Astenia electoral

Qué ganas de quedarse dormido y despertar cuando ya sea 21 de noviembre y los que ahora van de adivinos estén ya disfrazados como forenses y novaamases de la politología parda. Una vez prohibida la publicación de esas entretenederas llamadas encuestas, la campaña entra definitivamente en lo que en baloncesto llaman los minutos de la basura. Ojalá, siquiera, sirvieran para hacer un compost decente, pero ni eso. Detritus de cuarta es lo que nos aguarda hasta que el domingo cuenten los votos y las imágenes de rigor alternen el ondear de banderas victoriosas con caras de funeral o de póker.

Esperaba poco de esta quincena fantástica del chalaneo, pero compruebo con una gota de pesar que mis pobres previsiones eran, incluso, optimistas. Y mira que esta vez nos hemos librado por primera vez en diez años de la martingala de las listas blancas y negras. Ni por esas. Debe de ser que la normalidad es aburrida (algo así nos temíamos) o que mi descreimiento va camino de ser oceánico, pero me es difícil recordar —bien es cierto que según pasan, reseteo— una cita con las urnas que se me haya hecho tan cuesta arriba.

Algo tiene que ver, imagino, el desenlace global previsto. Si nos va a caer encima otra mayoría absoluta, que empiece ya mejor que mañana, que así podremos empezar a hacerla frente antes. Pero no es sólo eso. En el lugar que de verdad me importa (sin que ello quiera decir que el resto me lleve al pairo) el resultado es incierto. Si D’Hont quiere, que querrá, una docena de papeletas pueden hacer que los de las banderas ondeantes que decía al principio sean los de la cara de úlcera y viceversa. ¿No debería animarme esa emocionante pugna que se resolverá con foto-finish?

Respondería afirmativamente si no fuera por los quintales de decepciones que llevo cosechadas desde la misma noche de la pegada de carteles. Es una suerte que se me acabe la columna y no pueda extenderme en ellas.

El desahucio de Victoria

84 años, cáncer terminal, un hijo discapacitado, y la desahucian. Otro triunfo del Estado Derecho, el Bienestar y LQTRM (lo que te rondaré morena). Que le pongan mañana mismo seis medallas de alabastro al heroico madero que diseñó un operativo que ríete tú del de la CIA para dar matarile a Bin Laden. Cuentan que nadie podía acercarse a doscientos metros de la casa de Malasaña de la que fue arrancada la anciana ayer por la mañana. ¿Acaso temían que se hiciera fuerte con un bazooka en el alfeizar de la ventana y se liara a disparar ese arsenal de pirulas que, según un candidato de UPyD, tienen por fea costumbre coleccionar los viejos?

En realidad, no. Bien sabían que el munipa más esmirriado se habría bastado para sacar en volandas a Victoria y a su hijo, que se han dejado todas las fuerzas en luchar y perder contra la vida, la puñetera vida. El miedo de los apatrulladores era a esa arma mortífera (si bien, muy poco frecuente) llamada solidaridad. Antes de la definitiva, los cañís hombres de Harrelson se habían tenido que volver dos veces de vacío al cuartelillo ante la oposición de un grupo formado por esos que dicen perroflautas, reforzados por vecinos que en su humildad conservan la dignidad que jamás se ha visto sentada en un escaño.

A la tercera, sin embargo, fue la vencida. Actuando con sigilo, o sea, a traición, las gloriosas fuerzas del orden dieron esquinazo a los desharrapados y se hicieron con sus trofeos humanos. La radio de las lecheras atronaba: Alfa, Bravo, Charly, Delta, operativo completado. Tenemos a la sospechosa y a su hijo y nos disponemos a depositarlos en la puta calle. Otra casa vacía para el censo.

Fin de la historia. La moraleja, si es que les queda cuerpo, la ponen ustedes, que viven —vivimos— en la misma sociedad donde ocurren estas cosas dos docenas de veces al día. Repitan conmigo: 84 años, cáncer terminal, un hijo discapacitado, y la desahucian.

Tecnocracia

Mucho Iphone 4, mucha tabletita superchachipiruli, pero a la hora de la verdad, estamos como cuando el calzado universal era la alpargata. Otra vez toca pedir pan, libertad y ya, si eso, un poco de justicia. Quién nos lo iba a decir. Apenas anteayer estábamos bien surtidos de lo primero y, como teníamos el estómago satisfecho, un plasma de 40 pulgadas y banda anchísima para subir fotos chorras al Facebook, nos bastaban las migajas de lo segundo y lo tercero. De pronto, nos han despertado del tórrido sueño burguesote y nos han devuelto a un siglo XIX con aire acondicionado, autovías, aeropuertos y, como adorno, sufragio universal para que, si protestamos, nos recuerden que fuimos nosotros quienes escogimos entre susto y muerte.

Antes de que les dé un shock anafiláctico a mis cuatro o cinco lectores (y amigos) tardoliberales, aclaro que, efectivamente, estoy exagerando la nota. Guárdense esas maravillosas y autotranquilizadoras tablas que demuestran que la Humanidad, con gigante H mayúscula, nunca ha estado mejor que ahora. Aunque a diferencia de ellos, no me consuela que hoy mueran 25.000 personas de hambre al día en lugar de 100.000, si me miro los michelines o abro el grifo del agua caliente, ya veo que, desde que Marx escribió “El capital”, el progreso material ha dado un arreón considerable. Otra cosa es que piense que esas comodidades y esos cachivaches que compramos, tiramos y volvemos a comprar, nos han disparado el colesterol de las conciencias.

Ahí es adonde iba yo: ahora que comienza la reconquista tecnócrata de Europa desde las penínsulas helénica e itálica, nos encontramos, como decía Hubbard, demasiado cobardes para luchar y demasiado gordos para salir corriendo. Muy pronto, los chisgarabises políticos —que ya mandaban poco— serán relevados de todos los gobiernos por implacables gestores de hierro. Está por ver que nos procuren pan. Justicia y libertad, ni soñarlo.

Todas las víctimas (II)

Pueden evitarse la lectura de esta columna. Es la misma de ayer, con el IVA actualizado de frustración y estupor por el espectáculo que nos arrojaron a la cara en la policonmemoración desacompasada de lo que llaman, qué atrevimiento, Día de la Memoria. Habrán notado que en la frase anterior falta un sujeto: ¿quién o quiénes fueron los que nos hicieron ese inmenso desprecio? Podría refugiarme en expresiones como “los políticos” o, afinando más, “nuestra clase política”. Renuncio a ello deliberadamente como huyo, salvo error u omisión, de cualquier generalización que haga tabla rasa o saco único. Ya baja lo suficientemente cumplido el caudal universal de las injusticias como para añadir unas gotas gratuitas.

Mírese cada cual la alforja donde lleva la conciencia y concluya si tuvo esa altura de miras que tanto y tan desafinadamente se cacarea. Ni siquiera pido una confesión pública con propósito de enmienda. Ya sé que es más fácil prescindir de un principio que de un voto. Bastará (y si no, también) que hagan un leve ajuste de cuentas consigo mismos y le digan a su Pepito Grillo interior si, en nombre de esas víctimas —cualesquiera— que decían honrar, tuvo algún sentido lo que hicieron… o lo que dejaron de hacer.

¿A qué vino convertir una corona de flores en un panfleto de propaganda con olor a autoafirmación revanchista? ¿Qué mente perversa parió ese galimatías con envoltorio de declaración institucional en que, tratando de contentar a tirios, troyanos y lacedemonios, se consiguió disgustarlos a todos? ¿Por qué cada institución pareció participar en un concurso de quién homenajea mejor y con mayor solemnidad? ¿Por qué hablan los que deben guardar silencio y callan los que hace un buen rato deberían haber alzado la voz? ¿Tanto cuesta, sin más pero también sin menos, respetar el dolor y el sufrimiento sean cuales sean los dardos que los provocaron? La memoria, claro, es selectiva.

Todas las víctimas

Queda muy lustroso en el calendario oficial un día dedicado a la memoria de las víctimas. Seguro que quienes lo concibieron imaginaron fotografías y discursos desbordantes de emotividad, tal vez canjeables por votos contantes y sonantes. El dolor, extraído de las entrañas con métodos similares a los de ese gas alavés que se pretende ordeñar de las piedras, ha llenado más de una urna. Que dé un paso al frente quien no se haya amorrado al pilo de las lágrimas o a su vecino, el de la rabia, calculadora en ristre.

Era más fácil, claro, cuando las víctimas eran sólo unas muy determinadas, escogidas a mano entre los pedigrís más puros, cuidando siempre que tuvieran una docilidad ovejuna. Conste que ya entonces el genérico era una mentira, porque aun habiendo recibido sus heridas de las mismas siglas, no todas se prestaban al pastoreo ni mucho menos se resignaban a ser reducidas única y exclusivamente a la condición de dolientes perpetuos. Aunque nadie hiciera reportajes artificialmente lacrimógenos (cuando no directamente de casquería) sobre ellas, cientos de personas fueron capaces de seguir siendo lo que eran —periodistas, dependientes, auxiliares administrativos— antes de que ETA les destrozara su vida. Sobreponerse fue su forma de rebelarse ante la injusticia que habían padecido. Quedaron excluidas de cualquier reconocimiento. Y junto a ellas, otras miles de personas alcanzadas por una violencia diferente de la única admitida.

Qué vileza, qué miseria, qué torpeza lingüística incluso, la de los que utilizan la palabra “equiparación” como muro para separar la angustia auténtica de la que, según el libro de pesas y medidas, no lo es. Si de verdad fueran humanos, sabrían que el sufrimiento es personal e intransferible. No hay dos iguales. No se puede ir con los desconchones del alma a que te los homologue un perito oficial en amarguras. Cada dolor es distinto sin dejar de ser real.

Foral y bananera

A Yolanda Barcina se le inflaman los carrillos y se le alteran los pulsos cuando proclama, con esa pose suya de vedette de compañía de revistas de provincias, que Navarra seguirá siendo foral y española. Como si no se notara que, en sus labios, esa letanía para poner pilonga a la talibanada requeté lleva una apostilla elíptica: “y bananera”.

Al tiempo, que no pinten un plátano como complemento a las cadenas en el escudo. Nada representaría mejor los modos y maneras que luce la casta gobernante, especialmente desde que a su cabeza va la antigua alcaldesa de Iruñea. La última: obligados por el escándalo a renunciar a las dietas de marajás que cobraban por sestear en los consejos de administración de las empresas públicas, los creativos integrantes de la mayoría que manda se han sacado de la chistera algo llamado “complemento de responsabilidades”. Lo que deja de entrar al bolsillo por aquí, se mete por acá.

Efectivamente, dan por hecho que sus gobernados son idiotas y no van a caer en la cuenta de que les están chuleando otra vez. Y en sus mismísimas narices, además. La cosa es que así va a ir al boletín oficial: en lo sucesivo a sus excelencias les pagarán dos veces por lo mismo. ¿O es que sin el cobro del plus gobernarían irresponsablemente? Eso se da a entender, lo cual no deja de ser una curiosa confesión de parte. La jodienda es que el sobresueldo no va a evitar que lo sigan haciendo igual.

Ya me imagino la réplica: “La política tiene que estar bien pagada. En la empresa privada cobraríamos más”. Si eso es tan cierto, la pregunta es qué hacen realizando un tremendo sacrificio que nadie les ha pedido ni, según ellos, les va a agradecer. Devuelven las llaves del coche oficial y el acta, y se marchan en pos de la plenitud económica que les aguarda al otro lado de la moqueta. Quitando aquellos a los que les deban favores, el resto viviría, con suerte, con mil quinientos euros al mes.

La propuesta de López

Ya se sabe que Iñigo Urkullu no es precisamente el campeón de la expresividad, pero este perverso escribidor habría pagado como mínimo un café por ver la cara que puso cuando, en su última reunión con Patxi López, el inquilino incidental de Ajuria Enea le soltó a boca de jarro: “Te propongo un pacto institucional de fondo para lo que queda de legislatura”. Cuentan los conocedores y difusores del sucedido (próximos al de Portugalete, no se vayan a creer) que, en su desconcierto, el presidente del PNV respondió siguiendo el tópico atribuido a los gallegos, es decir, con otra pregunta: “¿Esto lo sabe Basagoiti?”. En lugar de afirmar o negar —siguen diciendo los juglares de parte—, López continuó con la conversación como si el órdago (o lo que fuera) no hubiese existido.

Supongo que hay versiones más completas y fidedignas de un episodio que, no sé muy bien por qué, no ha llegado a los grandes titulares que en pura teoría periodística habría merecido. Estamos hablando de la oferta de unos cuernos en toda regla o, como poco, de un ménage-á-trois, que aún resultaría más morboso. ¿Discreción? ¿Esa idea que tanto repiten los futboleros de que lo que pasa en el campo se tiene que quedar en el campo? Es una explicación verosímil.

Al margen de la escasa repercusión mediática, la anécdota —llamémosla así— completa el pobrísimo retrato de la teórica primera autoridad de la comunidad autónoma vasca. Ya no estamos hablando de despiste, bisoñez o humano descoloque ante unos acontecimientos no previstos o que superan su raquítica capacidad política. Nos situamos directamente en el más absoluto de los naufragios, en la más pura e irreversible desesperación. Sólo en un estado de zozobra infinita se le puede ir a pedir sopitas a quien, después de haberle robado el donuts y la cartera, se lleva dos años y medio acusándole del hundimiento del Titanic y la muerte de Manolete. Pero si cuela, cuela.