Leire en una frase

Seguramente, no es profesional emocionarse dando las noticias. Se supone que hay que tomar distancia, vestirse el neopreno a prueba de sentimientos y dispensar las grageas de actualidad como si la cosa no fuera con nosotros. A base de oficio, uno es capaz de contar lo más tremendo sin que se le alteren ni el pulso ni la voz. Y sin embargo, hay ocasiones en que el blindaje salta en pedazos y deja a la intemperie al ser humano que seguimos llevando dentro. A mi me ocurrió este viernes. Por fortuna, no fue en primera línea de micrófono, sino en la retaguardia, es decir, en la redacción de Onda Vasca.

Mientras trajinaba con el material informativo que debía servir a los oyentes ese día, mis defensas acorazadas recibieron el impacto brutal de estas ocho palabras de racimo, pronunciadas por una joven de 21 años llamada Leire: “Me hubiera gustado mucho conocer a mi aita”. El testimonio continuaba en términos tanto o más conmovedores, pero yo me quedé clavado en ese punto seguido. Paradojas de los órganos sensitivos: dejé de oír cuando los ojos se me llenaron de lágrimas. Y todo por una sola frase, por esa frase que, como los cuentos de Monterroso, contiene mil novelas completas. De entre todas, yo leí la que explica en un segundo el último medio siglo de este pueblo y deja aun unas páginas en blanco para que escribamos lo que viene después.

El desenlace de esa historia está, en buena medida, en nuestras manos. Me permito proponer como modelo para los próximos capítulos el del acto donde se escucharon esas palabras y otras muchas cargadas de memoria pero vacías de rencor. Tanto el homenaje a Joseba Goikoetxea, el aita que no pudo conocer Leire, como el de dos días atrás a Santi Brouard y Josu Muguruza, nos muestran lo que, si queremos, puede ser el verdadero suelo ético que decimos estar buscando. El techo llegará tan arriba como estemos dispuestos a levantarlo. Entre cuantos más, mejor.

Fundación X

Egos que se expanden más allá del infinito. Felipe González ha creado una fundación para el estudio de su figura que lleva su nombre y, faltaría más, que preside él en su mismidad. Yo, mi, me, conmigo; a ver quién supera ese ejercicio de onanismo autoinspirado. En la próxima edición del diccionario, la RAE tendrá que actualizar el significado de la palabra vanidad.

¿Y por qué no ha esperado, como todos, a palmar para que le montasen el chiringuito laudatorio? Quizá porque no se fiaba de que, una vez certificado el hecho biológico, hubiera entre los suyos media docena de tiralevitas dispuestos a abrillantarle la posteridad. Mal cálculo, si ha sido por eso, pues aunque es verdad que la legión de felipistas ha mermado mucho, todavía quedan por ahí un buen puñado de recalcitrantes que se hubieran entregado a la tarea, eso sí, post-mortem, que es como se hacen estas cosas para que no canten tanto.

Ocurre que a Felipe le urge vindicarse y hasta reivindicarse antes de pasar a la condición de fiambre. Ha perdido mucha comba en la carrera de la popularidad de los expresidentes españoles desde que se puso el contador a cero. Mientras se hacía requetemultimillonario, ha sido rebasado por el espectro del pan sin sal Calvo Sotelo y, desde luego, por el semiespectro de Suárez, campéon indiscutible de la competición. Incluso Zapatero, contando nubes y concediendo bostezantes entrevistas, le pisa ya los talones. Solo la chabacanería contumaz de Aznar lo libra —y por muy poco— de ser considerado el tipejo más despreciable que ha habitado Moncloa en los últimos 35 años.

Es cierto que la memoria es frágil y fácilmente moldeable, pero por mucho que se emplee a fondo en el lavado de su pasado, a González le va a costar dos congos que dejemos de verlo, entre otras cosas, como lo que no escribo porque no es necesario. Por algo en Twitter a su invento lo llaman ya, entre la chanza y la denuncia, Fundación X.

GAL, 30 años

¿Revisión crítica del pasado? Venga, va. A ver quién es el primero que da un paso al frente para confesar que tales días como estos de hace treinta años conoció por un chauchau del enterado de turno de la agrupación local que a Lasa y Zabala les estaban apretando las clavijas en el palacio de La Cumbre de Donostia. O que también supo por otro susurro que la cosa se les había ido de las manos a los carniceros y que el todopoderoso Rodríguez Galindo, con el visto bueno de muy arriba, había dado la orden de echar unos sacos de cal viva sobre el asunto. Y que ni una ni otra noticia le provocó la menor inquietud. Dos menos, ojo por ojo. Querían guerra, pues la van a tener. ¿Sucia? Bueno, la suya tampoco es que sea muy limpia.

Valdría la misma secuencia, unos meses después, para el secuestro de Segundo Marey, la primera acción reivindicada y sellada con el anagrama de la serpiente con la cabeza cortada por el hacha. Ni siquiera la certeza desde primera hora de que se estaba reteniendo a un pobre desgraciado sin ninguna relación con ETA hizo que nadie mostrara la menor incomodidad. Al contrario, alguien con corazón de hierro decretó que de tanto en tanto no estaría mal que cayera alguna víctima colateral, porque eso haría que la población de Iparralde presionara al gobierno francés para acabar con el supuesto santuario. La chapucería de los pistoleros a sueldazo del fondo de reptiles se convertía en estrategia. Los que estaban en el secreto, que eran decenas, si no cientos, callaron… o directamente justificaron.

27 cadáveres y 40 heridos en cuatro años, ahí queda la marca de los GAL. Como un mal menor, como algo que no hubo más remedio que hacer, como una anécdota en comparación con los números de enfrente. Tres decenios después, y con no pocos testigos y protagonistas todavía en primera línea política u otros que se han trepado hasta ella, también como un asunto que no se debe remover.

Cal viva

Mi conciencia levantisca y tocapelotas no me permite gastarme los 22 euros de vellón que cuesta un libro que quiero leer. Por la portada gritona, rozando lo arrabalero, podría ser de John Grisham o Tom Clancy (q.e.p.d.). Pero no; lo firma un señor de Lugo que atiende por el escasamente glamuroso nombre de José Amedo Fouce. Imagino que van entendiendo mis reparos en financiar los vicios carísimos de alguien que tiene un carro de asesinatos a sangre fría a sus anchas espaldas. Igual que los autores de pedigrí citados, el fulano, que antes daba matarile a cien mil francos el fiambre, ahora escribe por la pasta. Den por seguro que ha recibido una cifra de quitar el hipo apoquinada por Pedro José Ramírez Codina, mandamás de la editorial que publica el opúsculo. Ya ven qué vueltas da la vida: los antiguos enemigos irreconciliables forman al cabo de los años una sociedad de socorros mutuos. Del odio al amor, sobre todo si es interesado, también hay un paso.

Sin embargo, aunque podría serlo, no es solo el vil metal lo que ha unido a este par de dos. A la altura de lo crematístico está el afán de revancha. Y ahí es donde editor y escritor han dado con mi punto débil, porque no hay género semiliterario que me ponga más pilongo que el ajuste de cuentas. Pese a la mala fama que arrastra, el despecho suele ser fuente de sabrosas historias… y de verdad.

Nadie como un resentido para reventar los candados que guardan los secretos más inconfesables, que en este caso son, obviamente, los del GAL, ese trozo de nuestro anteayer que por lo visto no está sujeto a revisiones críticas del pasado, a peticiones de perdón ni, mucho menos, a reparaciones del (inmenso) daño causado. Según promete la cubierta, esas páginas agrupadas bajo el desvergonzado título Cal viva contienen “la verdad definitiva desde las entrañas” de la siniestra banda parapolicial. De la A a la X. No me digan que no resulta tentador.

Hacérselo mirar

Soy uno de los que, según el Nobel de la Paz y cada vez más claro bluff progresoide, Obama, me lo tengo que hacer mirar. Minoría absoluta, me temo, porque la exposición continuada y aparentemente inocente a pelis, series y telediarios de buenos y malos ha logrado que creamos a pies juntillas en el efecto purificador de la sangre derramada. Y si es con extrema violencia regada de sadismo, mejor. Que tire la primera piedra quien no haya experimentado un sentimiento vecino del placer al ver en la pantalla cómo, un minuto antes de el “The End”, el villano es despanzurrado por una apisonadora o cae al vacío desde el piso 94 con tres kilos de plomo en el cuerpo. La Humanidad lleva una porrada de siglos haciendo que se barniza de civilización, pero casi siempre acaba derrotando por lo más primario, el instinto aniquilador.

Lo tremendo de esa pulsión es que carece de fronteras y de reglas del juego. Por eso debe intervenir la racionalidad que se nos supone para ponerlas. Nadie en su sano juicio ha derramado una lágrima ni ha sentido la menor incomodidad por la muerte de quien todos sabemos que era uno de los peores asesinos sobre la faz de la tierra. Los que se atreven a levantar la voz en medio del ardor justiciero no lo hacen por la anécdota -la desaparición física de Bin Laden- sino por la categoría, es decir, por lo que tiene de anuncio de que en lo sucesivo vale todo y para lo que sea.

Maquiavelo y, más que él, Lynch, el reinventor de las ejecuciones sin proceso a quien se debe la palabra linchamiento, vuelven a tener vigencia plena. Y no sólo en la patria de Rambo. También en la de Torrente. No hay más que ver a Felipe González poniendo de mingafrías para arriba a quienes lo criticaron por ufanarse de haber podido volar la cúpula de ETA y ahora celebran la liquidación ritual del líder de Al Qaeda. Lo hace porque siente que el tiempo y el líder del llamado mundo libre le han dado la razón.

Fantasmas del pasado

Es lo que tiene el pasado, que está lleno de fantasmas. Todos los pasados. Los colectivos y los individuales. Las cosas que nos ocurrieron, tanto en nuestra pequeñez de seres humanos como en nuestra medianía como parte de un grupo, van perdiendo brillo, nitidez, contraste… pero jamás acaban desintegrándose del todo. Aunque seamos capaces de estar días, meses, años enteros, sin dedicarles un pensamiento. Incluso en lo más profundo de la amnesia o del cruel Alzheimer, lo que hicimos y lo que nos hicieron permanece adherido a nosotros. El beso que dimos o dejamos de dar, el camino a la izquierda o a la derecha que tomamos un día, aquello a lo que renunciamos y aquello que aceptamos hace una tonelada de lunas forma parte indeleble de lo que hemos llegado a ser. Somos lo que somos, y en esa primera persona del plural está incluído sin remedio lo que fuimos. El presente de indicativo arrastra inevitablemente un montón de pasados imperfectos.

Lo que pasó aún existe

Se lo traduzco, señor López, que ya imagino que un lehendakari no está para filosofías una mañana de domingo. Sólo quiero decir que sí, que como usted alegó con todos los aspavientos recomendados en el manual de despejes a córner, el GAL es un fantasma del anteayer. Un pueblo como el nuestro, del no recuerdo quién dijo que produce bastante más historia de la que es capaz de consumir, había ido cubriendo de polvo ese episodio, mientras trataba de seguir su camino hacia todavía no sabemos dónde. No confunda eso, por favor, con la voluntad de olvidarlo. Primero, porque sería una indignidad, y segundo, porque como acabo de tratar de explicar, es metafísicamente imposible desprenderse de lo que hemos vivido. Y todo aquello -la cal viva, los secuestros de ciudadanos que pasaban por allí, los tiros descerrajados con el cañón apoyado en el occipital, el olor infecto a cañería del Estado- lo vivimos. ¡Vaya si lo vivimos!

Como, diga lo que diga su subordinada Ibáñez de Meztu, soy humano y, por tanto, dueño de muchos recuerdos incómodos, comprendo que no le haga la menor gracia que los cines de reposición vuelvan a proyectar esa película protagonizada por un plantel que le es muy cercano. Algunos, qué cosas, siguen teniendo papeles de relumbrón en las producciones actuales. Pero quédese tranquilo. Nadie le señala a usted, que ya sabemos que por entonces sería un estudiante (perdón por sacarle el asunto) y, como mucho, le tocaría hacer de extra silencioso. Asuma, sin miedo, ese trozo de su historia. Domestique el fantasma. No lo tape.