El visionario Marshall McLuhan, primero de los cromos de la breve y descangallada colección que hacen los alumnos de periodismo, palmó en 1980 sin sospechar hasta qué punto llegaría a hacerse realidad su celebérrima aldea global. Aldea, eso sí, no en el sentido más noble del termino, cuando se refiere a una comunidad de prójimos que, con sus defectos y virtudes, son capaces de deslomarse en la era del vecino o compartir una bota de peleón a la fresca. Lo que han creado los cachivaches tecnológicos que conoció él y los que han venido después es, más bien, un gigantesco villorrio superpoblado de garrulos cuya diversión más sofisticada es encontrar víctimas propiciatorias que tirar al pilón. Ello, cuando no se dan —es decir, nos damos— a linchamientos y lapidaciones de adúlteras, ovejas descarriadas, sospechosos de tener tratos con Satán o, simplemente, pobres desgraciados señalados por un dedo rematado por una uña llena de mugre.
Lo peor es que ejercemos esta catetería gañana creyéndonos que estamos en todo nuestro derecho, simplemente por el hecho de ser dueños de un televisor, pagar una tarifa plana de internet o disponer de cuenta en Twitter o Facebook. Pues no. No teníamos ningún derecho, pero absolutamente ninguno, a saber que una mujer de un pueblo de Toledo que jamás pisaremos había grabado un video subido de tono. No, ni aunque fuera concejal. Nada nos facultaba para conocer su nombre, su aspecto físico, su edad, su profesión y mucho menos su situación familiar o sentimental. Para qué hablar de las dichosas imágenes robadas de su móvil. Seguramente era inevitable que eso fuese por un tiempo comidilla de comadres y compadres locales o material para los pajilleros de las pedanías limítrofes. Pero jamás debió salir de la comarca.
Ahí es donde McLuhan patinó. Ingenuamente, bautizó la nueva era como Sociedad de la información. Debió decir, en todo caso, del chismorreo.