Está dando mucho que hablar el banderón rojigualdo ante el que compareció Pedro Sánchez el otro día. Y ahí tienen la clave para entender la vaina. Se trataba, en primer lugar, de ganarse unos minutos de blablablá en tertulias de aluvión, Twitter y otros espacios de opinión al por mayor o al detalle, como estas mismas líneas.
Una vez comprobado que, a diferencia de las fuerzas nuevas (uy, perdón), el PSOE no coloca una puñetera escoba marcándose el rollete chachiguay y que tampoco sale de pobre vendiendo a su líder como un excitante sexual, alguien decidió que había que probar otra cosa. O en realidad, dos cosas, porque lo de la enseña nacional ciclópea fue conjunta e inseparablemente con la presentación en sociedad de la esposa del secretario general. Al estilo House of cards, dicen algunos con memoria tirando a frágil: el dos en uno de buena física y aparente mejor química lo viene utilizando últimamente Artur Mas y antes lo hizo, sin salir de Ferraz, Rodríguez Zapatero, cuya señora, Sonsoles Espinosa, tiene, por cierto, algo más que un aire a Robin Wright, la protagonista femenina de la serie antes mentada.
¿Hay alguien en la sala que sea capaz de citar alguno de los mensajes espolvoreados por el ya investido candidato socialista a la presidencia del Gobierno español en el acto de marras? Apuesto a que no. Y ni falta que hace, porque lo que se pretendía que captaran las cámaras eran los colores. En primer término, los de la bandera, y en segundo, el del vestido de la compañera de Sánchez. Luego venía el debate (o así) en el que hemos entrado de cabeza. Una estrategia verdaderamente acertada.