Homenajes o así

Lo que son las asociaciones mentales… Llevo un par de días alternando el tarareo de una canción de Pablo Milanés que me trae muy buenos recuerdos con el martilleo de esa rima de dos de mosqueo que termina hablando de unos cataplines que se van de viaje. La culpa es de una palabra que se repite mucho últimamente y que ha dado pie al enésimo debate semántico-jurídico: homenaje. La bronca jesuítica versa, como estarán al corriente, sobre si el término citado es equivalente a recibimiento, acogida (“incluso calurosa”, como matizó Josu Erkoreka), enaltecimiento —del terrorismo, se entiende— o, en la parte más alta del pentagrama, exaltación.

Curado de varias modalidades de espanto y, por narices, acostumbrado a nuestra querencia por sacarle punta a las bolas de billar para clavarlas en el costillar del de enfrente, opto una vez más por mi proverbial equidistancia, que no es ni proverbial ni equidistancia. Vamos, que en lugar de por un bando (ni siquiera por ese que algunos malvados me atribuirían), me decanto por la contemplación de la refriega. Ustedes, yo, Grande Marlaska, Fernández Díaz, Beltrán de Heredia, Permach y hasta el otero que me denunció el lunes pasado sabemos perfectamente qué son y qué dejan de ser los actos a los que nos estamos refiriendo. Otra cosa es que todos los mencionados tengamos también una sardina a la que arrimar el ascua, una parroquia a la que dirigir el sermón, unos intereses creados y otros por crear y, vaya, sí, hasta una ideología o similar. Eso es lo que complica la cosa, es decir, lo que la simplifica: cada cual ve lo que quiere ver o, si somos aun más precisos, lo que necesita ver. ¿Fue de roja directa lo de Iturraspe sobre Neymar el otro día en San Mamés? No contesten, era una pregunta retórica. Y en el caso que nos ocupa, exactamente igual, con el agravante de que aquí se juegan algo más que tres puntos. Espero que haya terminado de confundirlos.

De Madrid a Kiev

¡Mecachis! Con lo felices que nos las prometíamos contemplando la estampa (creíamos que heroica) del pueblo rodeando el parlamento de Ucrania. Más de quince despistados ya habían tuiteado con un nudo en las teclas que viva la revolución, carajo o karajov, que el pueblo unido jamás será vencido, que sí se puede y la retahila de consignas de aluvión. Pero llegaron los cuatro o cinco pastores al mando, cayado en ristre, a desfacer el embeleco: que no, que estos no son de los nuestros. No son las masas derribando al tirano, sino una panda de fachas furibundos enviados por los malosos, previo pago de bocadillo y termo de café con vodka, a derribar la democracia. “Son la versión local del PP, que quiere conseguir en la calle lo que no obtuvo en las urnas”, llegué a leer a uno de los guías de cabestros. Y ahí me entró el descojono padre. Olé, los argumentos reversibles como los anoraks del Decathlon.

Miren, servidor de política ucraniana —o ucrania, como nos aleccionan que hay que decir ahora—, lo justito. O sea, lo mismo que los que estos días nos vienen con el máster en política internacional (subespecialidad repúblicas exsoviéticas) igual que hace unos meses exhibían sus doctorados en funcionamiento de frenos de trenes o lo que toque en la escaleta. Lo que ocurre es que con esos conocimientos de ir tirando, que me sitúan más cerca de la ignorancia que del saber, no me atrevo a pontificar quiénes son los buenos y los malos esta vez. Se me hace raro, es cierto, que haya decenas de miles de ciudadanos dispuestos a montar un pifostio para pertenecer a esta Europa maltratadora de dignidades. Pero si lo hacen, de lo suyo gastan.

Así que, por falta de datos, no voy al contenido sino al continente. Lo de Kiev es lo que se intentó hacer en Madrid y salió más bien tirando a regular. No me digan que no es gracioso que los que aplauden lo primero sean los que defenestraban lo segundo… y viceversa.

El rebrote

Apenas se nota que a algunos se les hacen los dedos huéspedes y el tafanario txakoli asistiendo de nuevo al espectáculo de los contenedores en llamas, las pintadas amenazantes y las fachadas tiznadas por el impacto de dos cócteles molotov lanzados, por cierto, con torpe puntería. Mientras no se vayan demasiado de madre, estas pirotecnias pseudoheroicas y garrulas dan pie al lucimiento ante cámaras y micrófonos y, sobre todo, al reproche preferido de cualquier ser humano, incluido el que suscribe: “¡Os lo dije!”. Da gustito, no nos engañemos, comprobar que las profecías, incluso las apocalípticas, se cumplen, aunque sea trayéndolas por los pelos como en este caso. Y si el precio es un puñado de destrozos, bueno, ya lo pagará el seguro… o como hasta ahora, saldrá de los bolsillos de los ciudadanos vía impuestos.

Al otro lado de la linea imaginaria, el espectáculo no es mucho más edificante. De entrada, confusión y zozobra. ¿Rechazo, no rechazo? ¿Qué decía el manual para estas situaciones? Ante la duda, llamarse andanas. Ha sido gracioso ver cómo —con alguna excepción— los dirigentes locales se hacían los dignos o los orejas y era la cúpula del trueno en persona la que comparecía para decir que no, que nene caca, que eso no se hace. O en el eufemismo al uso, que esas mangurrinadas están “fuera de tiempo y de lugar”, expresión que en sí misma es una confesión del copón porque da a entender que sí hubo un momento y unas circunstancias en las que procedía arrasar con todo. ¿Convicción o estrategia? Bueno, ya tú sabes, mi amor, no me lo pongas más difícil.

Mi resumen: no nos vengamos ni demasiado arriba ni demasiado abajo con esto del rebrote. Si somos sinceros, ya sospechábamos que de tanto en tanto nos encontraríamos con algún episodio nostálgico. Siempre habrá cabras que tiren al monte, y ahí está el ministro Fernández como prueba en la contraparte. A esto le queda todavía un rato.

Ofensas a España

Se cuenta que George Bernard Shaw le preguntó a una dama con la que estaba tomando una copa si se acostaría con él a cambio de un millón de libras. Ante la respuesta afirmativa —y por lo visto, entusiasta—, volvió a interrogarla: “¿Y por veinte libras?”. Escandalizada, la mujer le interpeló con dureza: “¿Pero usted por qué me ha tomado?”, a lo que el cínico escritor irlandés y tacaño redomado replicó: “Lo que es, señora mía, ya me lo ha dejado claro. Ahora solo estamos negociando el precio”. Les pido perdón si la anécdota, seguramente falsa por lo demás, les ha parecido machista (yo mismo a veces pienso que lo es y otras que no), pero es la que me vino a la cabeza en el mismo segundo en que leí que muy pronto ofender a España estará castigado con una multa de hasta 30.000 euros. La diferencia es que en este caso, la tarifa se fija de saque, con lo que el regateo se hace innecesario. Pero igual que en el chascarrillo atribuido a Shaw, los legisladores, ejerciendo de cafishos, macarras o proxenetas, ponen de manifiesto sin gran rubor qué es para ellos la tal España cuya castidad tasan tan alegremente. Quizá deberían plantearse si al hacerlo no se están delatando como sus primeros y sus más graves ofensores.

Denle una vuelta. Estos son los tipos que nos atizan sus hondas y biliosas filípicas sobre la patria única, verdadera e indisoluble a la que hay que amar, honrar y respetar por encima de todas las cosas. Ante su sola mención, se cuadran, se inflaman, se empalman, se licuan. A ojo de regular cubero, se diría que para ellos tiene un valor incalculable, y eso, quedándose corto. Pues ya ven que no: se la alquilan por lo que cuesta un Lexus corrientito a cualquiera que tenga el capricho, la necesidad o el desvío de echarle… ejem… unos cagüentales. Y conociendo el paño, o sea, la querencia por los pagos en B de los arrendadores, es probable que hagan rebaja si no se pide factura.

La batalla del relato

Ojos como platos del Arzak: un alto cargo del Gobierno español habla en público de algo llamado “la batalla del relato”. Así, como si estuviera dando cuenta del cambio de color de los calcetines de la Guardia Civil. Y dice, poco más o menos, que una vez tumbada la doctrina Parot, ese va a ser su motivo para levantarse cada día de la cama. ¡Rediós! Apenas unos días después, allá por las antípodas ideológicas, un señalado —en muchos sentidos— dirigente político se lleva a la boca la misma expresión. No para ciscarse en ella, rechazarla de plano y afirmar que los suyos se niegan a entrar en reyertas barriobajeras que, por lo demás, son la manifestación de la disposición a hacer trampas. Al contrario, lo que hace es ver la apuesta y subirla. También él se apunta al pulso. A ver quién tiene más huevos para imponer una versión oficial, universal y canónica de lo que ha pasado aquí.

La cosa es que esta canción es viejísima y la hemos tarareado todos. Ahora que vamos despacio, tralará, vamos a contar mentiras. Mi escándalo viene por el desparpajo. Uno ya se imagina que se la quieren meter doblada y que a la que se descuide, le van a intentar pegar el cambiazo. Pero, caray, con disimulo y poniendo cara de yo no fui. ¿Por qué clase de subseres nos tomarán, que se dan el desahogo de anunciarnos con luz y taquígrafos que piensan bañarnos de trolas de aquí en adelante hasta que comulguemos a diario con su rueda de molino? Casi mejor no contestar. Supongo que en el fondo saben que, quitando un puñado de tocapelotas que se resisten a consumir potitos, así se los haya hecho su madre, el resto de la misión es coser y cantar. Con que la parroquia propia compre la novela, la edición está amortizada.

Si me da pena, es por las almas de cántaro que, movidas por tan nobles como ingenuas intenciones, hacen proselitismo del beatífico relato compartido en armonía y salud. Me da que no se van a comer un colín.

El cariño de Fabra

Como a Al Capone, a Carlos Fabra lo han absuelto de todas las tropelías gordas y lo han condenado por defraudar al fisco. La diferencia es que mientras el rey del hampa de Chicago tuvo que pasar sus penúltimos y patéticos años en la trena, tiene toda la pinta de que el cacique de Castellón no va a llegar a pisar el presidio como no sea de visita. Para chulo su pirulo, él mismo tuvo la desfachatez de convocar a sus despreciados plumíferos con el único fin de regodearse y soltarles a la jeta que no está ni entre sus intenciones ni entre sus cálculos dormir un solo día en el catre de una celda. Y lo jodido es que no era una bravuconada del enorme fantoche que ha sido, es y será, sino el enunciado de una certeza avalada por la legislación vigente, que es como da más gustito ciscarse en la Justicia. Igual para todos y tal, ya saben.

La directa sería agarrarse un cabreo del nueve largo y ponerse a despotricar y a hacer aspavientos hasta que las agujetas nos detengan. Pero, ¿para qué, si ya hemos agotado las reservas completas de indignación que nos puede provocar este personaje? No queda exabrupto que no se haya gargajeado sobre él sin obtener más resultado que verlo cómo se libra una y otra vez del piano que siempre parece que está a punto de caerle encima. En la siguiente viñeta, para colmo, tenemos que aguantar su sonrisa siniestra tras las gafas oscuras y el consiguiente corte de mangas. Quizá debamos mirar hacia otro lado.

No, no me entiendan mal. No estoy apelando a la vergonzosa apatía que suele abonar el terreno para la impunidad. Digo que en lugar de encabronarnos únicamente con el padre de Andreíta Fabra, procede dirigir también los ojos a quienes llevan años cubriéndolo de votos, esos y esas que, en palabras del propio sujeto, le han dispensado su cariño incondicional. El pueblo soberano, o por lo menos una parte muy numerosa del mismo, ha sido cómplice imprescindible, ¿no creen?

A vueltas con Kennedy

Menuda hartura de Kennedy, oigan. Sí, fue la semana pasada, pero a mi todavía me dura la indigestión del atracón de monográficos, programaciones especiales y piezas de aliño para ir espolvoreando en los telediarios. Que no se conformaron con el día D. Todo el mes dando la brasa con la gran efeméride ilustrada una y otra vez con las mismas imágenes —llegué a esperar que en alguna de las tomas se salvara— y la misma prosopopeya de copia-pega. El gran líder del siglo XX, el hombre que cambió América y el mundo, la figura que marcó una era, el recopón de la baraja y no sé cuántos excesos hagiográficos más. Al asistir a la orgía laudatoria, yo pensaba en un célebre personaje de Getxo —lamento no recordar el nombre— que cuando le vino uno de su cuadrilla de txikiteros con la noticia, todo lo que hizo fue encogerse de hombros y preguntar: “¿Y a mi qué me importa? ¿Qué ha hecho Kennedy por Algorta?”.

Ni por Algorta ni por (casi) ningún sitio. Su mayor aportación, y sin pretenderlo, ha sido al cine, a la literatura y a la prensa popular. A riesgo de ser asaeteado como el día que me atreví a soltarle un par de yoyas a Sartre, afirmo que de su presunto legado, me quedo con una docena de pelis, series de TV, novelas y ensayos que lo toman como excusa. Y para los ratos de pereza intelectual, con las historias morbosas que lo atañen a él o a su familia, imán para las desgracias más truculentas… y fotogénicas. Por lo demás, la única bondad que le encuentro es que Nixon era peor, y hasta eso sirve de poco, porque unos años después, el grandísimo sádico mentiroso acabó mangoneando Estados Unidos y el planeta desde el despacho oval.

Tampoco me sulfuro de más. Estas líneas son una descarga menor y una reflexión ínfima sobre cómo se escribe la Historia. Un tipo de bragueta suelta que conquistó el poder gracias a la Mafia es propuesto como el gran modelo a imitar por las generaciones futuras. Sintomático.