Seguramente, no es profesional emocionarse dando las noticias. Se supone que hay que tomar distancia, vestirse el neopreno a prueba de sentimientos y dispensar las grageas de actualidad como si la cosa no fuera con nosotros. A base de oficio, uno es capaz de contar lo más tremendo sin que se le alteren ni el pulso ni la voz. Y sin embargo, hay ocasiones en que el blindaje salta en pedazos y deja a la intemperie al ser humano que seguimos llevando dentro. A mi me ocurrió este viernes. Por fortuna, no fue en primera línea de micrófono, sino en la retaguardia, es decir, en la redacción de Onda Vasca.
Mientras trajinaba con el material informativo que debía servir a los oyentes ese día, mis defensas acorazadas recibieron el impacto brutal de estas ocho palabras de racimo, pronunciadas por una joven de 21 años llamada Leire: “Me hubiera gustado mucho conocer a mi aita”. El testimonio continuaba en términos tanto o más conmovedores, pero yo me quedé clavado en ese punto seguido. Paradojas de los órganos sensitivos: dejé de oír cuando los ojos se me llenaron de lágrimas. Y todo por una sola frase, por esa frase que, como los cuentos de Monterroso, contiene mil novelas completas. De entre todas, yo leí la que explica en un segundo el último medio siglo de este pueblo y deja aun unas páginas en blanco para que escribamos lo que viene después.
El desenlace de esa historia está, en buena medida, en nuestras manos. Me permito proponer como modelo para los próximos capítulos el del acto donde se escucharon esas palabras y otras muchas cargadas de memoria pero vacías de rencor. Tanto el homenaje a Joseba Goikoetxea, el aita que no pudo conocer Leire, como el de dos días atrás a Santi Brouard y Josu Muguruza, nos muestran lo que, si queremos, puede ser el verdadero suelo ético que decimos estar buscando. El techo llegará tan arriba como estemos dispuestos a levantarlo. Entre cuantos más, mejor.