10/11-01-2014

He vivido lo suficiente en este, nuestro paisito, para saber a ciencia bastante cierta que las imágenes de las últimas horas tardarán en volver a repetirse. También me alcanza para comprender que, en buena medida, han sido posibles gracias a una combinación de factores entre los que la táctica, la estrategia y el cálculo han tenido tanto peso, por lo menos, como las convicciones. Y desde luego, soy consciente de que mañana o pasado mañana —si no hoy mismo— asistiremos de nuevo al intercambio de bofetadas dialécticas entre los que durante un rato y medio fueron capaces de recorrer un trecho del mismo asfalto juntos, si bien no demasiado revueltos. Pero que me quiten lo bailado. O si prefieren leerlo de un modo más lírico, proclamo con un verso tomado prestado a Kavafis: No digamos que fue un sueño.

Guardemos las portadas del día como prueba. Sirven igual las que recogen el momento con euforia, las pretendidamente neutras (¿a quién quieren engañar?) o las que rezongan sulfurosos exabruptos sobre la revisitada comunión de los pérfidos vascones. Si lo piensan, quizás sean estas últimas, las gritonas y biliosas, las que mejor van a preservar la esencia del instante. Por lo visto, va en nuestro carácter que necesitemos una señora tocada de narices para despabilarnos y poner en práctica lo que cuando no sentimos el aliento en el cogote o la bota en el flequillo se queda en pura palabrería. Y aquí es donde por segunda vez en la columna recurro a una cita poética, en este caso, de Gloria Fuertes: Gracias, amor, por tu imbécil comportamiento.

Sí, gracias, torpes y/o malvados poderes del estado español. Por ser una máquina de producir desafectos. Por el empecinamiento en embarrar el campo. Por la contumacia en responder con escupitajos a las manos tendidas. Por la terquedad en derribar cada puente. Por la reiteración en recordarnos, en fin, que por más que lo intentemos, no somos tal para cual.

La navaja de Fernández

Como todo lo que rodeó la operación judicioso-policial del miércoles fue tan chusco tirando a cutre salchichero, quedó en quinto plano una de las soplagaiteces con las que el ministro Fernández quiso justificarla. Después de soltar la manoseada martingala del tentáculo —cómo les gusta la palabreja a los jefes de la porra—, el chisgarabís al mando de Interior aseguró que los detenidos “sometían a los presos a la tiranía de ETA”. La cita es literal. Oséase, que la aguerrida Benemérita fue enviada en socorro de los desvalidos y atribulados cautivos para liberarlos del descarrío impuesto y ponerlos en el buen camino, que es el que gira a la diestra y está limpio de aquelarres en antiguos mataderos. Fue una misión no ya humanitaria, sino directamente redentora y purificadora de almas. Leyendo al derecho los renglones torcidos, se diría incluso que, contra lo que han vociferado algunos, no se trataba de echar otro tabique al llamado proceso de paz, sino de orientarlo hacia la dirección acertada.

No cuela. ¿Seguro? Eso pensaba yo hasta que ayer vi que algunos medios, y no precisamente del ultramonte, se engolfaban con esta versión de catequesis. Lo divertido era que la alternaban impúdicamente con la opuesta. Dependiendo del párrafo que se leyera, los arrestados fueron los muñidores del comunicado del EPPK del día de los inocentes y del acto de Durango o los que trataron de impedir a toda costa lo uno y lo otro en su condición de irredentos partidarios del Egurre eta kitto.

Junto a esta interpretación multiusos, todo quisque, incluyendo el que suscribe, hemos aventurado motivaciones de variado tenor sobre la (pen)última deposición del chapucero Fernández. Para dar con la más atinada, me remito a un principio que raramente falla, la Navaja de Ockham: “En igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la correcta”. Vamos, que por lo común, dos y dos tienden a ser cuatro.

Lo que hay que hacer

Me reprochan que mi columna de ayer terminaba en un callejón sin salida porque, después de haber descrito un panorama desolador, no señalaba lo que tenía que hacer cada cual para romper el bloqueo. Obviamente, tengo algo parecido a una opinión al respecto, pero aparte de que no deja de ser más que eso, una opinión monda y lironda, no me siento en condiciones de decirle a nadie cómo debe obrar. Fíjense que reconozco haberlo hecho anteriormente y no puedo prometer que no vuelva a hacerlo en el futuro, pues la tentación moralizadora y la ilusión de sentirse en posesión de la verdad siempre están ahí. Sin embargo, de un tiempo a esta parte, ando tocado de una suerte de pudor que me impide ejercer de cátedro… o tal vez, vender a los demás los consejos que no tengo para mi.

Invitaría humildemente —ya ven que no utilizo la clásica forma imperativa— a partidos, instituciones, colegas del gremio pontificador, agentes varios y particulares en general a explorar esta vía, que básicamente consiste en prestar más atención a la viga en el ojo propio que a la paja en el ajeno. Intuyo que ganaríamos bastante (como poco, evitaríamos un puñado de situaciones ridículas) si fuéramos renunciando a poner deberes a los demás y resolviendo los afanes de nuestra incumbencia. ¿Alguien más que yo ha notado que la política es una espiral de emplazamientos cruzados sin fin? Los representantes de la cosa pública se pasan la vida instándose recípocramente a hacer esto o lo de más allá. Por supuesto, en la inmensa mayoría de las ocasiones, las exigencias son de cumplimiento imposible, aspecto del que son plenamente conscientes los que las formulan. ¿Por qué, entonces, ese empeño en reclamar al otro lo que se sabe que no está en condiciones o en disposición de satisfacer? Diría que por comodidad o, más triste, porque ese modo de actuar se ha revelado eficaz… para cualquier cosa que no sea resolver problemas.

Madrid no se moverá

El Gobierno español no se va a mover. Primero, porque no tiene intención de hacerlo. Segundo y más importante, porque no tiene necesidad. Ninguna. Simplemente, las cosas le van bien como están o, enunciándolo de un modo un poco más cínico, no le van mal. Y esto debería haberlo previsto alguien porque tampoco era tan difícil sumar dos y dos. Bastaba recordar que incluso en los momentos más duros, ETA nunca representó un gravísimo problema para el Estado, estuviera su Ejecutivo en manos de quien estuviera. Se aparentaba que lo era en los discursos y, desde luego, en los medios, que convirtieron en (rentable) género la guerra del norte. Seguramente, no era plato de gusto acudir a funerales o saber que miles de personas vivían escoltadas. Sin embargo, las frías lógicas del poder, que no entienden de sentimentalismos ni de humanismos, maniobraron con despiadada pericia para hacer de la necesidad virtud. Al cabo resultó —y esto es algo que llevo repitiendo lustros— que la causa del unionismo español no tuvo aliado mejor que la existencia de la banda, cuyas acciones multiplicaban votos y, peor que eso, fueron coartada para una ristra de arbitrariedades sin cuento. Iniquidades como la ilegalización de Batasuna o el cierre de Egunkaria no solo no tuvieron la menor respuesta social fuera de Euskal Herria, sino que fueron recibidas con aplauso mayoritario.

Es de una candidez suprema pensar que justamente ahora, cuando todo lo que queda de ETA es tramoya simbólica, en Moncloa se va a actuar como no se actuó en los días del plomo. Al contrario, se seguirá agitando el espantajo de la bicha cual si aún supusiera una terrible amenaza. Y desde ya apuesto que ni el desarme ni la disolución cambiarán demasiado el planteamiento. Un columnista más avispado que el que suscribe terminaría proponiendo cómo variar tan desalentador panorama. Confieso humildemente y con tristeza que solo alcanzo a describirlo.

Trini y tantos otros

Trini, se llamaba Trini. Me pregunto, como cada vez que me enfrento a una situación parecida, si teníamos algún derecho a conocer su nombre. Me respondo que es probable que no, e inmediatamente añado que, en cualquier caso, era inevitable. Hay una corriente en mi oficio que sostiene, entre la convicción y la autojustificación, que revelar ese dato es una especie de vindicación de los seres anónimos, incluso un homenaje póstumo que humaniza a los protagonistas de las noticias. Luego está, claro, la manoseada cita de Chesterton: el periodismo consiste en contar que Lord James ha muerto a gente que no sabía que Lord James estaba vivo. Pues con Trini, ni eso. En buena medida, lo que la ha llevado a los titulares y a las conversaciones ha sido que nadie sabía que estaba muerta desde hace dos años y medio. Y bien podrían haber sido cuatro, seis o diez de no haber mediado unas goteras. Triste pero real, que unas humedades tengan que ser las que den el aviso tardío de que hay que borrar a alguien del censo.

Oigo aquí y allá que parece increíble que pueda suceder algo así. ¿Seguro? No será por la cantidad de veces que, sin llegar a los extremos de este caso, leemos o escuchamos que han encontrado el cadáver de un anciano o una anciana que llevaba días o semanas descomponiéndose en la más miserable de las soledades. Hay miles de seres a los que les aguarda ese destino. Diría incluso que lo anhelan, pues les da igual seguir respirando un día más o uno menos en un mundo que los dejó de lado hace mucho. Por no caber, no caben siquiera en ese vagón de cola social que denominamos con lenguaje políticamente correcto “personas en situación de exclusión”. Su existencia, que solo lo es a efectos administrativos, no mueve a la fundación de oenegés ni a convocar concentraciones de protesta. Les queda, como a Trini, pudrirse literalmente durante meses hasta que se descascarille el techo del local de abajo.

Obsesiones identitarias

Si quieres decidir tu futuro, te dirán que padeces obsesiones identitarias. Con soniquete faltón y gesto de estudiada superioridad, como si tú fueras un baldragas sin idea de por dónde le da el aire y el que te lo suelta, la sabiduría y la elocuencia tapizadas en un traje gris marengo. Ni por un segundo repara el insultador en que está proyectando sus propias miserias. Si alguien tiene un problema con la identidad real o soñada, es quien no soporta que los demás pretendan ser algo diferente a lo que, según sus cortas entendederas, se puede o se debe ser. Español, en los casos que nos tocan más de cerca.

Más allá de esa tara freudiana, estos ladrones que piensan que todos son de su condición incurren en un grave error de diagnóstico que tal vez ha de salirles caro. Ya no estamos en los días del soberanismo romántico e historicista. Perviven, es cierto, las visiones mitológicas, un tanto de sentimentalismo acrítico y, por supuesto, banderas y símbolos a tutiplén. Pero todo eso, que jamás desaparecerá porque forma parte esencial de las ansias de independencia de cualquier pueblo que se precie, empieza a ser parte del envoltorio de un fenómeno en el que cada vez el corazón y la cabeza funcionan en mejor sintonía. Poco a poco, la aspiración a convertirse en un estado se sustenta menos en deseos primarios y más en interpretaciones racionales de hechos. Muchas personas que jamás habían dado síntomas de nacionalismo pasional han ido adquiriendo la convicción nada arrebatada de que las recetas que vienen de Madrid son trágalas que no solo no solucionan sus problemas sino que los agravan.

Resulta llamativo que ante este desafecto creciente hacia la idea de España (nada que ver con el clásico antiespañolismo visceral, insisto), la respuesta del poder central sea tensar más la cuerda y, de propina, ofender al personal con membrilleces como las de las obsesiones identitarias y otras del pelo.

Un golpe (muy) bajo

Vueltas y más vueltas a la muerte de Germán Coppini. Me está costando digerirla y no sabría decirles por qué. O tal vez sabría, pero quizá entrando en territorios peligrosamente íntimos, mucho más allá de lo que marcan los estándares de una sana relación columnista-lectores. Bastante tienen ustedes, pobriñas y pobriños, con mis desvaríos extramuros, como para soportarme también cuando la cojo llorona y tengo un teclado a mano. Dejémoslo en la melancolía tontuela propia de las fechas, agravada en esta ocasión por la coincidencia de la ciglogénesis explosiva meteorológica y la sentimental, que me ha hecho reparar por encima de lo razonable en la desaparición de alguien a quien en los últimos tiempos no presté gran atención. Apenas tenía una idea difusa y confusa de sus andanzas musicales recientes y ni siquiera me era familiar el aspecto que lucía en las fotos que se han publicado. Poco o nada que ver con el tupé levadizo, el guardapolvos de amplias hombreras y solapas desproporcionadas, los vaqueros de huevo prieto o los zapatones de un chillón azul eléctrico que yo guardaba en la memoria.

Años 80, claro, esa época que entonces nos decían que, por vacua e insustancial, nadie recordaría en el futuro y que hoy alimenta una lucrativa industria de la nostalgia. Hasta los planes de pensiones de un banco reflotado con toneladas de pasta pública usan como cebo iconos infantiles de esos días. Qué forma más indelicada de decirnos que aquellos niños, adolescentes y jóvenes de bolsillo tieso somos ahora el nicho (mierda para la polisemia) de mayor capacidad adquisitiva y que nos tienen que exprimir antes de que la jubilación nos mengüe la cartera… O antes de que, como a Germán, un arrechucho se nos lleve prematuramente al otro barrio.

¿Ven? Ahí era adonde me daba miedo llegar, a la sospecha nerudiana de que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos… por mucho que intentemos disimularlo.