere tener la razón».
Menos mal que aún quedan buenosespañolessúbditos y esta misma semana una entente PP (monárquicos) más PSOE (pseudo-republicanos) escorados a dextroVox, han decidido mantener la inviolabilidad real y qué dios bendiga su fortuna. Amén.
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