CIS… ¡Zas!

Espero que sepan perdonar que, tras el diluvio del fin de semana, venga este humilde juntaletras pertrechado de un jarro de agua helada y se lo vierta sin piedad colodrillo abajo. Debe de ser esta sangre galleguísima que corre por mis venas (haberlas, haylas) o un fatalismo que crece al ritmo de mis canas, pero cuanto más miro y remiro la quiniela del CIS para la CAV y Nafarroa, menos descabellada me parece. No digo que vaya a ser un pleno al 23 —los escaños que nos corresponden— pero sí que tal vez no le ande tan lejos. Nadie gana a caprichosas a las urnas vascas. Desde junio de 1977 a mayo de este mismo año hay una larga serie de resultados que nos situarían en las antologías de la paradoja, si no directamente en los prontuarios psiquiátricos sobre esquizofrenia y personalidad múltiple.

¿Es posible que tras unas elecciones que nos retrataban con unas ganas locas de mambo soberanista vengan otras, sólo seis meses después, donde aparezcamos casi tan rojigualdos como el que más? La respuesta la tendremos el 20-N. Mientras, contamos con no pocos indicios que apuntan hacia ahí. Si bien ha sido el barómetro oficial el que ha provocado las taquicardias, en el último mes he visto media docena de encuestas —cocinadas a beneficio de obra, de acuerdo— que ya salían por una petenera similar; la única diferencia es que situaban al PP en lugar de al PSOE como primera fuerza. Tal cual.

Hay factores más o menos técnicos que lo explicarían. Aunque no se da el dislate del 25-25-25 de las autonómicas, la distribución de escaños por territorio y esa ruleta rusa llamada Ley D’Hont ayudarían bastante. Súmese que en la conciencia colectiva abertzale éstos son unos comicios que ni fu ni fa. Si todo ello se rubrica con una campaña en la que el PP se dejará llevar, el PSE se pondrá de perfil y los que se repartirán las guantadas serán PNV y Amaiur, nadie se extrañe de que el CIS se acerque a la verdad.

Participación

Dice más bien poco de la calidad de la mercancía que consumíamos hasta ahora que a la democracia hayamos tenido que calzarle un apellido —participativa— para que su significado vuelva a ser el que tuvo el término cuando salió del paritorio en algún lugar de esa Grecia hoy descascarillada. La finta lingüística viene a ser como si habláramos de agua mojada o de rueda redonda, una obviedad como la copa de un pino ni siquiera justificable como recurso literario. ¿Acaso puede haber democracia sin participación?

Quienes se han tragado a Locke, Hobbes, Rousseau, Max Weber y el resto de la alineación titular del temario de Historia del Pensamiento Político me dirán que el doble etiquetado es para que se distinga claramente de otro producto de la misma gama, la democracia representativa. Y sí, con los manuales en la mano, llevan razón. De hecho, es ese sucedáneo el que se dispensa obligatoriamente en todos los regímenes del orbe que se dicen sustentados en la voluntad y/o la soberanía popular. Nos dejan (leyes de partido aparte) elegir a los cocineros, pero luego no se nos permite meter mano en la carta. Allá nos jorobemos si el vegetariano al que creímos votar nos pone callos a la madrileña como menú único.

Podemos protestar por el trile del que hemos sido víctimas, pero tal vez no debamos hacerlo en voz demasiado alta. Buena parte de la culpa es nuestra, que hemos sucumbido a la comodidad del mecanismo amañado. Metemos cada equis una papeleta en una urna y nos dejamos gobernar. Con derecho a pataleo, faltaría más, pero mansamente. ¿Cuántos ciudadanos van a los plenos de sus ayuntamientos a levantar la mano y poner en un brete a los electos? Tres mal contados, como se está comprobando en las sesiones abiertas de Donostia. Si nos cuadra, hasta evitamos acudir a las reuniones de escalera. Luego, claro, echamos las muelas por la derrama aprobada sin nuestro voto. Ahí nos las dan todas.

Grecia y el abismo

La metáfora de la tragedia griega está muy sobada pero, en su obviedad, es difícil encontrar otra que condense mejor el tremebundo embrollo que tienen montado en el país de las ruinas y el sirtaki. Como ya he pasado el sarampión y la selectividad, puedo escribir sin miedo a que me lapiden o me cateen que esos dramones que dos mil quinientos años después se empeñan en actualizar tipos sin alma y generalmente sin ingenio eran el equivalente de la época a los culebrones que hoy miramos como basurilla menor. Además de por la artificiosidad —sobre todo cuando las traducen cátedros tan amojamados como la lengua original—, las piezas se caracterizan por encadenar una sucesión de desgracias que le ocurren a alguien (el héroe o la heroína)… que por lo común se las ha ganado a pulso.

Si arrimamos la sardina de la comparación al ascua neoliberal, tendremos que los griegos las están pasando canutas única y exclusivamente por su mala cabeza, por haber sido cigarras derrochadoras y haberse dedicado al lirili subvencionado en vez de al lerele productivo y calvinista. Si la alegoría la hacen desde el fondo contrario, entonces se nos contará que toda la culpa de los épicos helenos es haber desafiado a los despiadados dioses del tercer milenio (los mercados, ya se sabe) y padecer a unos gobernantes veletas y bandarras.

¿Cuál es la versión buena? Probablemente, la que está tirando, ni poco ni mucho, hacia el medio. Vamos, que se han juntado el hambre y las ganas de comer en algo que si no lo es, se parece horrores a la tormenta perfecta. Lo jodido es que empezó a llover hace mucho y sacar un referéndum a modo de paraguas no parece que vaya a servir de gran cosa. Sí, muy democrático y tal, como corresponde a la cuna del supuesto “gobierno del pueblo”, pero llega con toda la pesca repartida. Lo único que podrán elegir los griegos es si mueren por asfixia o por inanición. Así de… trágico.

Relato compartido

Algún día explicaré por qué ni creo en la reconciliación ni la considero, siquiera, un elemento imprescindible para que empatemos en bondad o en maldad con cualquier colectividad humana que paste en el planeta. También llevo diez columnas pendientes sobre la memoria (¿la hay sin olvido?), la dignidad y la justicia, palabras seguramente tan bellas como vacías, especialmente según quién y por qué las pronuncie o escriba. Me temo, sin embargo, que hoy sólo tengo espacio para otra de las bienintencionadas letanías que nos arrojan como pétalos de alelí en la puerta de este tiempo que intentamos estrenar: eso que llaman el “relato compartido”.

Me maravilla la ingenuidad que hay detrás de tal idea. Parece que alguien tiene el convencimiento de que este pueblo, donde la instalación de una farola o la alineación de un equipo de fútbol dan lugar a controversias que convierten en broma a Bizancio, es capaz de ponerse de acuerdo en medio santiamén sobre cómo han sido los últimos cincuenta años. Se meten todas las versiones en una Turmix, potencia máxima durante tres minutos, et voilá: el potito resultante será la media aritmética de todas las narraciones, la crónica canónica de aceptación obligatoria. Cualquiera que haya trasteado mínimamente en una cocina sabe que de ahí no saldría más que un engrudo intragable.

No nos vendría mal una gotita más de realismo. Acabamos de conseguir el agua corriente y damos por hecho que mañana tendremos Jacuzzi. Al ponernos metas imposibles —por más hermosas que sean— compramos boletos para un nuevo desengaño. Este, además, perfectamente evitable. ¿Qué tienen de malo los relatos individuales? Los habrá realistas, íntimos, descarnados, cálidos, gélidos, frescos, pútridos, humanos, parahumanos, exagerados y hasta inventados de la pe a la pa. Que cada cual lea y escuche los que quiera y haga su propia compilación. Será tan o tan poco verdad como cualquier otra.

7.000 millones

Deprimente espectáculo, el de los medios de comunicación cuando nos echan alpiste y lo regurgitamos tal cual, sin hacer uso del cedazo crítico que algún día se nos supuso. “El habitante 7.000 millones del planeta nace en Filipinas”, recitamos casi al unísono la bandada de loritos amaestrados. Si nos hubieran dicho que fue en Nueva Delhi, Kandahar, Vladivostok, Nairobi o Matalascañas, ahí que lo hubiéramos soltado tal cual, dando por certeza irrebatible algo que cualquiera con medio gramo de cerebro sabe que no pasa de trola barata parida, vaya usted a saber con qué fines, por esos altos funcionarios que, calzando Lotus de tropecientos euros, nos aleccionan sobre la desigualdad y la pobreza.

Una vez que hemos picado como panchitos llenando páginas y minutos con el material precocinado, lo menos que podríamos hacer es reflexionar sobre lo que nos revela el timo sensiblero que nos han colado. A saber: a estos justos y benéficos organismos la realidad les importa un bledo. Peor aún, se la toman a pitorreo y la convierten en espectáculo mediático. Lo de los flashes, las cámaras y el cartel “7 Billionth baby” del hospital de Manila parece sacado de uno esos inmorales reallyties televisivos. Y luego está lo de la beca vitalicia para la criatura convertida por un dedo todopoderoso en la que encarna la cifra mágica. Donde debía haber solidaridad y justicia hay una tómbola de caridad.

Según los mismos cálculos a ojo de buen cubero en que se ha basado este teatrillo infame, además de la niña filipina, ayer nacieron otros 340.000 bebés. La inmena mayoría, en los lugares más pobres del desgraciado globo. ¿Dónde están sus becas vitalicias? No quisiera pasarme de frenada demagógica, pero tengo otra pregunta: ¿Cuántos de esos pequeños y pequeñas llegarán vivos a mañana o a pasado mañana? De eso también hay cifras: cada hora mueren mil niños y niñas por hambre. Ellos y ellas no salen en la foto.

Agur, conflicto

Wishful thinking, también llamado de un modo menos snob pensamiento ilusorio: dícese de la formación de opiniones y toma de decisiones basadas en lo que sería más placentero de imaginar en vez de fundamentadas en la evidencia o racionalidad. Si le ponen rostro a esa definición de la socorrida wikipedia, verán que se parece una barbaridad a la jeró del huésped provisional de Ajuria Enea. Cierto que lo de no distinguir los deseos de la realidad está muy extendido en la especie humana en general y en la raza política en particular, pero pocos han llevado tan lejos esa forma de caminar entre las nubes como lo ha hecho Patxi López. El penúltimo ejemplo, el viernes en el Parlamento vasco, cuando decretó, porque él lo vale, que el conflicto vasco se había terminado. Despipórrate tú de la asamblea de majaras meteorólogos de la canción de Kortatu.

Pues sí, desde que ETA envió su carta de semidespedida, sol y buen tiempo. Si había un contencioso, una cuestión, un problema o un asunto por solventar, olvídense. Se ha diluido como un azucarillo en una queimada y a los vascos y vascas no nos queda nada sobre lo que debatir, discutir o contender. Si acaso, si es mejor el txakoli de Getaria o el de Bakio o si Rontegi debe pronunciarse como palabra llana o esdrújula. Lo ha dicho Patxi, punto redondo. Y mañana, si tiene cuerpo de jota, promulgará el último parte de guerra contra la crisis y anunciará el fin de los atascos en la A-8. Menudo es el comandante López mandando parar.

Seguro que no va a ser nadie de su legión de adoradores con cargo al presupuesto, pero alguien debería tratar de explicarle a su excelencia jarrillera lo de Olentzero. El mejor dotado para esa empresa es —cómo no— Jesús Eguiguren, que hace tres años publicó un libro titulado “El arreglo vasco”. Me lo lea y me lo subraye, señor lehendakari, que ahí está bien clarito que, con o sin ETA, aquí queda conflicto para un rato.

¡Corre, Patxi, corre!

Pongámonos en el 20 de noviembre a las ocho y un minuto de la tarde. Todo lo que le quedará al PSOE entonces será una prórroga sin penaltis en Andalucía, un incómodo taburete desde el que sacar brillo a los zapatos de Barcina en Navarra y, como pieza más enjundiosa, quince meses de forfait condicional en Ajuria Enea. Si sigue pagando religiosamente las mensualidades a su prestamista (cruel paradoja, el mismo que ha desalojado a su partido de todos los palacetes de la piel de toro), Patxi López será el último resto del naufragio socialista.

Cualquier otro con menos obstinada querencia por las moquetas y las mesas de caoba se detendría diez minutos a reflexionar y al undécimo se rendiría a la atronadora evidencia: aquí y ahora ya no pinta nada. Podría marcharse con la dignidad que no tuvo al llegar (“Jamás gobernaré con el PP”, ¿recuerdan?) y dejar que unas urnas por fin sin trucar decidieran a quién le toca llevar la makila. Si vamos a ser generosos en cuestiones muy delicadas, no es descabellado pensar que pudiéramos serlo también con sus qués y con sus cómos. Andando el tiempo, quizá se le concedería, si no la Cruz del Árbol de Gernika, un pin del Puente Colgante. Pero él, que quemó sus naves junto a su palabra a cambio de un puñado de oropeles y una esquinita en una página de la Historia, ni contempla esa posibilidad.

Arropado por sus palmeros pretorianos, se soldará al cargo que le dieron las matemáticas trampeadas y emprenderá —es decir, continuará— su frenética y desesperada huida hacia adelante sin mirar, como hasta ahora, por dónde ni a quién pisa. Allá penas con el erial que vaya dejando a su paso. Quienes vengan detrás, que arreen. Y ya podemos echarle un galgo. O dos. O cien. El de Coscojales no interrumpirá su sprint destructor hasta que dentro de ¡un año y tres meses! se encuentre, al final de la escapada, con la pared. Pero para entonces, que le quiten lo bailado.