9-N, ya veremos

Aunque para muchos ha caído en desuso, uno de los principios básicos del periodismo es la comprensión de los hechos sobre los que se va a informar o, si es el caso, opinar. Antes de ponernos frente a los lectores, oyentes o espectadores, es imprescindible tener una idea cabal sobre la cuestión que pretendemos comunicar. Lógica aplastante, ¿verdad? Je, pues aquí me tienen, en el trance vergonzoso de confesarles que me dispongo a escribir de un asunto sobre el no sé ni por dónde me da el aire.

Y no será porque no he puesto empeño, ojo. Les doy mi palabra de que ayer me tragué las casi dos horas de comparecencia de Artur Mas. Tomé notas, repasé la grabación, espié lo que titulaban los colegas, rumié las columnas de urgencia, eché una oreja a las tertulias, puse los cinco sentidos en las reacciones del resto de los portavoces… y sigo en la casilla de salida. No, ni siquiera ahí. Hasta las certezas iniciales se me han ido a hacer puñetas, porque yo albergaba la creencia de que se había convocado una consulta y que se habían previsto vías de salida para el caso altamente probable de que no pudiera realizarse. Daba por hecho que había unos planes B, C, y hasta Z que contaban con el respaldo de las formaciones que se habían embarcado en la empresa.

Pues, por lo visto y oído, no. Lo único que tengo claro (o medio claro, no exageremos) es que la unidad se ha ido a hacer gárgaras. Lo demás es una nebulosa que, para colmo, me da mala espina. Que me corrija alguien con mayor capacidad de discernimiento que la mía, pero juraría que lo que Mas vino a decir ayer es que ya veremos y que todo se andará. O así.

Fiasco patriótico

Y entonces, el iluminado que arengaba a las masas —o sea, a las masillas— vociferó desde el atril que había quedado claro que “la mayoría de los catalanes no queremos que nos obliguen a decidir”. Hay que reconocerle el desparpajo al barritador, cuando el auditorio ante el que soltó tal proclama apenas sumaba, incluso según los cálculos más amistosos, 38.000 personas. Quizá una buena entrada para un partido en Cornellá-El Prat, pero una flojísima para el Nou Camp. No digamos ya para la Plaza de Catalunya, en domingo y día de la raza, con autobuses gratis o semigratis fletados desde Guadalajara, Cuenca, Segovia o Madrid, y tras dos semanas de agitprop rojigualdo en los tugurios cavernarios de rigor.

Pasando por alto que buena parte de los excursionistas eran de los de brazo derecho extendido en diagonal hacia lo alto y aguilucho, cuando no cruces gamadas, la concentración patriotera fue un fiasco del nueve largo. Todo lo que consiguieron sus convocantes, además de unas fotos pintureras que acrecientan el caudal universal de la vergüenza ajena, fue que quedara en evidencia su condición no ya de minoría, sino de excrecencia. No llegaron a cubrir ni el córner de la gigantesca V que solo un mes y un día antes habían compuesto centenares de miles de —estos sí en su práctica totalidad— catalanes.

En tan patética desproporción e inferioridad encuentra su justa traducción la soflama del que pretendía enardecer a los cuatro y el del tambor que participaron en el baile-vermú de anteayer. Lo que quería decir el gachó es que la democracia es lo que le sale a él de la entrepierna. Y no hay más que hablar.

Temperatura social

La soberanía vasca, ¿sola o con sifón? O sea, ¿por las malas o con pacto? Ya quisiera tener la respuesta, pero les confieso que no me alcanza la clarividencia para tanto. Por un lado, se me hace cuesta arriba la idea de acordar lo que sea con quien, aparte de haber demostrado ser mal cumplidor, no quiere ni oír hablar del peluquín. Por otro, mi posibilismo me dice que lo del portazo y el ahí te quedas está muy bien como bravata, pero tiene muy pocos visos de realización práctica.

Menudo dilema, ¿no? Siento decir que, en realidad, no lo es. Ojalá llegue a serlo, porque eso significará que hemos llegado al punto en el que hay que tomar tal decisión. Ahora mismo solo es un debate de fogueo, una pura discusión teórica con el riesgo añadido de dividir (más) a quienes afirman compartir una causa común. Tanto dará que hayan ganado quienes abogan por el divorcio civilizado o los que prefieren cortar por lo sano, si en el momento del envite resulta que no hay el suficiente número de personas para respaldar una u otra vía.

Estará bien que los que nos decimos soberanistas vayamos pensando cómo afrontar la salida de España, y mejor todavía, que tengamos diseñado un país por el que haya merecido la pena el viaje. Sin embargo, no podemos poner el carro delante de los bueyes, salvo que nos estemos haciendo trampas en el solitario y todo esto sea una cínica manera de no conseguir nunca lo que aseguramos que queremos. A día de hoy, lo que nos hace falta es la temperatura social necesaria para echar a andar. Mientras los esfuerzos no se centren ahí, solo estaremos comprando boletos para una nueva frustración.

Decidir, según

Además de todas las que glosan los opinadores de mayor y menor erudición, una de las consecuencias más reveladoras del referéndum en Escocia ha sido el cambio de acera, siquiera inconsciente, de ciertas posturas supuestamente inmutables. Así, algunos de los que venían negando a los escoceses su capacidad para pronunciarse sobre su futuro celebran ahora el sentido común y hasta la sabiduría que han demostrado en las urnas esos ciudadanos. Incluso el mismo Rajoy, al subirse con orgullo y satisfacción al carro ganador, pronunció el sustantivo decisión y el verbo elegir, cuando solo dos días antes había equiparado tales términos a un torpedo en la línea de flotación de la Unión Europea.

Pero, cuidado, porque parecida inconsistencia, por no decir incoherencia, se ha evidenciado en la parroquia de enfrente. Si bien es cierto que la mayoría de los partidarios del derecho a decidir han (o sea, hemos) aceptado el áspero ‘no’ apelando al barón de Coubertain —lo importante es participar—, no faltan morros torcidos que achacan la derrota a la inmadurez de los que han votado por mantenerse en el Reino Unido. Farfullan, según los casos, que ha ganado el miedo, el capital o ambos. No solo demuestran un escaso fair play o un desprecio por el mismo colectivo humano a cuya sensatez hacían loas antes de contar las papeletas. También están confesando que, en realidad, lo suyo es de boquilla: las consultas les parecen democráticas únicamente si las ganan. Este que escribe, sin embargo, tiene muy claro que el derecho a decidir implica la posibilidad de perder y, desde luego, la obligación de aceptar el resultado.

Escocia, ¿principio o fin?

Ante la posibilidad, nada descabellada, de que hoy gane el sí en Escocia, algunos uniformistas —gracias por el término, Joxean Rekondo— han corrido a ponerse la venda sin aguardar a tener la herida. Ya no dicen que el proceso es un despropósito ni se esfuerzan en describir las penalidades sin fin que padecerían los ciudadanos del futuro estado independiente. También les empieza a parecer medianamente lógico que la UE acoja a la nueva nación en lugar de condenarla al ostracismo. Como guinda de la ciaboga argumental, Salmond ha dejado de ser un rompepatrias egoísta y desalmado para convertirse en un político cabal que ha sabido guiar a sus conciudadanos, fuera de grandes estridencias, hasta las puertas de tomar las riendas de su destino. Creo no equivocarme mucho si achaco este cambio diametral de opinión al énfasis —diría que excesivo— que el líder del SNP está poniendo en diferenciar el caso escocés de cualquier otro con el que pudiera ser comparado, y en particular, del catalán o, en quinta derivada, el vasco, que ni se contempla.

Ahí está el clavo ardiendo al que se aferra ahora el centralismo español que quiere pasar por más moderado. “Escocia es única”, proclamaba hace tres día el editorial de El País. La idea nuclear, apuntalada por reportajes in situ y entrevistas a personalidades cuidadosamente seleccionadas, era que lo que se ha dado en aquellos parajes se parece como un huevo a una castaña al resto de las aspiraciones de emancipación en Europa. En resumen, que este referéndum, salga lo que salga, supone el una y no más. Comprobado lo voluble de los argumentos, añado: eso ya lo veremos.

Medir el clamor social

La penúltima matraca del españolismo con bigudíes es que una multitud en la calle no significa gran cosa. Es gracioso escuchárselo o leérselo exactamente a los mismos que exigían que Zapatero escuchase el clamor popular cuando le montaban procesiones tumultuarias para exigirle que no negociara con ETA. O ante las turbas arengadas por Rouco en contra del aborto. ¿Por qué esas movilizaciones sí representaban el sentir social mayoritario y la del otro día en Barcelona se pretende despachar como poco menos que una anécdota de la que no cabe extraer conclusiones? Antes de que me acusen de renuncio e incoherencia, señalaré que, efectivamente, se puede plantear idéntica pregunta en los términos inversos: por qué la gran V sí y los jolgorios de la derecha rancia, no.

Podría argüir que lo del jueves pasado fue la tercera superación consecutiva de un récord de participación, y que en todo este tiempo se han dado sobradas muestras de que se sustenta en un movimiento sólido que no solo no mengua sino que crece. Pero ni siquiera tiraré por ahí. Acepto como principio general que una o varias movilizaciones masivas no deben traducirse automáticamente como el reflejo exacto de lo que quiere o deja de querer la mayoría de la sociedad. Acto seguido, añado que hay un método bastante más fiable de determinar cuál es la voluntad colectiva mayoritaria. Consiste en algo tan simple como fijar una fecha, poner unas urnas y preguntar. ¡Vaya! Ahora que caigo, ese proceso que describo está en marcha. Si se quisiera, el próximo 9 de noviembre podríamos salir de dudas. Insisto: si se quisiera. Pero me temo que no va a ser.

Frente Nacional (Reloaded)

Como perdí hace rato la costumbre de chuparme el dedo, tengo bastante claro que la propuesta de Mariano De Cospedal (o María Dolores Rajoy, me lío) para formar una santa alianza contra el pérfido soberanismo catalán es una de esas invitaciones que se hace sabiendo que va a ser rechazada. Aparte de los titulares de aluvión que se cosechan, tras recibir las calabazas de los interpelados, puede uno hacerse el digno y echar en cara a los refractarios su falta de coraje o, en el caso que nos ocupa, su españolidad de chicha y nabo. Si se da la remota circunstancia de que el guante sea aceptado, se queda como padre de la idea, con los derechos de pernada que eso implica.

La cuestión es que no va a ser. Solo la excrecencia magenta, que cotiza en mínimos históricos en el mercadillo de populismo cañí, ve con buenos ojos la traslación electoral (o, por qué no, la literal) de los ejércitos borbónicos de hace tres siglos. Los demás conminados se llaman andanas, con argumentaciones tan pero tan creíbles como las de Patxi López, que dice que a su partido nunca le han molado las trincheras… después de haber sido lehendakari gracias a un pacto de sangre contra el pecaminoso nacionalismo, previa ilegalización de la formación que hacía que no salieran las cuentas. La desmemoria se confunde con el rostro pétreo, vaya huevos.

Más allá del desahogo mostrado por el que no se iba a ir a Madrid pero se ha ido, quizá les sorprenda si les confieso mi pena ante el fracaso antes de nacer del Frente Nacional cospedaliano. Sería, al fin y al cabo, otra forma, tal vez esquinada, de ejercer el derecho a decidir, ¿no creen?