Decidir para convivir

Igual a diestra que a siniestra, la mediocridad política se delata a través de la utilización de eslóganes de tres al cuarto y frasecillas hechas que, para colmo, ni siquiera son de elaboración propia. Apuesto la botella de licor de bellota de la cesta de navidad a que a Patxi López no se le ocurrió solo la gominola dialéctica ‘Derecho a convivir‘ que estos días anda regalando como aguinaldo a los buscadores de titulares facilones. Suena más bien a producto de sanedrín de asesores después del segundo gintonic o, como mucho, a hallazgo de algún parlamentario ensimismado bajando o subiendo Altube. Tanto da. Lo sustantivo es que ese presunto opuesto o antídoto al derecho a decidir no significa absolutamente nada. Es decir, nada aparte del autorretrato de quien echa mano de palabras de dos duros para combatir una idea profunda.

¿Merecerá la pena hacer el esfuerzo de explicar a mentes obtusas (o quizá obstruidas) que el derecho a decidir abarca en su amplitud conceptual el derecho a convivir? Se podría afirmar, incluso, que parte de ahí. Una convivencia sana, una que sea acreedora a tal nombre, solo se puede basar en la garantía de que la mayoría de la sociedad ha escogido consciente y voluntariamente el marco en el que se desenvuelve. Por lo menos, hasta el punto en que ello es posible en un mundo de interdependencias cruzadas donde la soberanía pura no existe ni siquiera para los estados que la tienen reconocida expresamente.

Impedir que se ejerza la facultad de escoger libremente lo que se quiere ser es lo que descuajeringa la tan cacareada convivencia. Es de cajón: una ciudadanía se encabrona creciente y progresivamente al sospechar —o comprobar— que está sometida a los deseos de una minoría. Si la única opción que se les da a los que son más es joderse y bailar bajo el pretexto de una paz social que solo es la de los que salen favorecidos, lo normal es que se líe parda. Por ahí vamos.

Decidir, según Cercas

Sostiene el gran escritor —eso no lo negaré— Javier Cercas que el derecho a decidir es una argucia conceptual, un engaño urdido por una minoría para imponer su voluntad a una mayoría. Con tales palabras exactamente. En realidad, esa variante del “no corras, que es peor” o directamente de la ley del embudo es el veredicto final e inapelable de [Enlace roto.] construido a base de verdades esféricas al gusto exacto de los que ven, llenos de zozobra y tembleque en las rodillas, que se les rompe España. Superado el primer sofoco ante el cúmulo de sofismas (mira quién habla de argucias conceptuales), ha sido revelador y hasta divertido ver cómo el texto era ensalzado y exhibido a modo de detente bala por la misma carcundia casposa que hasta la fecha despreciaba a Cercas por su presunta condición de autor de izquierdas, aunque fuera ma non troppo. Frente a las grandes cuestiones, ya se sabe, la línea divisoria se diluye. Antes roja que rota.

Resulta tentador ir desmontando clavo a clavo la tramoya argumental del zigzagueante escrito. Para alguien de natural irónico como el que suscribe, sería un festín hincarle el diente a la chusca comparación entre pararse en un semáforo y poner urnas para contar quién quiere irse y quién quiere quedarse. Y qué voy a decir de la rocambolesca, casi lisérgica, afirmación de que someter un asunto a votación es, ¡toma ya!, concederle el triunfo a la minoría. Sin embargo, no procede entrar al trapo. Esos teoremas de pata de banco obran, en efecto, como jugosos cebos para ocultar el mensaje principal, que no está en las partes del artículo sino en su totalidad y en el hecho mismo de que alguien se encargue de redactarlo y publicarlo. En lugar de entrar al debate de las ventajas o los inconvenientes de optar por esto o por lo otro, se hace saber a la concurrencia que, se pongan como se pongan, no hay más tutía que tragar lo que un ente superior ha decidido por ellos.

Catalunya a por todas

Tras la histórica Diada del año pasado, me apunté a la teoría del suflé. Creía, y así lo dejé anotado en estas líneas, que todo lo que sube baja, que los días de mucho suelen ser vísperas de nada y, en fin, que los grandes entusiasmos tienden a marchitarse irremediablemente. Mi escepticismo congénito y el recuerdo nítido de otras explosiones de júbilo que habían terminado en fiasco me llevaron a pensar que era cuestión de tiempo que las aguas catalanas volvieran a su cauce. Compruebo con alegría que estaba en un error.

Tampoco quisiera dejarme arrastrar ahora por un exceso de optimismo y dar por finiquitada la caza de un oso que todavía corre por las praderas. Sin embargo, lo que he ido viendo en estos últimos doce meses y, particularmente, el miércoles pasado, me hace intuir que esta vez el envite va muy pero que muy en serio. Se ha colmado definitivamente el vaso de la paciencia. Y no solo de los que siempre estuvieron por la labor de cortar amarras con España. Aunque estoy a seiscientos kilómetros y seguramente se me escapan muchos detalles, para mi el fenómeno más notable es constatar que personas que no hace tanto pasaban por tibias o indiferentes han cruzado la línea roja. Ya no se conforman con un apañito fiscal. Ni siquiera con una componenda federalista o del pelo. Quieren irse a toda costa y lo antes posible. Mañana mejor que pasado mañana.

Se antoja muy difícil contener un ansia y una determinación así. Esto ya no va de unas siglas o las otras. Las ejecutivas de los partidos, que no tienen manual de instrucciones para una situación como esta, han perdido el control. El ritmo lo marca la ciudadanía y a los dirigentes políticos no les queda más opción que subirse a la ola y aparentar que la gobiernan. Cualquier tentación de echar el freno, y los corren a gorrazos. Artur Mas debe elegir entre ser héroe, aunque sea por accidente, o villano sin paliativos. A ver qué decide.

Federalismo tardío

A buenas horas mangas verdes, Alfredo Pérez Rubalcaba descubre el modelo federal como bálsamo de Fierabrás que acabará en un pispás con las irritaciones y los eczemas territoriales que han reverdecido en la sensible piel de toro. Mira tú que entre 1982 y 1996 primero y entre 2004 y 2011 en segunda convocatoria, su partido tuvo tiempo —21 años, que se dice pronto— de llevar por ahí el balón. Pero entonces no hizo ni un amago. Ha esperado a ser una oposición en imparable aguachirlización que compite en descrédito y despiste con el Gobierno para brindar al sol, a ver si se echaba un titular a la boca, que buena falta le hacía.

Cierto, lo consiguió. En esos caracteres de humo que se lleva la brisa informativa sin mayor esfuerzo, pudimos leer la propuesta de reformar la Constitución —ja, ja, ja— para calmar con un azucarillo a los que quieren hacer las maletas. Si es la mitad de lumbrera de lo que dicen, debería ser el primero en comprender lo ridículo, o quizá lo patético, de su tercio a espadas. Puede que hace un par de décadas o incluso menos el tal federalismo hubiera sido un precio razonable. Hoy, sin embargo, la inflación de mala leche y agravios encadenados lo convierte en una broma. Según parece que estamos a punto de ver en el Parlament, la tarifa mínima actual está en derecho a decidir. Un mal paso, otra bofetada gratuita, y nos ponemos en autodeterminación como nada. De ahí a la independencia hay medio Petit Suisse.

Como escribí hace unos días, sigo pensando que no llegaremos a esa pantalla del videojuego tan pronto como algunos celebran por anticipado. Pero no será, precisamente, por el papel que hayan de jugar ni el PSOE ni su sucursal catalana, reducida a convidado de piedra en el momento más decisivo de la historia de su país. Gran ayuda, por cierto, la que envía a sus compañeros el Gunga Din vasco Patxi López presentándose como “dique contra los independentismos”.