Nacionalistas vergonzantes

Luego somos los demás los del raca-raca, claro, pero a ver quién es el guapo que empata en pesadez con los cincuenta intelectuales [risas enlatadas] que cada tres por cuatro nos endilgan el mismo manifiesto como si fuera nuevo. Dicen los titulares que esta vez es para oponerse a que Rajoy negocie con Mas, lo que viene a ser como si expresaran su rechazo a que llovieran ositos de gominola. ¿A santo de qué se niegan a lo que saben que no va a ocurrir? Apuesten sin miedo a perder que son ganas de dar la nota mezcladas con una querencia inveterada por malmeter y presumir en sus francachelas de ser los más tocapelotas a este lado del Volga.

Presentan su panfleto bajo el encabezado “Libres e iguales”, que es su forma de proclamar que la libertad y la igualdad de cualquiera que piense algo distinto se la pasan por la zona inguinal. Los derechos se los atribuyen en régimen de monopolio y solo los consideran tales si sirven para construir un chiringuito a la medida de sus obsesiones, que alcanzan desde hace rato el grado de perversiones. Lo más divertido es que en el fondo (aunque esté bien a la vista para cualquiera) no son más que una panda de reprimidos tocados por la peor versión del presunto vicio que denuncian. Sin más y sin menos, son nacionalistas vergonzantes, tan acomplejados, que ni se atreven a reconocer que derrotan por la parte más rancia y casposa del españolismo. No, lo suyo no es una cuestión política ni ideológica. Es directamente psiquiátrica. Y si fueran tan listos como se creen, se darían cuenta de que el único efecto de sus bravatas es alimentar la causa que dicen combatir.

Cuatro gatos

Ya estamos con los catetos que al ver venir el tren de frente se engorilan: “¡Chufla, chufla, que como no te apartes tú…!”. O adaptado a hechos recientes: “En la iniciativa Gure Esku Dago solo participaron 150.000 personas sobre una población de dos millones”. Vamos, lo que vendría a ser cuatro gatos, según el teorema pardo de las mayorías silenciosas, medidas y autoatribuidas a beneficio de obra.

Señalemos, de entrada, que no hay peor ceguera que la voluntaria, y preguntemos inmediatamente después qué movilización de la contraparte ha cosechado una concurrencia similar. ¿Habría un par de narices a convocar una cadena humana, un flahmob o la folclorada que les pete a favor de la unidad indisoluble de España? Este humilde plumilla aceptaría la comparativa, incluso sabiendo que dos de cada tres que se citaran a un evento así serían carretados desde un poco más abajo de Pancorbo.

Pongan fecha, y a la espera, si creen que los votos del populacho son la expresión de algo, hagamos dos montones. A un lado, los de las formaciones que apoyan el derecho a decidir; al otro, las siglas que dicen que ni hablar del peluquín. Escojan entre cualquiera de las elecciones desde que volvió a estar completo el abanico de opciones. O mejor, tomemos todas en orden cronológico. Qué fenómeno tan curioso, ¿eh? La diferencia entre los del sí y los del no se va agrandando de votación a votación.

¿Sigue pareciéndoles que eso no significa nada? Pues ya solo queda la verdadera prueba del algodón. Si tan confiados están en que son más, no deberían tener mayor problema en preguntarlo directamente. Aquí te espero, Baldomero.

Digamos No

Paradojas interpretativas: la abstención presencial del PNV sobre la ley de sucesión express va a ser ampliamente entendida como un disimulado voto favorable a la continuidad borbónica, mientras que la inhibición ausente de Amaiur se glosará como un pedazo de rechazo del recopón y medio. Que me lluevan las collejas si procede, pero no veo diferencia esencial entre una y otra postura más allá de la presentación en el plato, acorde con la querencia mayor o menor hacia la barrila de cada formación. Leídos, escuchados y hasta comprendidos los argumentos de ambas para obrar así o asá, debo decir que no comparto ninguno de los planteamientos. Fíjense que quien esto escribe arrastra el baldón de la equidistancia militante y el refocile en las medias tintas, pero en la cuestión que se dilucida defiendo que solo caben dos pronunciamientos: sí o no. Y por descontado, me apunto a lo segundo, a un no rotundo gritado a pleno pulmón y hasta con un pelín de cara de mala hostia. Máxime, cuando el 90 por ciento cortesano del Congreso (que ya no representa ni de coña a la misma proporción de la sociedad) va a asegurar el éxito del trile.

Esta es una oportunidad para decirle tararí, no solo a la monarquía en general, sino a esta en particular, la del Borbón restaurado y su progenie. Si en 1978 cabía —echándole kilos de buena voluntad— aplicarle al Capeto el beneficio de la duda, hoy tenemos casi cuarenta años de hechos contantes y sonantes que demuestran que este linaje, da igual quién sea el titular y cuántas visitas nos haga, ha estado, está y estará al frente de los que no nos dejan decidir qué queremos ser.

Alborotar el cementerio

Era previsible que sería así y hasta comprendo los motivos, pero me resulta un tanto infantil que PNV y EH Bildu anden declarándose vencedores de las elecciones europeas según veamos la estampa a siete, a cuatro o a tres territorios. Aparte de que en cualquiera de los casos, la distancia es de un puñado de votos, espero que tengamos la suficiente madurez política para entender que estos comicios no son los más adecuados para meterse a la medición de hegemonías. Basta comparar los resultados de una y otra formación con los que cosecharon en las últimas autonómicas, municipales o forales para ver que no salen las cuentas. A ambas se les han quedado unas miles de papeletas en casa, muchísimas menos —eso también es cierto— que a PSE y PP, cuyo batacazo no admite ni medio matiz.

Por ahí justamente empezaría mi lectura en positivo de lo que ocurrió el domingo. Además del mordisco en la ingle al bipartidismo en el conjunto del Estado, en nuestro trocito del mapa, siempre con mayor biodiversidad, las urnas les han sido favorables a las fuerzas que apuestan por el derecho a decidir. Pero como eso puede sonar un tanto abstracto, personalizaré: en ese mastodonte amodorrado que es el Parlamento europeo habrá de saque dos escaños cuyos ocupantes no van con espíritu de balneario. Izaskun Bilbao lo ha demostrado en los cinco años precedentes y no tengo la menor duda de que Josu Juaristi actuará con similar brío y entrega. Me alegra intuir que no serán los únicos. Entre un puñado de los recién electos de otras siglas se perciben unas sanísimas ganas de alborotar el cementerio de elefantes. Buena falta hace.

No solo Catalunya

El portazo del martes en el Congreso español no fue solamente a las aspiraciones de la mayoría social y política catalana o, por analogía, de la vasca. Serían muy estrechas las miras si la única conclusión que sacáramos se limitara a lo evidente, es decir, al rechazo por aplastante mayoría de la demanda de un territorio para decidir su futuro. Basta atender a los discursos —en forma y fondo— y a las reacciones para comprender que la cuestión que se dilucidó les atañía por igual a ciudadanos de Vic, Arrasate, Mondoñedo, Chiclana, Paterna o del mismo Madrid, esos a los que con tanta ligereza calzamos la consabida e injusta metonimia.

Una pista de por dónde voy: al terminar la buenrollista intervención de Pérez Rubalcaba, una parte no pequeña de la bancada del PP aplaudió, siquiera, por lo bajini y como al despiste. Fenómeno no habitual pero del todo lógico, puesto que sacarina arriba o abajo, el [todavía] líder del PSOE había venido a decir casi lo mismo que Mariano Rajoy, o sea, que como dueños que son del balón y de la asfixiante mayoría que suman (en proporción de 6 a 1), son ellos los que ponen las reglas. Las del bipartidismo a machamartillo, naturalmente, que implican que en cualquier cuestión que consideren esencial prevalecerá el pacto de hierro. Eso reza para lo territorial e identitario, pero también para el modelo económico y el de Estado en toda la extensión de la palabra, que es una enormidad.

Como piedra angular y non plus ultra, la Constitución, que invitan cínicamente a reformar, en la seguridad de que solo ellos, el bifronte, pueden hacerlo, como en agosto de 2011, a voluntad.

Obsesiones identitarias

Si quieres decidir tu futuro, te dirán que padeces obsesiones identitarias. Con soniquete faltón y gesto de estudiada superioridad, como si tú fueras un baldragas sin idea de por dónde le da el aire y el que te lo suelta, la sabiduría y la elocuencia tapizadas en un traje gris marengo. Ni por un segundo repara el insultador en que está proyectando sus propias miserias. Si alguien tiene un problema con la identidad real o soñada, es quien no soporta que los demás pretendan ser algo diferente a lo que, según sus cortas entendederas, se puede o se debe ser. Español, en los casos que nos tocan más de cerca.

Más allá de esa tara freudiana, estos ladrones que piensan que todos son de su condición incurren en un grave error de diagnóstico que tal vez ha de salirles caro. Ya no estamos en los días del soberanismo romántico e historicista. Perviven, es cierto, las visiones mitológicas, un tanto de sentimentalismo acrítico y, por supuesto, banderas y símbolos a tutiplén. Pero todo eso, que jamás desaparecerá porque forma parte esencial de las ansias de independencia de cualquier pueblo que se precie, empieza a ser parte del envoltorio de un fenómeno en el que cada vez el corazón y la cabeza funcionan en mejor sintonía. Poco a poco, la aspiración a convertirse en un estado se sustenta menos en deseos primarios y más en interpretaciones racionales de hechos. Muchas personas que jamás habían dado síntomas de nacionalismo pasional han ido adquiriendo la convicción nada arrebatada de que las recetas que vienen de Madrid son trágalas que no solo no solucionan sus problemas sino que los agravan.

Resulta llamativo que ante este desafecto creciente hacia la idea de España (nada que ver con el clásico antiespañolismo visceral, insisto), la respuesta del poder central sea tensar más la cuerda y, de propina, ofender al personal con membrilleces como las de las obsesiones identitarias y otras del pelo.

Totalitarismo democrático

Confieso que esta es una versión de la columna de ayer, aunque prometo repetirme lo justo y necesario para ver si soy capaz de dejar descrita una corriente de pensamiento y acción que cada vez parece gozar de mayor predicamento. Seguramente habrá un nombre mejor, pero yo la he bautizado como totalitarismo democrático. Se diría que lo primero se opone a lo segundo y viceversa, dando lugar a un oxímoron del nueve largo. Sin embargo, es en la contradicción de términos donde reside la gracia del asunto, o sea, la desgracia.

De nuevo, el punto de partida es la negación del derecho a decidir y, más concretamente, la argumentación que la acompaña. Si se han fijado, buena parte de los que rechazan con toda la contundencia de su ser que se consulte a la ciudadanía qué quiere ser o dejar de ser lo hacen en nombre de la democracia. Se presentan, de hecho, ¡manda narices!, como los únicos demócratas genuinos y tildan de reaccionarios descojonaconvivencias a los que, a riesgo de ser derrotados, están dispuestos a someter sus ideas al veredicto de los urnas. Bajo el banderón de la libertad se ciscan en la libertad, y encima tienen los bemoles de hacerse los ofendidos y soltar tremebundas filípicas que básicamente se resumen en la idea de que preguntar al pueblo sobre cuestiones que le atañen es destapar la caja de los truenos, además de una antigualla que ya no se lleva. Y como el balón es suyo, o se juega con sus reglas, o vienen los tanques, a ver quién se aparta antes.

Estamos ante una vuelta de tuerca corregida y aumentada de la democracia orgánica de los vencedores de la guerra de 1936. El razonamiento de partida es el mismo: puesto que las urnas son la raíz de todos las catástrofes porque los ciudadanos se empeñan en votar lo que no conviene, eliminemos la tentación de votar mal. La diferencia es que técnicamente ahora no estamos en una dictadura. Solo en una democracia totalitaria, qué bien.