Séptima Diada a todo o nada, y serenos. Cómo olvidar la primera que rompió los corsés establecidos, aquella de 2012, con Rajoy casi de estreno y Artur Mas dando el triple salto mortal (no para él, en realidad) de rey del autonomismo contemporizador a líder del independentismo desmelenado. Escribí entonces, y todavía me pongo del color de la fresa al recordarlo, que la inmensa y sorprendente movilización era poco menos que un chaparrón que duraría lo que durase la crisis económica y el personal cambiase de pasatiempo. No tengo ningún empacho en renovar mi autoflagelo público por semejante demostración de incompetencia profética que, por lo menos, me ha servido para aprender a no hacer de Nostradamus de lance con otras cuestiones. Y ya metido en gastos y exhibiciones impúdicas, aprovecho para confesar que a fecha de hoy no tengo la menor de idea de en qué parará este gigantesco entuerto.
Solo anoto, abundando en la imprevisibilidad, que hace ahora solo un año, no entraba en prácticamente ningún cálculo que los principales dirigentes del procés, en casi todos los casos, destacadísimas figuras de la política más institucional, estuvieran repartidos doce meses más tarde entre la cárcel y la expatriación. Y desde luego, menos podíamos sospechar que al cabo de ese mismo tiempo, en Moncloa ya no moraría el presidente español que quiso hacer de la causa anticatalanista su Non Plus Ultra, sino otro que parecía llamado a ser un secundario de la Historia. Con esos antecedentes, que levante la mano la luminaria del análisis político que se atreva a vaticinar los siguientes episodios. Yo prefiero verlo desde la grada.