Cabreo campechano

Ea, ea, ea, el Borbón mayor se cabrea. Con su hijo, concretamente, que lo excluyó del festejo oficial de los cuarenta años de las primeras elecciones tras la muerte del bajito de Ferrol, que fue, como nadie ha olvidado, quien lo designó literalmente “sucesor a título de rey”. Vaya por delante que al campechano le sobran razones para encabronarse por el feo. No se entiende que uno de los principales protagonistas del cambiazo se quede fuera de la casposa foto conmemorativa del birlibirloque. Pero ya debería saber que los de su regia estirpe son muy dados a las guarradas filiopaternales desde que el felón Fernando VII le afanó el trono de malos modos al incauto Carlos IV, a la sazón, presunto autor de sus días. Sin ir más lejos, él mismo le hizo la trece-catorce a su viejo al quitarle el puesto por todo el morrazo. El tal Don Juan se fue a la tumba sin perdonarle la sucia jugarreta.

Así que, ajo y agua, don abuelo de Froilán. Donde las dan las toman. Si le pega una pensada, concluirá que hasta debería henchirse de orgullo y satisfacción al ver cómo su vástago continúa con la tradición familiar de los Capetos de mearse en el ojo de la generación anterior. ¿Y lo preparado que le ha salido? A sus 49 tacos, el niño ya balbucea la palabra dictadura, y sabe relacionarla con lo que pasó entre 1936 y 1975, para pasmo de propios y extraños, que corrieron cortesanamente a repicar la buena nueva, como si el chaval hubiera descubierto la pólvora. No se aflija, pues, gran vaciador de vasos y copas. Aguante vivo y coleando hasta el próximo aniversario, la Constitución del 78, que ya verá como a ese sí lo invitan.

Aquí no se reforma

Ahí tienen a la Constitución española: 38 años y una mala salud de hierro a la altura de la de aquellos gerontócratas de la URSS que iban superando autopsia tras autopsia hasta que palmaban de aburrimiento. Desde que este servidor recuerda —que es desde el mismo instante de su debate, referéndum y proclamación—, siempre ha estado en entredicho. Que si es un papel, un apaño temporal destinado a caer en cuanto caiga la breve (¡ja!) monarquía de Juan Carlos, un texto mejorable cuando la muerte del bajito de Ferrol esté lo suficiente lejos… Incluso en la época de la glorificación redondomayororejista, cuando los dos partidos turnantes dividieron el censo entre constitucionalistas y lo que fuera, se abría la puerta a unos retoques de chapa y una mano de pintura, siquiera en plan Lampedusa, cambiar para que nada cambie.

Mucha palabrería traducida en ningún hecho. Miento. En realidad, sí ha habido una reforma —más bien ñapa— en el texto supuestamente sacrosanto. El 2 de septiembre de 2011, en los estertores del zapaterismo, PSOE y PP le dieron un meneo al artículo 135 de modo que la soberanía financiera se fue a hacer gárgaras, dejando en manos de los supertacañones de Bruselas la potestad de marcar el límite de déficit que les saliera de la sobaquera.

Es verdad. De entonces a hoy han cambiado unas cuantas cosas. El bipartidismo ya no es lo que era. De hecho, hay una tercera fuerza que ya es segunda en la mayoría de las encuestas. Pero siguen sin salir los números para una reforma de fuste. Desde luego, no en lo territorial ni en la forma de Estado. No digo que me guste en absoluto, solo que es así.

Inútil rectificación

Antecedente que tiende a olvidarse: el 23 de agosto de 2011, en los estertores del gobierno de Rodríguez Zapatero, PSOE y PP, que sumaban el 90 por ciento de la representación en las Cortes, modificaron el artículo 135 de la Constitución española para introducir el concepto de estabilidad presupuestaria. En trazo grueso, la traducción del eufemismo es que en lo sucesivo todas las administraciones estarían sujetas a un tope (ínfimo) de gasto que no se podría superar aunque la población fuera desfalleciendo de inanición. Se trataba de la enésima exigencia de la malvada madrastra Europa, y como ocurrió con todas las anteriores, a cada cual más bruta, el gabinete equinoccial de ZP echó rodilla a tierra para lamer los mocasines de Merkel.

Dado que esta vez el recado era morrocotudo y requería nada menos que meter mano a la (para otras cosas más necesarias) intocable Carta Magna, los socialistas —es un decir— hubieron de humillarse también ante el entonces aspirante Mariano Rajoy para que sumara sus imprescindibles votos al apaño constitucional. Aparte de algún pescozón condescendiente, no hubo el menor problema, pues el PP se sabía inminente ocupante de Moncloa y tenía claro que el cambalache del 135 sería fundamental para aplicar su política de tijera, serrucho y hacha.

Resumiendo, la reforma se hizo con agosticidad, alevosía y el impulso inicial del PSOE, el mismo partido que ahora aboga por dar marcha atrás. De sabios es rectificar, ¿no? Pues en este caso, no está claro. El axioma colaría si los números actuales dieran para revertir la reforma. Dado que no es así, estamos ante otra impostura.

Reforma o ruptura

Cuarenta años después, se diría que regresamos al viejo dilema: ¿Reforma o ruptura? Mucho cuidado, porque como entonces, puede tratarse de una trampa. En realidad, la segunda opción jamás se contempló seriamente. Por lo menos, no entre quienes, desde el franquismo y el antifranquismo oficial, manejaron el juego y, a la postre, lo condujeron por los raíles que nos han traído exactamente al punto en el que estamos ahora. Los que albergaron la ilusión de que la muerte del dictador abriría paso a un cambio profundo pronto comprendieron que habían sido unos ingenuos o, simplemente, fueron claudicando y aceptando el cuento de hadas de la modélica Transición. Unos pocos —eso también es cierto— se han pasado estos cuatro decenios ciscándose en lo más barrido por el engaño y lamentando lo que (creen que) pudo haber sido y no fue.

No lloremos por la leche derramada y pensemos en mañana o pasado, que es cuando, a más tardar, nos vendrán otra vez a pedir que elijamos entre peste o cólera. ¿Será la oportunidad para corregir el error histórico de permitir que el régimen perviviera en lo básico a cambio de un puñado de concesiones medianamente democráticas? Quisiera creerlo, pero no las tengo todas conmigo.

Me huele mucho más a reforma de la reforma, a segunda vuelta de tuerca al apaño de 1978, y a tirar millas durante un par o tres de generaciones más. Quizá me haya vuelto conspiranoico, pero empiezo a percibir signos de que ya se está cocinando la nueva farsa. No alcanzo a ver quiénes están alrededor de los fogones, aunque intuyo algunos nombres. Como en el anterior trágala, varios resultarán sorprendentes.

¡Suspendan mi autonomía!

Lo del 155.1 de la hispánica Constitución es una vieja cantinela. La de veces que nos la habrán entonado a los pérfidos vascones en los tiempos del Plan Ibarretxe. Con la vena hinchada, los ojos fuera de las órbitas y un hilillo de baba patriótica colgando de la comisura de los labios, los tertulieros y columneros de la época —que, básicamente, son los de ahora— se venían arriba clamando por la suspensión de la autonomía vasca. La performance solía adornarse con menciones a tanques paseando por la Gran Vía o el Boulevard, y/o ensoñaciones del lehendakari y los miembros del Gobierno vasco tripartito vestidos con pijama a rayas y engrillados por los tobillos. Escuchando o, si era el caso, leyendo aquella sarta de soplagaiteces, debo reconocer que a mi también se me ponían los dientes largos, pero a la inversa. Vamos, que me daba por pensar que no caería esa breva.

O estoy muy equivocado, o algo así se están maliciando los partidarios de la consulta catalana al escuchar de nuevo las desorejadas apelaciones al tal 155.1. No se me ocurre mejor impulso para un movimiento que ya va sobrado de fuelle que la aplicación del artículo de marras. Sería el insulto final y sin vuelta atrás. Enardecería a los convencidos y terminaría con las dudas de muchos de los que aún creen que España es el mal menor.

La cuestión es que Rajoy tiene la excusa para invocar el 155.1 y la mayoría absoluta necesaria (solo se requiere la del Senado, cosa curiosa) para aplicarlo. En virtud del 8.1 del mismo libro de instrucciones, la misión se encomendaría a las Fuerzas Armadas. ¿Llegaremos a verlo? No me atrevo a apostar.