¿Pero qué me está diciendo? ¿Que, con los huevos que le echa a todo el alcalde campeador de la vitorianidad, esos bellacos del Guiness dicen ahora que no fueron suficientes para batir el récord universal de cuajar megatortillas de patata? Esto va a ser cosa del Fede ese de SOS Racismo, que seguro que hubiera preferido que la ciudad compitiera por hacer el Kebab más grande de la Zapa a la Meca para que sus moros subvencionados se lo trincaran como hacen con la RGI. O de los pérfidos abertzalosos —los blanditos y los menos blanditos, todos son igual—, que echaban las muelas porque la tortillaza ensamblada por parciales era española. O de alguno de esos tiñosos de Bilbao que se creen que solo ellos tienen derecho a hacer fantasmadas para salir en los programas de Ana Rosa o Mariló.
No se me asusten. Era solo ironía o un sucedáneo, porque creo que es mejor tomarse a chunga el fiasco tortillero de Maroto y su troupe de ocurrentes propagandistas. Habrá que reconocer, además, que si no se superó la marca anunciada, sí se ha pulverizado un nuevo registro de ridiculez y patetismo cateto. Todo sirve para el convento. Fíjense lo que pasó en Borja, que desde hace dos años no da abasto a recibir turistas que quieren ver in situ el Ecce Homo restaurado a la remanguillé por la señora Cecilia. Apuéstense algo a que el del apellido que rima con moto y con foto encontrará el modo de darle la vuelta a la cantada. Y si no, siempre queda el cartucho definitivo: puede impulsar una recogida de firmas para que la fuerza de la calle certifique que se pongan como se pongan los siesos del Guiness, ese récord va a misa.