Acodada en la barra del bar

¿Quién piensa en la Ciencia en serio?

ACODADA en la barra del bar, las volutas de humo de su cigarrillo rubio «chester» sin filtro se entrelazaban con el vaho del café humeante cuyo aroma impregnaba la cafetería con aquel dulzor pegajoso que arrullaba a la clientela que intentaba despabilarse a primeras horas de la mañana. No sé si volverá a ser realidad dentro de algún tiempo, pero esta escena ahora solo puede recomponerse en el recuerdo o en la descripción ambientada de una película detectivesca de hace 30 o más años. Hoy, nuestra detective no podría fumar ni acodarse en la barra del bar porque en realidad ya no habría bar alguno abierto para tomar un café. Paradojas de la sociedad que somos y de la que quisiéramos ser; sin bar se desmadeja nuestra autoconstruida fisonomía social y ni el café ni el cigarro parecen ni saben igual si no es acodados en esa barra tabernaria.

Paseando el anochecer del viernes por los lugares de «bareteo» habituales, el buen tiempo en conjunción con el anuncio del inminente cerrojazo de bares y restaurantes parecía que hubieran concitado a toda la ciudadanía a celebrar el obituario de despedida hostelero por todo lo alto. Locales abarrotados, restaurantes y terrazas al completo y, lo más significativo, sus alrededores repletos en alegre comandita, comienzo de fin de semana. Jolgorio de fiesta veraniega, más aún en contraste con la visión desoladora del páramo callejero del sábado y domingo. No nos han confinado todavía en casa, comenta un conocido, pero solo nos han dejado el monte o el espigón marítimo como únicas opciones a donde ir. Todo un trauma social, sin bares no hay refocile ciudadano.

Los acuerdos empresariales, y casi todos los actos sociales, se cierran en un restaurante, quedamos en la taberna, tomamos algo con los amigos en la cafetería, la cofradía del «poteo» está bien asentada, el trago largo se hace en el bar, las despedidas del trabajo dónde si no en el bar€ Así que es lógico que haya protestas y manifestaciones del mundo de la hostelería, porque sin ser culpables se sienten señalados como «apestadores», sufriendo en sus negocios y puestos de trabajo el ser los «vehiculadores» del mal. Nuria y Andreas me muestran cómo trabajan en su bar y en su restaurante respectivamente, pulcritud y limpieza impecables; difícil que haya contagios en tan higienizados ambientes. Pero ese no es el problema, porque su local no es solo un lugar de consumo sino de convivencia social, y no solo su bar, sino el entorno entero a su alrededor es un reclamo de confraternización, de convivencia y modo de relacionarse.

Es evidente que la pandemia y sus restricciones no están afectando a todos por igual y a los hosteleros les está tocando ahora pagar en sus propias carnes económico-laborales el que hayamos definido y localizado la forma de relación ciudadana en torno a una barra de bar. En Euskadi no hay 51.000 trabajadores y 13.628 locales hosteleros productores de 5.000 millones de euros y un 4% del PIB por arte de birlibirloque, sino porque los ciudadanos habíamos generado la necesidad. Ahí tenemos el conflicto, como mi amiga la detective, que ahora sin barra de bar donde acodarse, ni café que pedir, ni chascarrillo que comentar ni nada sobre lo que zascandilear y, mucho peor, sin tabaco que poder fumar, está pensando en dejar de lado lo de ser detective privado.

Habrá que elegir si ayudar a que continúe el pleonasmo hostelero o aprovechar que el covid-19 pasaba por aquí para reconvertir nuestros hábitos sociales y de paso la hostelería. O tal vez no y queramos seguir igual.

nlauzirika@deia.com @nekanelauzirika

Catástrofes globales

Ciudad Juárez, en México, el cementerio de mujeres más grande del mundo.

SIEMPRE me ha producido cierta perplejidad el hablar quedo y el silencio en nuestros cementerios frente a los festeros mexicanos, por ejemplo, donde la charanga y la música del 1 y 2 de noviembre son signos de fiesta grande, cuando en los panteones los vivos se mezclan con los muertos. Al fin y al cabo, a sus residentes no les molesta mucho el ruido y quizá el recogimiento que mostramos aquí los vivos sea por miedo a que los allí yacentes reclamen nuestra pronta compañía. Al parecer los mexicanos no participan de ese miedo, quizá porque tengan bien interiorizado que estamos de paso y que andaremos su misma ruta. Con 36.000 muertos-extras en el Estado y 1,2 millones en el mundo por covid19, podemos hablar de catástrofe global. Así que suena a sorna mortificante leer «el panteón permanecerá cerrado hasta marzo de 2021» en el cementerio de Dolores, el más grande de Ciudad de México. Cerrado para las visitas se entiende, no para nuevos residentes, que desde el pasado 14 de marzo son tantos como si cada día se hubiera estrellado un avión con 157 pasajeros y sin superviviente alguno. Una auténtica catástrofe diaria.

En la madrugada del 8 diciembre 1983 mientras despegaba desde Barajas veía los restos calcinados de dos aviones que el día anterior habían colisionado: 93 muertos. Aún podían verse restos del accidente del 27 de noviembre: 181 muertos. El 19 de febrero de 1985 otro avión se estrellaba en el monte Oiz, 148 personas fallecieron. Aunque estos accidentes nos conmocionaron y dieron la vuelta al mundo en primera plana, eran catástrofes locales. La diferencia entre aquellas catástrofes y la que ahora sufrimos no es tanto la magnitud del desastre, que también, sino su extensión, porque ahora es global, afecta a toda la humanidad. Y sin embargo, los muertos por covid son anónimos números informativos y aunque afectan a todo el planeta y estén modificando nuestras vidas, dudo de que estemos aprendiendo a responder a estos impactos globales.

Un tsunami en Asia provoca 230.000 muertes; 200.000 un terremoto en Haiti; 4.000 muertos derivados de la explosión en Chernobil; 200.000 bajo las bombas atómicas de Nagasaki e Hiroshima; 25.000 fallecidos en la guerra de los Balcanes€ cierto que los desastres derivados de catástrofes naturales o provocadas por los humanos han sido muy numerosos, pero eran locales. Hoy, al tiempo que se expande la inmediatez digital comunicativa se agudiza la globalización de las catástrofes. Habrá nuevas pandemias; el calentamiento global incendia a todos; la subida del nivel del mar no solo afecta a los ribereños ni es cosa de un país y la desertización no solo reseca el Sahel; la sed de 1.200 millones sin agua potable y la hambruna de 800 millones es poco entendible en el mundo que gasta en armamento 4.000 millones de euros «al día» €, si los desastres que producen cada una de estas catástrofes por separado ya son abrumadores, imagínense todas juntas.

Ignoro cómo será la respuesta humana futura a estos grandes riesgos, pero a tenor de la actual ante la pandemia global de covid, las expectativas son inquietantes. A negacionistas, visionarios apocalípticos, antivacunas, economicistas, trumpistas€, se unen dirigentes no parecen percibir que los riesgos futuros serán cada día más globales, que afectarán a todos y necesitarán del apoyo de todos para atajarlos. Por de pronto, ya padecemos las primeras protestas sociales violentas, indicadoras de por dónde pueden venir los tiros. Y no se trata de responder solo llorando en el cementerio, porque con nuestras lágrimas podríamos recrecer el mar, pero dudo de que sea mejor el tránsito bullicioso de cementerio mexicano.

Horología

COMO la mayoría de ustedes perfectamente desconoce, la horología es la ciencia que estudia la medida del tiempo. No sabría decir si han sido horólogos o directamente los políticos dirigentes quienes la noche del sábado al domingo me devolvieron la hora sustraída el último fin de semana de marzo. Esta hora atrás otoñal más la hora adelante primaveral da como resultado cero anual; mucha molestia para tan exiguo resultado. Con un ligero acomodo madrugador porque amanecerá antes en nuestros relojes y un retiro vespertino más temprano, nos acoplaremos al nuevo horario sin problemas, pero también sin grandes beneficios. Porque si no cambiamos (y no lo hacemos) nuestros hábitos sociales, con estos cambios horarios difícilmente obtendremos beneficio, ni tan siquiera económico. Más bien nos generan una cierta lánguida tristeza melancólica depresiva al ver que el crespúsculo nos adormece antes y el alba nos pilla aún somnolientos. Esto ya lo han constatado tiempo ha tanto los horólogos como los gerentes de nuestros tiempos, decidiendo que los cambios, aparte de ser incordio en el horario rutinario, no dan resultado positivo, aunque no los hayan retirado aún porque no saben con cuál quedarse, el de invierno o el de verano: un dilema norte-sur y este-oeste con galimatías internacional incluido. Cuando decidan puede que se haya evaporado el agua de la clepsidra y desgastado la manecilla del reloj de tanta marcha adelante-atrás.

Mientras deciden en qué hora hemos de vivir, los relojes siguen marcando los segundos inexorablemente. A lo largo del año hemos metido con el calzador de la mejor buena voluntad días dedicados: del Planeta, de la Eficiencia Energética, del Agua, de la Madre Tierra, del Reciclaje, de Protección de la Naturaleza y el pasado sábado, el Día Internacional contra el Cambio Climático. Excepto algunos contumaces negacionistas, terraplanistas de la verdad o beneficiados directos de este negacionismo, la mayoría acepta que el cambio climático es real y la actividad humana su principal causante: combustibles fósiles, deforestación, plásticos, contaminación y acidificación de los océanos… nos están abocando a un incremento nunca visto de dióxido carbónico y óxidos de nitrógeno en la atmósfera, lo que se traduce en una reducción galopante del hielo polar, de los glaciares, del permafrost, y en un constante aumento del nivel de los océanos, con intensas alteraciones en nuestros ciclos climáticos, con consecuencias cada vez más catastróficas, también económicas y poblacionales. Sé que lo urgente hoy es el covid-19, pero en uno o dos años pasará como lo hizo la polio u otras enfermedades. El calentamiento global, no, porque no es una pandemia puntual, sino un órdago a nuestra propia existencia como especie.

Según la Organización Meteorológica Mundial, 2016, 2017 y 2015, han sido los años más calurosos desde 1880. Imparable calentamiento global. Dentro de cinco años, más del 60% de la población mundial vivirá en zonas donde la demanda de agua será mayor que la cantidad disponible o su uso será restringido por insalubre. Conocemos las acciones para frenar el calentamiento global: descarbonización, menos combustibles fósiles, reducir desperdicios, no contaminar el océano, menos plásticos, reforestar, organizar una economía verde y circular, gestionar mejor el agua, crear empleo sostenible e inclusivo, afrontar los riesgos climáticos bajo el paraguas de la cooperación internacional€ Pero conocer las causas y consecuencias no parece suficiente para actuar de maneras contundentes. Un dilema parecido al de elegir entre el horario verano-invierno con el reloj de la decisión política parado mientras el reloj horológico del calentamiento corre en nuestra contra sin detenerse ni un femtosegundo.

nlauzirika@deia.com@nekanelauzirika

Dolorosa pobreza

Pese al covid, los multimillonarios siguen in crescendo, y la pobreza se ceba en las mujeres

ME sorprendió escuchar que, no siendo Castilla y León de las zonas ricas del Estado, el número de quienes allí declaran rentas superiores a 600.000 euros se haya multiplicado por cuatro entre 2013 y 2020. En línea con que quienes en España declaran un patrimonio neto superior a 30 millones sean ahora el doble que en 2011. Multimillonarios in crescendo pese a los años de crisis económica y de covid.

Llamativo que el mismo 17 de octubre se recuerde el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza y el Día Mundial contra el Dolor. Como si fueran concomitantes hasta en el recuerdo que provocan. Quizá no sea extraño si vemos cómo se van agrandando las diferencias entre los que lo tienen todo y los que carecen de casi todo, y el hambre de tantos sí produce dolor. El futuro de las personas es el futuro del planeta, pero no sé si el planeta querrá tener una expectativa tan negra como algunos de sus habitantes. Porque la pobreza es una auténtica epidemia en nuestro planeta: 1.400 millones la padecen en forma extrema y 900 millones pasan hambre, no tienen acceso al agua potable ni a servicios básicos de salud y educación. Una de cada 10 personas, 800 millones, sobreviven con menos de 1,90 dólares/día, aquí poco más que para un café. Con covid-19 podría aumentar en 500 millones, volviendo a cifras de hace 30 años. Es un escándalo porque ocurre en un mundo con suficientes recursos económicos, tecnológicos y financieros. Las causas son múltiples: modelo comercial extractivo, corrupción, cambio climático, enfermedades y epidemias, crecimiento poblacional, guerras, discriminación de género, despilfarro de alimentos (1.300 millones de toneladas al año), todo ello adobado en el desinterés de los países desarrollados. En resumen, una lacra humana al parecer insuperable.

Pero sin dejar de abogar para que todos esos necesitados tengan comida y agua cada día, no quisiera ser quien se conmueva hasta la lágrima por los sufrimientos de una multitud indefinida en pueblos lejanos y mantenga mi corazón seco hacia los conciudadanos cercanos con nombres y apellidos. Frente a 23.000 millonarios que entre el 18 marzo y el 5 junio en el Estado han aumentado su riqueza en 19.200 millones de euros, los analistas menos pesimistas estiman que la crisis del covid-19 podría añadir 700.000 personas adicionales a la pobreza, que pierdan ocho veces más renta que los ricos y eleve hasta más allá de 10,8 millones el número de ciudadanos pobres. Además, muchos serán trabajadores-pobres absorbidos en trabajos precarios, familias monoparentales, viudas, migrantes con un 145% más de probabilidad de paro, uno de cada tres en el umbral de la pobreza y solo uno de cada cuatro registrado en la Seguridad Social.

Incluso en esta Euskadi nuestra que busca la paz social con la Renta de Garantía de Ingresos (RGI), la Prestación Complementaria de Vivienda (PCV) y las Ayudas de Emergencia Social (AES), más de 70.000 ciudadanos no consiguen salir de la pobreza y una población de gran riesgo de otras 60.000 que no accede a las ayudas. Y en declive por la crisis covid-19, que reducirá en más de un 12% el PIB y aumentará el paro, la precariedad, el subempleo y generará aún mayor desigualdad.

Que algunos engorden su bolsa mientas la mayoría empobrece provoca una pobreza mucho más dolorosa, por evitable. Exijamos justicia distributiva. La caridad y el dolor no pueden ser los únicos ungüentos que alivien la desgarradora desigualdad pobreza-riqueza.

nlauzirika@deia.eus / @nekanelauzirika

El bar

NO piensen que con este título quiero iniciar una reflexión sobre la presión atmosférica. Nada más lejos de mi intención y, sobre todo, de mi capacidad en conocimientos científicos. Así que hablemos de nuestros bares, restaurantes y centros hosteleros en general. El caso es que, comparado con mediados de marzo, veo ahora tantos bares cerrados, en venta, que se alquilan y otros que abren/cierran al vaivén de normas sanitarias cambiantes por quincenas, que me hace dudar de su viabilidad o al menos preguntarme si este lugar popular tan concurrido y socorrido para la socialización dejará de ser el referente de la fraternidad del poteo y espacio de encuentro ciudadano. Nos imponen distancia social, materializada en distancia física en bares sin servicio en barra y en no poder estar en su interior; en la separación de sus mesas y sillas en las terrazas (los que las tengan) y en la espera hasta que el camarero higieniza mesa y silla.

En el Estado, el año pasado, el turismo fue el primer aportador al PIB, con un 14,6%, por delante de la construcción, el comercio y la sanidad. Y dentro del turismo, la hostelería marcaba paquete: 277.539 bares y restaurantes, uno por cada 175 habitantes, con 1,7 millones de trabajadores que aportaron un 4,7% al PIB. En Euskadi íbamos en el pelotón de cabeza, con 51.000 trabajadores en 13.628 locales que generaban 5.000 millones de euros y un 4% del PIB. Solo en Euskadi tenemos/teníamos más locales que once de los países de la Unión Europea (UE). Podremos decir que en Irlanda beben mucha cerveza, pero aquí hay más bares. Que nadie se ofenda ni se sienta menospreciado, pero somos un país bien surtido de camareros y camareras.

Ante estas elocuentes cifras, prohombres de la hostelería y la restauración quieren destacar el papel cultural, social y económico de bares, restaurantes, chiringuitos y demás centros gastronómicos en nuestra sociedad como parte sustancial de lo nuestro y para protegerlo han solicitado que sean declarados patrimonio de la Humanidad.

Cuando una era más joven y asumía que aquel 1 de enero de 1986 la entrada en la UE era un buen comienzo para despegar el vuelo hacia metas industriales, científicas, tecnológicas y de generación de riqueza con más plusvalía, no creyó a quienes auguraban que nuestra entrada en ese mercado sí nos proporcionaría mayor riqueza y bienestar, pero no como generadores de patentes en ciencia, tecnología e innovación, sino como prestadores de servicios de hotelería y hostelería. Bien se vio en la época dorada inmobiliaria del ladrillo aznariano y ahora, en la dependencia de nuestra economía del turismo y de la prestación hostelera. Con las restricciones de horarios y de espacios por razón del coronavirus se han quedado al pairo y son, con mucha diferencia, los más perjudicados. El problema es que son muchos, quizá demasiados.

Si esto es una crisis de grueso calibre, o eso creo, y de las crisis solo se puede salir cambiando, me pregunto si no sería el momento de plantearse un cambio de modelo productivo, empezar a distanciarnos un poco de bares y restaurantes y dirigirnos hacia una economía que no dependa de otros. Con tanto camarero libre que hay hoy y la cantidad de técnicos digitales que se necesitan, quizá pudiera comenzarse una reconversión equilibradora¡ Vamos, digo yo.

nlauzirika@deia.com @nekanelauzirika