No hay gabarra

Veo, debo decir que sin la menor sorpresa, que el Athletic ha decidido prescindir de la gabarra en los actos de celebración de la liga —¡la quinta!— cosechada por su equipo femenino. Realmente, con los estatutos en la mano, la entidad es muy dueña de obrar así. Del mismo modo, los ciudadanos y las ciudadanas, hinchas o no, vizcaínos o no, aficionados al fútbol o no, tenemos derecho a manifestar lo que nos parece tal decisión. A mi, particularmente, me entristece y me disgusta. Creo que se podría haber encontrado una fórmula razonable para realizar el simbólico trayecto por la ría, si no en su recorrido completo, en uno adaptado; desde el Euskalduna hasta el ayuntamiento, por ejemplo, como proponía mi compañero Miguel Ángel Puente.

A partir de ahí, tome nota cada cual. Lo bueno de este episodio es que permite extraer un puñado de enseñanzas. La primera, para los que tienen el corazón rojiblanco pero no poseen el carné de socio es, justamente, sobre la propiedad del club de sus amores. También ha quedado meridianamente claro que, nos pongamos como nos pongamos, la consideración del fútbol femenino está muy por debajo de lo que proclaman ciertos discursos pomposos.

Y por decirlo todo y no despejar a córner responsabilidades, estamos viendo un inmenso retrato de los niveles de hipocresía a los que podemos llegar. Personas como yo mismo, que a lo largo de toda la competición no hemos prestado la menor atención a lo que iban haciendo semana a semana las jugadoras entrenadas por Joseba Agirre nos lanzamos a criticar lo que nuestra propia forma de actuar ha propiciado. Pero quedar bien no cuesta nada.

Los ojos que miran

Miro y remiro el cartel condenado de la Emakumeen Bira y no salgo de mi asombro. Miento. En realidad, me ha sorprendido lo justo el pifostio de diseño que ha acabado, según la costumbre, con la retirada de una imagen “no adecuada”. Si se cuentan entre quienes no lo han visto, traten de imaginarlo a partir de esa expresión. ¿Qué será “no adecuado” en el anuncio de una prueba deportiva en la que participan solamente mujeres? Pues lamento decepcionarles. Todo lo que aparece en el póster es una instantánea de la parte trasera de la cabeza de una ciclista —una trenza que sale del casco— y, en primer y supuestamente escandaloso plano, la corredora del Rabobank, Katarzyna Niewiadoma, ganadora de la edición del año pasado, lanzando un beso. Pueden comprobarlo, pero les juro que va con un maillot holgado y con la cremallera hasta arriba. ¿Qué tiene de particular, entonces, ese beso?

Me temo que ahí le hemos dado, porque a este servidor, y creo no ser el único, no le parece que tenga absolutamente nada de tórrido, lascivo o lujurioso. Es, sin más, un piquito al aire, un gesto simpático que no tiene nada que ver con que quien lo haga sea hombre o mujer… salvo que la interpretación en clave húmeda esté en los ojos que miran. Les ocurre mucho a los curitas de carótida inflamada: el pecado está en sus calenturientas cabezas. Es curioso el parecido de estas actitudes con las de las ligas de la moral de tijera y rotulador en ristre.

Por lo demás, es para llorar mil ríos que, como acaba de pasar, la pericia en la caza de micromachismos se corresponda con una ceguera estruendosa (¡y voluntaria!) ante los inmensos.

Algunos que corren

A pesar del título, el pasado martes creí que había dejado suficientemente claro que no pretendía generalizar. Lo subrayaba en el último párrafo y vuelvo a hacerlo en el primero de estas nuevas líneas que encabezo, en evitación de malentendidos, “Algunos que corren”. Por si fuera necesario, incluyo de serie una sincera petición de perdón a las y los deportistas que se sintieron aludidos por el retrato de trazo deliberadamente grueso que esbocé en mi escrito. Confieso, al mismo tiempo, mi enorme sorpresa ante el hecho de que los corredores que se lo toman en serio pudieran verse reflejados en la compilación de rasgos de quienes se echan al asfalto, como poco, a tontas y a locas. Cuantas más vueltas le doy, más meridiano me parece que estas personas que actúan con sentido común son las que tienen verdaderos motivos para estar enfadados con los individuos que han convertido su pasión en motivo de broma… o sospecha.

Insisto en mis disculpas, pero comprenderán que lo que no puedo hacer es negar la existencia de un tipo de corredor —si merece el nombre— que responde a las características descritas, o sea, a las caricaturas al uso. Tampoco me parece rebatible que esto de lo que estamos hablando trascienda ya de la consideración de deporte para haberse instituido en fenómeno. Comercial, para más señas: hay mucho dinero en juego, como dan fe esas inmensas superficies en las que cualquiera, lego o profano, se puede agenciar doscientos tipos de de zapatillas, una jartá de pócimas inteligentísimas o, por no seguir, una extensísima cacharrería informática para los usos más peregrinos. Lo de la salud, ya tal.

Los que corren

Un corredor muerto, cinco ingresados en la UCI en estado grave, otros seis hospitalizados, incontables atendidos en situación comprometida y vaya usted a saber cuántos que directamente se cayeron en el asfalto y fueron retirados por amigos o familiares. Siempre he tenido claro que el deporte de élite no es deporte, y ahora empiezo a plantearme que el popular tampoco lo sea. No, no hablo solamente del Vietnam que se vivió el domingo en la Behobia-San Sebastián.

De un tiempo a esta parte, va para tres o cuatro años, vengo contemplando con creciente asombro este fenómeno descaradamente comercial al que sucumbe en masa un personal que, en no pocos casos, ya ha renovado el carné de identidad un puñado de veces. Parece caricatura, pero se diría que calzarse unas zapatillas y embutirse en unas mallas es el modo que más de uno ha encontrado para enfrentarse a la crisis de los cuarenta. O de los cincuenta, que ya les puedo citar yo una docena de conocidos que al llegar a esa edad se han convertido en tardíos émulos de Mariano Haro, al que cito adrede porque es de la época de muchos de los mentados. Me hago cruces al ver que tipos y tipas que conocieron las filfas del footing y, una década después, el jogging, hayan comprado este peine del running, que como todos sabemos, viene a ser el correr de toda la vida.

Es verdad: como seguramente estarán protestando para sus adentros varios lectores, es injusto generalizar. Hay miles de personas que practican ejercicio con tiento y sentido común, de modo que resulta plenamente saludable. Pero no me digan que los que acabo de retratar son producto de mi imaginación.

Pitar o no pitar el himno

Pitar o no pitar el himno español mañana en el Camp Nou, he ahí el dilema. Anoten, de saque, la profundidad de tal preocupación. Anoche soñé que todas nuestras cuitas eran así. ¿Dónde hay que firmar? Pero nada, ya que la cuestión artificialmente palpitante está ahí, entremos al trapo. Eso sí, reconozco que yo lo tengo que hacer en zigzag y con traje de neopreno porque he inventariado tantas razones a favor como en contra. O bueno, por ahí; tampoco las he contado, porque ya les digo que a mi el asunto ni mucho fu ni poco fa más allá de lo que puede amenizar una sobremesa tonta o una charleta de barra. Y vale, también como material de aluvión para una columnita al trantrán, avisando al respetable que esta vez —y supongo que otras— no se pierden gran cosa si abandonan aquí mismo la lectura.

Empezando por los argumentos favorables, me inclino por silbar la Marcha real porque sí, (o porque por qué no), por los beneficios de soltar adrenalina y el ensanchamiento de pulmones. Por el cabreo sulfuroso que se van a pillar un montón de tipejos y tipejas. Por el mal rato que pasará el Borbón joven, al que le pagan también por comerse estos marrones. Por ver cómo se las ingenia Telecinco para tapar el sol con un dedo. Y por la puñetera calavera de los jetas de la comisión antiviolencia, que amenazan con hacer pagar a los clubs la verbena.

En cuanto a los motivos para mantener silencio, los resumo en uno: si yo tuviera querencia por un himno, me cogería un rebote del quince si una multitud se ciscara sonoramente sobre sus notas. Respeto, creo recordar que se llama la vaina. Pero haga cada cual lo que quiera.

Miribilla, no olvidar

Los aficionados al baloncesto se quejan porque su deporte tiende a ser noticia casi exclusivamente por acontecimientos negativos como la (estúpida) trifulca del domingo en Miribilla entre jugadores de Bilbao Basket y Baskonia. Seguramente, no les falta razón, pero con media pensada que le echen, comprenderán que no pueden pedir —como hicieron en Twitter o ante los micrófonos algunos de los implicados en la pelea— que quienes vieron el lamentable espectáculo corran un tupido velo y olviden las deplorables imágenes como si todo hubiera sido un mal sueño. Ocurre, por desgracia, que no lo fue. La tangana fue muy real. Lo pueden atestiguar los centenares de seguidores de uno y otro equipo presentes en el pabellón, incluido el chaval al que consolaron varios de los que se habían intercambiado trompazos, y, desde luego, las miles de personas que asistimos a la reyerta a través de la televisión o del vídeo convertido en viral.

Anoto en positivo la inmediatez del arrepentimiento y la sinceridad que se aprecia en las disculpas de jugadores, técnicos y ambas entidades. Les honra ese reconocimiento de los hechos que, con alta probabilidad, en el fútbol habría sido negación, excusas de mal pagador o un rastrero cruce de acusaciones sobre quién empezó primero. Pero insisto en que no les compro la invitación a la amnesia. Muy al contrario, creo que una de las mejores maneras de evitar la repetición de incidentes tan bochornosos es que sus tristes protagonistas los tengan siempre presentes. El recuerdo debe servir como freno cuando la adrenalina y las pulsaciones disparadas muevan a hacer otra tontería.

El error de Virginia

Parece que el error imperdonable de Virginia Berasategi no fue pegarse un chute de a saber qué para mejorar su rendimiento, sino tener la candidez de salir a reconocerlo. Tal vez creyó que el inmenso cariño que se le había demostrado hasta ahora amortiguaría el golpe. No reparó en cómo de tornadizos son los afectos hacia los héroes. Los pedestales son de quita y pon. Pasar de gloria jaleada a mierda pinchada en un palo es cuestión de décimas de segundo. Así de cruel y así de real. Muchísimos de los mismos que le hacían la ola por superwoman y por supervasca han cruzado a la primera línea del pelotón de fusilamiento y disparan sin misericordia su decepción contra la atleta que ha confesado haber hecho trampas. El veredicto del juicio sumarísimo instantáneo es que si las hizo una vez, las habrá hecho siempre.

Lo curioso y a la vez ilustrativo es que a Virginia no le pintarían estos bastos si hubiera actuado según el patrón habitual en circunstancias similares, es decir, negándolo todo. En tal caso, ahora estaríamos ante la intolerable persecución de una deidad local. Daría exactamente igual la evidencia que señalaran análisis, contraanálisis o recontraanális. Creeríamos cualquier explicación: que le pasaron un Isostar trucado, que lo genera su cuerpo, o qué sé yo, que en el laboratorio confundieron su DNI con el de Pocholo Martínez Bordiú. Lo hemos visto alguna que otra vez, ¿verdad?

Doble vara de medir se le llama a eso. Hipocresía flagrante, si quieren que concretemos más. Está a la orden del día en el deporte de élite. Le escuché una vez a un ciclista de notable palmarés preguntar si nos creíamos en serio que era posible subir el Tourmalet o el Mortirolo como un cohete solo a base de alubias, espagueti y agüita fresca de la fuente. Responda cada cual, y luego pensemos si podemos exigir a nuestros ídolos proezas sobrehumanas y, en el mismo viaje, un comportamiento ético intachable.