Miren por dónde, el protagonista del 25 de noviembre que acabamos de dejar atrás ha sido ese tipejo siniestro que atiende por Javier Ortega Smith. Resulta imposible no sentir náuseas al presenciar su comportamiento cobarde y brutalmente suficiente ante una víctima de malos tratos que le cantaba las verdades del barquero en el acto del ayuntamiento de Madrid. Ni fue capaz de sostenerle la mirada el muy cagarro humano. Antes y después, el fulano se había vuelto a permitir la chulería insultante de negar la violencia machista, una conducta que en una sociedad medio decente debería implicar bastante más que el destilado de mala sangre y bilis hirviente. ¿La ilegalización de la formación política que cobija a semejante sembrador de odio y a tantos como él? Jamás pensé que escribiría algo como esto, pero mi respuesta es rotundamente afirmativa.
Dado que eso no ocurrirá —me temo—, quizá proceda convertir nuestro cabreo en una actitud de provecho. Debemos conjurarnos para que los miles de Ortegas Smith que hay repartidos por el censo sientan nuestro aliento en el cogote y tomen conciencia de que su justificación (o, directamente, su práctica) de la violencia hacia las mujeres no les va a salir gratis. Y eso, siento decirlo por enésima vez, no se hace solamente con encendidas proclamas, repeticiones sistemáticas de topicazos, concentraciones para el telediario ni campañas resultonas. Tampoco, como demuestran los datos sobre la extrema juventud de muchos maltratadores y depredadores, con la martingala de la educación en valores. Hay que cambiar, por descontando, de mentalidad, pero especialmente de leyes. Es urgente.