Si el rencor se basa en la memoria —aunque sea de agravios reales o supuestos—, no debe parecernos tan extraño que un congreso que lleva la manoseada palabra en su frontispicio haya cosechado sus titulares más floridos gracias a un ponente, Emilio Guevara, que dedicó toda su intervención a verter su rancio resentimiento. Qué linces, los que podaron el programa de presencias potencialmente inconvenientes y franquearon el paso a quien, armado de una fumigadora de odio, llegaba dispuesto a ajustar cuentas con el pasado. Con su pasado, no con el común, que era el que daba razón de ser al simposio de Bilbao. Así se construye la convivencia, sí señor, afilando las viejas rencillas y renovando los dos estabularios de rigor; aquí, los heroicos constitucionalistas y allá los pérfidos abertzolosos. O con o contra. Justamente, lo que tratamos de superar… y, por fortuna, ya hemos superado en buena parte.
Propugna el despechado Guevara una “ley de Claridad a la española” (sic) para “frenar el chantaje nacionalista” (otra vez sic). Su descarga estuvo trufada de decenas de demasías biliosas como esa. Está de más reproducirlas. Aparte de que hacerlo únicamente aumentaría el caudal de afrentas, cabe preguntarse qué valor tienen las opiniones de alguien que hace no muchos calendarios defendía exactamente lo contrario. Si entonces estaba tan equivocado, ¿cómo sabe que no lo está ahora? ¿Cómo sabemos los demás que no volverá a caerse del caballo camino de Damasco y empezará a propalar animosamente el nuevo credo al que se reconvierta?
Como yo mismo no pienso exactamente lo que pensaba hace quince, veinte o veinticinco años (por lo menos, en algunas cuestiones), respeto el derecho a renovar los idearios. Tenemos mil ejemplos de personas que han pasado con naturalidad de alfa a beta. Y otros dos mil, ay, de tipos como Guevara que han cruzado de yin a yan en un par de días. Su credibilidad es cero.