Desde el otro lado de la A-8 asisto pasmado al espectáculo del Tamborrazo finalmente desierto. Cualquiera diría que hay una cepa resistente del pernicioso virus de la capitalidad cultural europea teóricamente pasada.
Confieso no entender del todo, aun respetándolos profundamente, los usos y costumbres de la ciudad, especialmente en lo que toca a su fiesta grande. Llego o creo llegar, sin embargo, a la importancia simbólica de la distinción principal. Se comprende, incluso, que la decisión suscite cierta discrepancia. Salvo cuando recaen en la media docena de comodines habituales —que lo son por su genialidad indiscutible o su inanidad absoluta—, los premios no arrastran grandes unanimidades. Pero con la elección de Àngels Barceló se rompieron, o eso parece, todos los registros.
Un segundo después de la comunicación inicial se instaló, dentro y fuera de Donostia, una corriente de estupor que dio paso inmediato a una plural expresión de rechazo. Ojo, no exactamente a Àngels, contra la que nadie tiene nada personal ni profesional, y que ha acabado siendo víctima del esperpento. Simplemente, no entraba en cabezas de distintas tallas y pelajes el motivo de la designación. Resultaba caprichosa, máxime cuando se conocía una larga lista de personas que acreditan largamente los requisitos, amén de ser figuras sobre las que se diría que cosecharían un amplio consenso.
Me dice un amigo, siempre dispuesto a ver el lado bueno de las cosas, que la rectificación en el pleno implica la victoria de la ciudadanía porque se ha escuchado la voz de la calle. Podría ser, pero seguro que hay formas mejores de hacerlo.