Ahí sigue el Borbón

Desde que escribo esta columna, que ya va para un rato, cada 26 de diciembre se la dedico a la borbonada de nochebuena. Como les conté la primera vez, intento no perdérmela. Bien sé que se estila hacer aspavientos ante la sola idea de gastar doce minutos escuchando mendrugadas que, como recordaba el añorado Javier Ortiz, ni siquiera ha escrito quien las farfulla. Comprendo y respeto ese desdén, aunque a veces sonrío viendo cómo los mismos que se han pasado las horas previas postureando comentan profusamente la jugada en Twitter en el momento de la emisión. No es fácil reprimir un chiste o un mecagüen con la esperanza de que se convierta en viral y se señale al autor como un republicanazo del carajo de la vela. Ahí tienen la función social de la monarquía actualmente: ser objeto de mofa y befa, coartada para el ingenio o motivo para el desfogue. No es moco de pavo, una corona diurética y purgante.

Por lo demás, si el mensaje en sí mismo es una chufa de cuarta hecha a partir de topicazos y retales de discursos anteriores —todos los puñeteros años la joía Transición—, alcanza su virtualidad y hasta diría que su sentido en las interpretaciones que vienen después. En las ya mentadas de las redes sociales, pero también y más específicamente en las oficiales. Esa sí que es otra tradición inveterada, la del canutazo de los politicos de guardia al día siguiente. Todavía estoy esperando al que diga que el único comunicado real que va a comentar es del anuncio de su disolución y la entrega de todas las prebendas. Pero no, hasta los más contrarios a la institución medieval tienen unas palabras que donar para su posterior entrecomillado o inserción en la cola de reacciones de rigor. No lo estoy criticando. Simplemente lo constato como parte de un ritual que mientras se siga repitiendo será síntoma de que el de la cadera descacharrada sigue ahí. Y si no es él, el que va detrás en el orden sucesorio.

Lo que no pasó

Los tres miembros de la familia de Alcalá de Guadaira no murieron por comer alimentos en mal estado procedentes de un contenedor de basura. Fue por efecto de un agente tóxico sin identificar, en cualquier caso, ajeno a la última cena de las víctimas, que para más señas, había sido cocinada con ingredientes adquiridos en un mercado. Si tuvieran capacidad para el sofoco, algunos denunciatodo de pitiminí deberían haber entrado en ebullición. ¡Menudas soflamas justicieras se largaron con la truculenta historia que ahora ha resultado no responder a la verdad! ¿La verdad? Ah, sí, esa que no debe jorobar los buenos titulares, según dicen los cínicos de este oficio, que por lo visto empiezan a ser mayoría. Luego tienen las santas pelotas de cantarnos las mañanas con la chorripijez esa del #Periodigno.

Pues no crean que se han dado por aludidos los santones. Ahora la culpa es del primer teletipo, que daba a entender el novelón de Dickens que corrió como la pólvora y provocó la consiguiente torrentera de bilis del quince. Supongo que habré soñado que uno de los principios básicos del curro de cuentacosas consiste en contrastar las informaciones. Ya no digo en tres fuentes, como hicieron Woodward y Bernstein con el Watergate, pero qué menos un par de llamaditas de confirmación antes de echarse al monte, ¿no? Pues, efectivamente, no; primero se dispara y luego se pregunta. O ni eso, porque en cuanto ha llegado el desmentido, la primera providencia ha sido ponerse de perfil y la segunda, que ya la veo venir, defenderse atacando. Va un café a que en las redes sociales me va a salir más de un comentarista a esta misma columna a escupirme que lo que no pasó pudo haber pasado.

Y yo, si tengo moral, contestaré que sí, que por desgracia, es muy verosímil que una familia se vaya al otro barrio por ingerir ponzoña apañada en la basura. Pero que si no ha ocurrido, no hay por qué contarlo como no fue.

Gallardón dinamitero

Yo no estoy a favor del aborto. No creo que casi nadie lo esté, en realidad. Ni siquiera los que lo reclaman como derecho, entre los que no tengo claro si me encuentro o no. Es una de tantas trampas del lenguaje, que nos plantea disyuntivas falsas. En este caso, lo opuesto a estar en contra no es estar a favor sino, como mucho, asumir que la interrupción voluntaria del embarazo bajo determinadas circunstancias es un mal que busca evitar otro mayor. Hay que ser malnacidos —miren qué palabra me sale— para sostener que las mujeres que toman esa decisión lo hacen como si estuvieran escogiendo entre peinarse a lo garçon o hacerse rastas. No diré que todas, porque tampoco quiero ser más papista que el papa, pero estoy seguro de que la inmensa mayoría de las que han estado en ese trance lo han hecho pagando un altísimo precio de lágrimas, noches sin dormir y dudas atormentadoras… tanto antes como después de pasar por la camilla.

Hasta donde soy capaz de percibir, diría que se daba un amplio consenso social sobre lo que describo. Incluso personas de mentalidad conservadora habían llegado a aceptar, quizá tratando de no pensar demasiado en ello, que la ley de plazos suponía una solución realista. Si habían tenido una experiencia cercana y no digamos si lo habían vivido en carne propia, la convicción de que no se puede tapar el sol con un dedo era aun mayor. Y en cuanto a los que reclamaban una normativa más abierta, el sentido común les había hecho comprender que, sin dejar de ser mejorable, lo que estaba vigente resultaba razonable.

En un lugar en el que se levantan trincheras por la menor chorrada, era difícil encontrar cuestiones que, siendo peliagudas y resbaladizas, se llevaran con tal grado de sensatez. Esta era una de ellas hasta que, en nombre de su ego y obrando al servicio del integrismo pro-vida —esa expresión sí que es falaz—, el ministro Alberto Ruiz-Gallardón la ha dinamitado.

Voló, Carrero voló

Siendo Carrero ministro naval… Los de mi generación no tendrán ningún problema en seguir con la letra hasta el ¡Eup! final que daba paso al lanzamiento al aire de txapelas, gerrikos o lo que se tuviera a mano… o a la eyección hacia la estratosfera del bendito de la cuadrilla al que manteábamos al ritmo de la orquesta verbenera de turno. Urquijo se hubiera puesto las botas denunciándonos por enaltecimiento del terrorismo. ¿Lo era? Uff, es de esas preguntas que seguramente es mejor no hacerse, no sea que nos encontremos frente a nuestras propias contradicciones.

Volviendo a la tonada, la cosa es que su protagonista, Luis Carrero Blanco, no era, pese a su condición de marino, ministro naval, sino nada menos que presidente del Gobierno español. Es decir, que en el escalafón de la dictadura asesina ocupaba el peldaño inmediatamente inferior al mismísimo Franco. Era el número dos y, según buena parte de las opiniones, el que se encargaría de dar continuidad al régimen cuando faltara el bajito de Ferrol, que por aquellos días ya estaba hecho un guiñapo.

¿Por eso lo escogió ETA como objetivo? Bueno, aquí ya tropezamos con las vainas del relato. Hay mitologías en las que así se afirma, aunque hasta en la versión heroica canónica —Operación Ogro, de Eva Forest, que tuvo bastante que ver en el asunto—, los propios autores de la histórica ekintza explican que fue más bien cuestión de chamba. Alguien les dio el soplo de que Carrero, entonces solo vicepresidente, era una perita un dulce para un secuestro. Y eso era lo que se planeó en primera instancia. Luego, una serie de rocambolescas circunstancias encadenadas, algunas rozando lo paranormal, desembocaron en lo que ocurrió hoy hace cuarenta años: la eminencia gris del franquismo saltó con el Dodgedart blindado puesto desde el asfalto de la calle Claudio Coello hasta la azotea de los Jesuitas de Serrano. Voló, Carrero voló. Imposible olvidarlo.

Justicia o atropello

La gran injusticia respecto a la renta de garantía y las ayudas sociales no es tanto que haya quien las percibe de forma fraudulenta, sino que se les nieguen a personas y familias que las necesitan imperiosamente para subsistir. Si unimos la evidencia de que ocurre lo primero y lo segundo —muchas veces, en la misma escalera—, encontraremos parte de la explicación a la creciente desconfianza hacia los mecanismos de protección social. Y la palabra desconfianza es un eufemismo. Me temo que estamos más cerca de un rechazo visceral ante el que se hace un mundo oponer argumentos razonados. Tanto peor, si se trata de combatir a base de maquillar la realidad, retorcer estadísticas o, como es el caso más habitual, insultar a quienes manifiestan tal estado de ánimo.

Hago notar que, contra lo que marcaría la intuición, este sentimiento refractario a la solidaridad pública arraiga con mayor profundidad cuanto más humilde es el entorno. Es de los barrios que peor lo pasan de donde salen las diatribas más furibundas. Para comprobarlo, basta ir a un bar de esos en los que todavía echan serrín al suelo cuando llueve y poner la oreja. En la viceversa, los mensajes preñados de inmejorables intenciones suelen proceder —no digo que siempre sea así— de lugares en los que la comida del día siguiente o la factura de la luz del mes que viene no generan grandes quebraderos de cabeza… por lo menos, todavía. Se comprenderá que los que padecen estrecheces contantes y sonantes no muestren una gran disposición a recibir lecciones de supervivencia de quienes tienen resuelto lo inmediato.

Me desdigo: no se comprende. Y ahí es donde reside el problemón y la abismal diferencia a la hora de interpretar, por ejemplo, que el Gobierno Vasco anuncie que a partir de 2014 los perceptores de la RGI podrían tener que realizar ciertos trabajos comunitarios. Es justo, dicen unos. Un atropello intolerable, denuncian otros.

Totalitarismo democrático

Confieso que esta es una versión de la columna de ayer, aunque prometo repetirme lo justo y necesario para ver si soy capaz de dejar descrita una corriente de pensamiento y acción que cada vez parece gozar de mayor predicamento. Seguramente habrá un nombre mejor, pero yo la he bautizado como totalitarismo democrático. Se diría que lo primero se opone a lo segundo y viceversa, dando lugar a un oxímoron del nueve largo. Sin embargo, es en la contradicción de términos donde reside la gracia del asunto, o sea, la desgracia.

De nuevo, el punto de partida es la negación del derecho a decidir y, más concretamente, la argumentación que la acompaña. Si se han fijado, buena parte de los que rechazan con toda la contundencia de su ser que se consulte a la ciudadanía qué quiere ser o dejar de ser lo hacen en nombre de la democracia. Se presentan, de hecho, ¡manda narices!, como los únicos demócratas genuinos y tildan de reaccionarios descojonaconvivencias a los que, a riesgo de ser derrotados, están dispuestos a someter sus ideas al veredicto de los urnas. Bajo el banderón de la libertad se ciscan en la libertad, y encima tienen los bemoles de hacerse los ofendidos y soltar tremebundas filípicas que básicamente se resumen en la idea de que preguntar al pueblo sobre cuestiones que le atañen es destapar la caja de los truenos, además de una antigualla que ya no se lleva. Y como el balón es suyo, o se juega con sus reglas, o vienen los tanques, a ver quién se aparta antes.

Estamos ante una vuelta de tuerca corregida y aumentada de la democracia orgánica de los vencedores de la guerra de 1936. El razonamiento de partida es el mismo: puesto que las urnas son la raíz de todos las catástrofes porque los ciudadanos se empeñan en votar lo que no conviene, eliminemos la tentación de votar mal. La diferencia es que técnicamente ahora no estamos en una dictadura. Solo en una democracia totalitaria, qué bien.

Decidir para convivir

Igual a diestra que a siniestra, la mediocridad política se delata a través de la utilización de eslóganes de tres al cuarto y frasecillas hechas que, para colmo, ni siquiera son de elaboración propia. Apuesto la botella de licor de bellota de la cesta de navidad a que a Patxi López no se le ocurrió solo la gominola dialéctica ‘Derecho a convivir‘ que estos días anda regalando como aguinaldo a los buscadores de titulares facilones. Suena más bien a producto de sanedrín de asesores después del segundo gintonic o, como mucho, a hallazgo de algún parlamentario ensimismado bajando o subiendo Altube. Tanto da. Lo sustantivo es que ese presunto opuesto o antídoto al derecho a decidir no significa absolutamente nada. Es decir, nada aparte del autorretrato de quien echa mano de palabras de dos duros para combatir una idea profunda.

¿Merecerá la pena hacer el esfuerzo de explicar a mentes obtusas (o quizá obstruidas) que el derecho a decidir abarca en su amplitud conceptual el derecho a convivir? Se podría afirmar, incluso, que parte de ahí. Una convivencia sana, una que sea acreedora a tal nombre, solo se puede basar en la garantía de que la mayoría de la sociedad ha escogido consciente y voluntariamente el marco en el que se desenvuelve. Por lo menos, hasta el punto en que ello es posible en un mundo de interdependencias cruzadas donde la soberanía pura no existe ni siquiera para los estados que la tienen reconocida expresamente.

Impedir que se ejerza la facultad de escoger libremente lo que se quiere ser es lo que descuajeringa la tan cacareada convivencia. Es de cajón: una ciudadanía se encabrona creciente y progresivamente al sospechar —o comprobar— que está sometida a los deseos de una minoría. Si la única opción que se les da a los que son más es joderse y bailar bajo el pretexto de una paz social que solo es la de los que salen favorecidos, lo normal es que se líe parda. Por ahí vamos.